sábado, 30 de abril de 2011

Esa mujer (Rodolfo Walsh)


El coronel elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
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El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer, coronel.
Sonríe.
-Todo se encadena -filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
-La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.
-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después
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de aquello.
El coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán N...
-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y usted, coronel?
-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es
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que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
-Ojalá dependa de mí, coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
-Derby -dice-. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Qué querían hacer?
-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las
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bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la
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muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces “Eso le demuestra”, como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre gente?
-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.
-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agrega19
do militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: “Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo.” Después me agradeció.
Miró la calle. “Coca” dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola” dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. “Beba”.
-Beba -dice el coronel.
Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
-Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. “Beba”.
-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba
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a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles que no estoy.
Desaparece.
-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era
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el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
-¿La sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas personas saben?
-DOS.
-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
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-Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.

Rodolfo Walsh

lunes, 28 de marzo de 2011

Colinas como elefantes blancos (Ernest Hemingway)


Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
— ¿Qué tomamos? — preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
— Hace calor — dijo el hombre.
— Tomemos cerveza.
— Dos cervezas — dijo el hombre hacia la cortina.
— ¿Grandes? — preguntó una mujer desde el umbral.
— Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
— Parecen elefantes blancos — dijo.
— Nunca he visto uno — . El hombre bebió su cerveza.
— No, claro que no.
— Nada de claro — dijo el hombre— . Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
— Tiene algo pintado — dijo— . ¿Qué dice?
— Anís del Toro. Es una bebida.
— ¿Podríamos probarla?
— Oiga — llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
— Cuatro reales.
— Queremos dos de Anís del Toro.
— ¿Con agua?
— ¿Lo quieres con agua?
— No sé — dijo la muchacha— . ¿Sabe bien con agua?
— No sabe mal.
— ¿Los quieren con agua? — preguntó la mujer.
— Sí, con agua.
— Sabe a orozuz — dijo la muchacha y dejó el vaso.
— Así pasa con todo.
— Si dijo la muchacha— - Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
— Oh, basta ya.
— Tú empezaste — dijo la muchacha— . Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
— Bien, tratemos de pasar un buen rato.
— De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
— Fue ocurrente.
— Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
— Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
— Son preciosas colinas — dijo— . En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
— ¿Tomamos otro trago?
— De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
— La cerveza está buena y fresca — dijo el hombre.
— Es preciosa — dijo la muchacha.
— En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig — dijo el hombre— . En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
— Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
— Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
— ¿Y qué haremos después?
— Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
— ¿Qué te hace pensarlo?
— Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
— Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
— Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
— Yo también — dijo la muchacha— . Y después todos fueron tan felices.
— Bueno — dijo el hombre— , si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
— ¿Y tú de veras quieres?
— Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
— Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
— Te quiero. Tú sabes que te quiero.
— Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
— Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
— Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
— No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
— Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
— ¿Qué quieres decir?
— Yo no me importo.
— Bueno, pues a mí sí me importas.
— Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
— No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
— Y podríamos tener todo esto — dijo— . Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
— ¿Qué dijiste?
— Dije que podríamos tenerlo todo.
— Podemos tenerlo todo.
— No, no podemos.
— Podemos tener todo el mundo.
— No, no podemos.
— Podemos ir adondequiera.
— No, no podemos. Ya no es nuestro.
— Es nuestro.
— No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
— Pero no nos los han quitado.
— Ya veremos tarde o temprano.
— Vuelve a la sombra — dijo él— . No debes sentirte así.
— No me siento de ningún modo — dijo la muchacha— . Nada más sé cosas.
— No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
— Ni que no sea por mi bien — dijo ella— . Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
— Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
— Me doy cuenta — dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
— Tienes que darte cuenta — dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
— ¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
— Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
— Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
— Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
— ¿Querrías hacer algo por mi?
— Yo haría cualquier cosa por ti.
— ¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
— Pero no quiero que lo hagas — dijo— , no me importa en absoluto.
— Voy a gritar — dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
— El tren llega en cinco minutos — dijo.
— ¿Qué dijo? — preguntó la muchacha.
— Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
— Iré llevando las maletas al otro lado de la estación — dijo el hombre. Ella le sonrió.
— De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
— ¿Te sientes mejor? — preguntó él.
— Me siento muy bien — dijo ella— . No me pasa nada. Me siento muy bien.

Ernest Hemingway

miércoles, 2 de marzo de 2011

La maestra Sherwood Anderson



Las calles de Winesburgo se hallaban cubiertas de una espesa capa de nieve. Había empezado a nevar a eso de las diez de la mañana; se levantó el viento y empujó a la nieve en torbellinos por Main Street. Las carreteras que iban a parar al pueblo y que solían estar convertidas en barri¬zales se hallaban ahora heladas y lisas; en algu¬nos sitios el barro estaba cubierto por una corte¬za de hielo. «Se podrá andar bien en trineo», dijo Will Henderson, de pie junto al mostrador de la taberna de Ed Griffith. Salió a la calle y se tro¬pezó con Sylvester West, el droguero, que anda¬ba con unos pesados zuecos, llamados «árticos». «La nieve hará que la gente venga al pueblo el sábado —dijo el droguero. Los dos hombres se detuvieron a conversar de sus asuntos. Will Hen¬derson, que llevaba un abrigo delgado y no tenía zuecos, se golpeaba el tacón del pie izquierdo con la punta del pie derecho—. La nieve vendrá bien para el trigo», observó el droguero sabiamente.
El joven George Willard, que no tenía nada que hacer, se alegró porque no se sentía con ganas de trabajar aquel día. El semanario estaba ya ti¬rado y había sido llevado al correo el miércoles por la noche; la nieve había empezado a caer el jueves. A las ocho, después de que pasó el tren de la mañana, se echó al bolsillo un par de pati¬nes y se fue hasta el depósito de aguas corrientes; pero no patinó. Siguió más allá del depósito, por un sendero que bordeaba el arroyo Wine hasta que llegó a un bosquecillo de hayas. Una vez allí, encendió una hoguera junto al tronco caído de un árbol y sentóse a un extremo de éste, para me¬ditar. Cuando empezó a caer la nieve y a soplar el viento, se dio prisa en recoger combustible para la hoguera.
El joven reportero tenía el pensamiento en Kate Swift, que había sido su maestra de escuela. La noche anterior había ido a casa de Kate para que le diese un libro que ella tenía interés en que leyese George; habían estado solos durante una hora. Era la cuarta o quinta vez que aquella mu¬jer le hablaba con gran interés, y no acertaba él a comprender lo que sus palabras podían signifi¬car. Empezó a pensar que tal vez estuviese ena¬morada de él; este pensamiento le resultaba agra¬dable y penoso al mismo tiempo. Se levantó del tronco en que estaba sentado y se puso a echar ramas a la hoguera; miró alrededor para ver si estaba solo y empezó a hablar en alta voz como si se hallase frente a Kate. «Me parece que usted está a punto de caer, y usted lo sabe —exclamó—. Voy a descubrir lo que hay de cierto. Espere y ya lo verá.»
El joven se levantó y regresó por el mismo sendero hacia el pueblo, dejando el fuego en bra¬sas. Cuando caminaba por las calles, resonaban los patines en su bolsillo. Llegado que hubo a su habitación de New Willard House, encendió la estufa y se tumbó encima de la cama; empezó a pensar cosas voluptuosas; bajó la cortina de la ventana, cerró los ojos y se volvió de cara a la pared. Cogió una almohada entre sus brazos y la estrechó con fuerza, pensando primero en la maestra, que había despertado algo dentro de él con sus palabras, y luego pensó en Helen White, la esbelta hija del banquero del pueblo, de la que estaba hacía tiempo medio enamorado.
A las nueve de la noche, la nieve formaba una espesa capa en las calles y la temperatura se ha¬bía hecho muy rigurosa.
Era difícil caminar. Las tiendas estaban a os¬curas y la gente se había refugiado en sus casas. El tren nocturno de Cleveland traía mucho re¬traso, pero a nadie le interesaba su llegada. A eso de las diez, los mil ochocientos vecinos del pue¬blo, a excepción de cuatro, estaban acostados.
Hop Higgins, el sereno, estaba medio despier¬to. Era cojo y caminaba apoyándose en un grueso bastón. Cuando las noches eran oscuras, se alum¬braba con un farol. Entre nueve y diez de la no¬che fue a hacer su correspondiente ronda. Reco¬rrió dando tropezones Main Street de un ex¬tremo a otro, viendo si las puertas de las tiendas se hallaban cerradas. Se metió luego por las ca¬llejuelas y comprobó que las puertas traseras se hallaban también cerradas. Encontrando todo en orden, dobló una esquina, marchó precipitada¬mente a New Willard House y llamó a la puerta. Llevaba intención de permanecer todo el resto de la noche al calor de la estufa. «Acuéstate; yo tendré cuidado de que no se apague el fuego», dijo al chico que dormía en un catre en el des¬pacho del hotel.
Hop Higgins se sentó junto a la estufa y se quitó los zapatos. Cuando el muchacho se dur¬mió, se puso él a meditar en sus cosas. Tenía el propósito de pintar su casa por la primavera y calculaba, sentado junto a la estufa, lo que le costaría la pintura y la mano de obra. Esto lo llevó a realizar otros cálculos. El sereno había cumplido los sesenta, y quería retirarse. Cobraba una pequeña pensión porque era veterano de la Guerra Civil. Pensaba buscar la manera de ga¬narse la vida de otro modo y aspiraba a llegar a ser un profesional de la cría de hurones. Tenía ya en la bodega de su casa cuatro de esos extraños y salvajes animalitos, que los cazadores em¬plean para cazar conejos. «Tengo ahora un solo macho y tres hembras —masculló—. Con un poco de suerte será fácil que para la primavera tenga doce o quince. Al año siguiente podré empezar a poner anuncios en los periódicos deportivos.»
El sereno se arrellanó en su asiento y dejó de pensar. Pero no dormía. Un entrenamiento de muchos años le había enseñado a permanecer sentado durante las largas noches entre dormido y despierto. Al llegar la mañana se encontraba tan descansado como si hubiese dormido.
Una vez que Hop Higgins se recogió en su silla, al abrigo de la estufa, sólo tres personas queda¬ban despiertas en Winesburgo. George Willard estaba en las oficinas del Eagle, haciendo como se ocupaba en escribir una novela, pero en realidad siguiendo con los mismos pensamientos que tenía por la mañana cuando estaba junto a la hoguera, allá en el bosque. El reverendo Curtis Hartman se hallaba sentado en la torre del campanario de la iglesia presbiteriana esperando que Dios se le apareciese, y Kate Swift, la maestra, salía de su casa para dar un paseo en medio de la tormenta. Eran las diez pasadas cuando Kate Swift salió. Su paseo no tenía una finalidad determinada; era como si los pensamientos de aquel hombre y de aquel muchacho, concentrados en ella, la hu¬biesen empujado a las calles heladas. Tía Eliza¬beth Swift se hallaba en el pueblo cabeza del distrito por ciertos asuntos relacionados con unas hipotecas en que tenía invertido dinero, y no regresaría hasta el día siguiente. La hija se hallaba sentada en el comedor de la casa, junto a una gran estufa de las llamadas centrales, leyendo un libro. De pronto se levantó como movida por un resorte y, cogiendo una capa de un perchero que había junto a la puerta de la calle, salió corrien¬do de la casa.
Kate Swift tenía treinta años y no estaba con¬siderada en Winesburgo como una mujer hermosa; su constitución no era sana y su cara estaba cubierta de pequeños granos que eran un indicio de mala salud. Pero sola y en aquellas calles he¬ladas resultaba encantadora. Era erguida de espaldas, sus hombros eran cuadrados y sus faccio¬nes como las de una estatua fina de diosa, colocada sobre un pedestal, en medio de un jardín, en la penumbra de un anochecer veraniego.
La maestra había ido aquella tarde a ver al doctor Welling para consultarle acerca de su sa¬lud. El doctor habíala reprendido, diciéndole que estaba a punto de quedarse sorda. Era una locura lo que hacía Kate Swift al salir a la intemperie en medio de una tormenta semejante; una locu¬ra y tal vez un peligro.
Aquella mujer que caminaba por las calles no se acordaba de las palabras del médico y no ha¬bría vuelto atrás aunque se hubiese acordado de ellas. Sentía mucho frío, pero a los cinco minutos de pasear no le importaba ya la temperatura. Caminó primeramente hasta el final de su calle, cruzó luego las dos pesas del heno, encajadas en tierra delante de un depósito de forrajes, y luego salió a Trunion Pike. Siguiendo por Trunion Pike llegó hasta el hórreo de Ned Winter y, doblando hacia el Este, pasó por una calle de casitas de madera que desembocaba, por Gospel Hill, en Sucker Road, carretera que seguía por una pequeña hondonada hasta más allá de la granja avícola de lke Smead, terminando en el depósito de aguas. Aquella audacia y excitación que la ha¬bían empujado fuera de casa se desvanecieron conforme iba caminando, pero volvieron más tarde.
El temperamento de Kate Swift tenía algo de arisco y repelente. A todos les producía idéntica impresión. Su actitud en clase era callada, fría y rígida, aunque en cierto y extraño sentido era también de intimidad. De vez en cuando, parecía invadirla una extraña sensación y era feliz enton¬ces. Todos los niños de la escuela sentían los efectos de aquella felicidad. Se quedaban un rato sin estudiar, apoyados en el respaldo de sus asien¬tos, con la vista fija en su maestra.
La maestra paseaba entonces de un lado a otro de la clase, con las manos en la espalda, y hablaba con gran rapidez. El tema que se le ocurría no parecía tener importancia. En cierta ocasión les habló a los niños de Charles Lamb y les relató anécdotas íntimas y sorprendentes que tenían relación con la vida del difunto escritor. Contaba las anécdotas como quien ha vivido en la misma casa que Charles Lamb y conoce todos los secre¬tos de su vida privada. Los chicos estaban algo desorientados, creyendo que Charles Lamb debía de ser una persona que había vivido en Winesburgo.
En otra ocasión habló a los muchachos acerca de Benvenuto Cellini. Esta vez se echaron a reír. ¡Qué jactancioso, turbulento, valeroso y simpático resultaba aquel viejo artista, tal como ella lo pintaba! También inventó anécdotas acerca de éste. Una de ellas se refería a un alemán, profesor de música, que vivía en la ciudad de Milán, encima de las habitaciones de Benvenuto Cellini, y que hizo desternillar de risa a los muchachos. Sugars McNutts, un muchacho gordinflón, de me¬jillas coloradas, se rió con tal gana que se mareó y se cayó de su asiento; Kate Swift se rió con él. Pero de pronto adoptó otra vez su actitud fría y rígida.
Durante aquella noche en que caminaba por las calles desiertas y cubiertas de nieve, la vida de la maestra había entrado en una crisis. Aunque nadie lo sospechaba en Winesburgo, aquella vida había tenido mucho de aventurera. Y continuaba siéndolo. Un día tras otro, cuando atendía la es¬cuela o cuando paseaba por las calles, libraban batalla en su interior la pena, la esperanza y el deseo. Detrás de aquella apariencia de frialdad, sumergíase su imaginación en los más extraordi¬narios episodios. Para la gente de aquel pueblo era una solterona empedernida; y como hablaba con dureza y no se mezclaba con los demás, die¬ron por sentado que carecía de todas aquellas pasiones humanas que tanto influían, para bien y para mal, en sus vidas. A decir verdad, era el tem¬peramento más ardiente y apasionado que había en el pueblo; más de una vez, durante aquellos cinco años que llevaba establecida en Winesbur¬go, como maestra, después de volver de sus via¬jes, había tenido que salir de su casa a media noche, ech ndose a pasear, mientras se libraban dentro de ella fieras batallas. Cierta noche de llu¬via permaneció fuera de casa seis horas, y cuando regresó riñó con tía Elizabeth Swift. «Me alegro de que no hayas salido hombre -díjole áspera¬mente su madre-. Más de una vez he tenido que estar esperando a que tu padre volviese a casa, sin saber en qué nuevo lío se habría metido. He tenido ya mi buena parte de inquietudes y no debes extrañarte de que no quiera ver reprodu¬cidas en ti sus peores cualidades.»
. . .
El alma de Kate Swift ardía pensando en Geor¬ge Willard. Había creído distinguir la chispa del genio en algunos de los trabajos hechos por el muchacho en la escuela, y quería avivar aquella chispa. Cierto día de verano fue a las oficinas del Eagle y, encontrando al muchacho desocupado, se lo había llevado a pasear por Main Street hasta el Campo de la Feria, donde se sentaron sobre la yerba en un ribazo y estuvieron conver¬sando. La maestra quiso que el joven se hiciese una idea de las dificultades con que tropezaría para ser escritor. «Tiene usted que estudiar la vida -le dijo, con voz temblorosa y llena de an¬siedad. Cogió a George Willard por los hombros y le hizo volverse hacia ella, de manera que pu¬diese mirarle a los ojos. Alguien que pasara por allí hubiera pensado que iban a abrazarse-. Si quiere llegar a ser escritor, no se deje embaucar por la palabrería -explicóle-. Sería preferible que no pensase en escribir hasta que estuviese me¬jor preparado. Ocúpese ahora en vivir. Yo no qui¬siera que usted se desanimase, pero me gustaría hacerle comprender la importancia de eso a que usted aspira. Tiene que ser usted algo más que un simple buhonero de vocablos. Hay que aprender a percibir lo que la gente piensa, no lo que dice.»
La víspera de aquella tormentosa noche del jueves, al atardecer, mientras el reverendo Curtis Hartman se hallaba sentado en la torre de la iglesia esperando poder contemplar su cuerpo, llegó el joven Willard a visitar a la maestra para que le prestase un libro. Ocurrió entonces algo que sorprendió y dejó al muchacho en un mar de confusiones. Tenía ya el libro bajo el brazo y se disponía a marchar. Otra vez Kate Swift le habló con gran ansiedad. Anochecía y el cuarto iba quedando en la penumbra. Al ciar media vuelta para retirarse, pronunció ella su nombre con dul¬zura y le cogió la mano con un movimiento impulsivo. Su corazón de mujer solitaria se puso a latir, respondiendo al atractivo viril, porque el reportero se estaba haciendo rápidamente hom¬bre, pero respondiendo al mismo tiempo a su en¬tusiasmo de adolescente. Se sintió invadida por un deseo ardiente de hacerle comprender la im¬portancia de la vida, de enseñarle a interpretarla fiel y honradamente. Se inclinó hacia adelante, y rozó con sus labios su mejilla. Y en aquel mismo instante reparó el joven por vez primera en la notable belleza de sus facciones. Los dos estaban cohibidos y ella, para dominar sus sentimientos, adoptó una actitud de dureza y altivez. «¿Para qué? Transcurrirán diez años antes de que em¬pieces a comprender el sentido de mis palabras», exclamó apasionadamente.
. . .
La noche de la tormenta, mientras el ministro estaba sentado en la iglesia esperándola, marchó Kate Swift a las oficinas del Winesburg Eagle, con el propósito de volver a charlar con el mu¬chacho. Después de su largo paseo por la nieve, sentíase helada, solitaria y cansada. Cuando pa¬saba por Main Street, vio que la luz se filtraba por el escaparate de la imprenta y reverberaba por la nieve; sintió un impulso, abrió la puerta y entró. Y estuvo durante una hora en aquella ofi¬cina, junto a la estufa, hablando de la vida. Se expresaba con un interés apasionado. Aquella fuerza que le había impelido a caminar por la nieve se derramaba ahora en su charla. Se sintió inspirada, como solía estarlo a veces en la escue¬la, frente a los niños. Se había apoderado de ella un gran deseo de abrir las puertas de la vida a aquel muchacho que había sido alumno suyo y al que juzgaba con talento para comprenderla. Tal era su vehemencia, que se convirtió en una sensación física. Otra vez sus manos se agarraron a sus hombros, haciendo que se volviese hacia ella. Sus ojos llameaban en la habitación débil¬mente iluminada. Se puso en pie y se echó a reír; no era aquella risa seca, habitual en ella, sino una risa extraña, insegura. «Es necesario que me marche —dijo—. Si permanezco aquí un momen¬to más, no voy a poder contenerme y te voy a besar.»
Reinó súbitamente la confusión en la oficina del periódico. Kate Swift se volvió y echó a andar hacia la puerta. Era una maestra, pero también era una mujer. Al mirar a George Willard se apo¬deró de ella el deseo ardiente de ser amada por un hombre, un deseo que ya mil veces había in¬vadido su cuerpo como un torbellino. Visto a la luz de la lámpara George Willard no parecía un muchacho, sino un hombre que reunía ya condi¬ciones para desempeñar el papel de varón.
La maestra dejó que George Willard la tomase en sus brazos. La atmósfera de aquella oficina pequeña y templada se hizo de pronto abrumado¬ra, y la maestra sintióse desfallecer. Esperó, apo¬yada en un pequeño mostrador. Cuando él se acercó y la puso una mano en el hombro, ella se dio vuelta y se dejó caer sobre el joven. La con¬fusión de George Willard aumentó instantánea¬mente. Estrechó durante unos momentos con fuerza el cuerpo de la mujer; pero de pronto aquélla se puso rígida y dos puños menudos y puntiagudos se pusieron a golpearle en la cara. Cuando la maestra salió huyendo, dejándolo solo, empezó el joven a dar vueltas por la habitación, echando pestes y maldiciones.
Y en semejante estado de confusión se encon¬traba cuando asomó el reverendo Curtís Hart¬man. Cuando estuvo ya dentro, empezó George a creer que el pueblo se había vuelto loco. El ministro, agitando su puño que manaba sangre, afirmaba que aquella mujer que George acababa de tener entre sus brazos, había sido enviada por Dios para proclamar sus verdades.
. . .
George apagó la lámpara del escaparate, cerró la puerta de la imprenta y se marchó a su casa. Pasó por el despacho del hotel, dejando allí a Hop Higgins perdido en sus sueños de criador de hurones, y se metió en su cuarto. La estufa se había apagado y se desvistió en el cuarto frío. Cuando se metió en la cama, las sábanas le pare¬cieron dos mantas de nieve seca.
George Willard se revolvía en la misma cama en que había estado tumbado aquella tarde aca¬riciando la almohada y pensando en Kate Swift. Resonaban en sus oídos las palabras del ministro, que le pareció se había vuelto loco. Su mirada vagaba por la habitación. Se desvaneció el resen¬timiento propio del macho burlado, y se esforzó por comprender lo que había ocurrido. No lo con¬seguía. Repasaba una y otra vez en su imagina¬ción todos los episodios. Transcurrieron horas, y pensó que debía estar ya clareando el nuevo día. A las cuatro de la madrugada se tapó la cara con las ropas de la cama y se esforzó en dormir. Cuando se quedó amodorrado y se le cerraron los ojos, alzó la mano y tanteó en las tinieblas. «Me he quedado sin saber algo..., sin saber algo que Kate Swift quería decirme», murmuró entre sueños. Y se quedó dormido, y fue él la última persona que se acostó en Winesburgo aquella no¬che de invierno.

sábado, 12 de febrero de 2011

"Una rosa para Emily" de William Faulkner



I


Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mu­jeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No les hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?
—Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .
—Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero, señorita Emilia...
—Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.



II


Así pues, la señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si vol­ió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el Mayor.
—¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
—No creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
—Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
—Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la gente; al fin podían com-padecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos..
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre..
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.


III


La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige— y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, recla­mara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
—Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
—Necesito un veneno —dijo.
—¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
—Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
—Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
—Quiero arsénico. ¿Es bueno?
—¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que de­sea...?
—Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
—¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.


IV


Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de do­mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los baptistas —la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu­rrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la es­posa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empeza­mos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En po­cos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años, la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oir hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia, eso na­die podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.


V


El negro encontró a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viej­os, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba..
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos..
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo..
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

viernes, 21 de enero de 2011

"El caballo y el hombre" de Antonio Ferres



EL CABALLO Y EL HOMBRE
El caballo herido y jadeante había llegado buscando un espacio verde imposible.
El hombre oyó los pasos y vio la silueta borrosa del caballo.
Hacía días que arrojara las armas, dejándolas caer una a una por el suelo. No sabía a qué sitio dirigirse en aquel cruce de calzadas medio cubiertas por la arena, en un territorio desierto y sin árboles. Le dolía la pierna iz¬quierda, hinchada, con coágulos negros de sangre. Y le la-tían las sienes. Quizás, lejos, donde temblaba estremecido el aire, estuvieran las inmensas llanuras verdes por las que vagaban las almas nobles de los hombres. Se sentía per¬dido. Pensó en el caballo, que resoplaba un trecho más allá. Le dio más pena aún saber que era un caballo ene¬migo. Parecía que el sol estaba tan alto esa tarde, que no fuera a oscurecer nunca en la vida. Oyó los resoplidos del caballo, y vio que se acostaba junto a una pequeña roca blanca que emergía de la arena. El animal sabría, aunque fuese entre sueños, si empezaban cerca los extensos pra¬dos. O a lo mejor serían pueblos verdaderos llenos de mu¬jeres, de niños y ganados. Recordaba los enormes pobla¬dos con las mujeres saltando las hogueras, los tapiales frescos con las fuentes, y el portal de la casa de su madre en la última ciudad en la que él había sido niño.
Tenía tanto calor y sentía tanta fatiga, que anduvo a gatas, hasta meter la cabeza debajo del cuerpo grande del caballo. Estaba allí, pegado al sudor frío, escuchando los latidos del corazón del animal. Podía ser que el caballo sintiera la gloria de las tierras verdes y de los arroyos ru¬morosos, sin arneses, ni dueño. Pero para el hombre eran campos que daban miedo, porque no surgían como los oasis y las llanuras de la Tierra, donde había pueblos y torres. El hombre cerraba los ojos en la frescura del sudor del caballo, y temía ver las sombras de los muer¬tos. Si aguardaba un poco, desfilaban por dentro de sus ojos rostros de hombres y mujeres desconocidos.
Como había en las ciudades. Caras de gente viva que pasaba de largo en una existencia casi interminable.
Así quería esperar, mientras resollara el caballo. Sólo sentía cierta dificultad en el pecho, un pequeño ahogo. Rozaba con la yema de los dedos el cuerpo del animal. Sabía que el latido del corazón del caballo era como el latir de todo lo que existía, del entero Mundo. Así pasó un largo tiempo. Y seguramente también el ani¬mal sentía su mano suave, y la unánime vida. Ambos en aquella tregua. Los ojos cerrados en la penumbra, mien¬tras el hombre seguía viendo pasar las caras. A veces, caras de niños que huían hasta deshacerse en otros ros¬tros. Y de nuevo la calma, el frescor de la marcha de gente como él, seres humanos que seguramente iban buscando otros territorios con bosques y con ríos, o con ansiosos mares.
Tenía que hacer larga aquella espera junto al cuerpo del caballo, en el hueco en sombra del desierto. Luego, vendría una oscuridad brillante, un estallido de lumbre y deseo. El caballo y el hombre en el espacio infinito donde estuvieron siempre.



EL EXTRAÑO MUNDO
El ascensor bajaba muy despacio. Era la hora en que Rafael salía de casa camino del trabajo, y dejaba a su mujer en la cama. No comenzaba Teresa a impartir sus clases en el instituto hasta las diez y media, y seguía dor¬mida al otro extremo de la gran cama de matrimonio. El inmenso lecho, con las ropas revueltas, queda allí per¬dido. Rafael, antes de marcharse, solía comprobar que el despertador estaba puesto para que sonara a las nueve y media. Algunas mañanas, rozaba con la yema de los dedos el pelo negro de su mujer, y hasta la acariciaba con cuidado de no despertarla. Pero quizás de eso hacía ya tiempo. Desde luego era como el recuerdo lejanísimo del aroma acre del cuerpo de Teresa, igual que el mareo de los abrazos en los parques de la juventud.
Ahora, lo cierto resultaba ser que aquella mañana ni siquiera la había mirado. No podría jurar que Teresa se encontraba allí cuando él salió de la habitación. Sólo recordaba que después de acostarse habían hecho larga¬mente el amor. Como casi todas las noches. Hasta que¬dar extenuados.
A veces parecía que relincharan. Sobre todo Teresa relinchaba. La palabra relinchar con respecto al amor entre ellos dos, la pronunció Rafael por primera vez. Y Teresa río un buen rato.
—No se lo digas a nadie —dijo.
Pero de aquello debía de hacer ya tres o cuatro años.
El ascensor seguía bajando ahora con una lentitud enorme. Y le pareció a Rafael que había tardado una eternidad en llegar al portal de la casa.
En la calle hacía mucho frío. Cuando pasó delante de la farmacia vio que la temperatura que marcaba el ter¬mómetro luminoso era de ocho grados centígrados. Pero no parecía verdad. Hacía un frío terrible, que se metía en el tuétano de los huesos. Aunque no soplara el viento, ni corriera aire alguno.
Por otro lado según caminaba Rafael por la acera de la Avenida, hundido en el ruido incesante de los coches y autobuses que pasaban sin fin ni principio, miró al cielo cubierto de nubes bajas. Por encima de las cuales brillaba una claridad extraña, como sin constelación ni origen. Como si hubiera desaparecido el sol y sólo que¬dara encima una lámina de luz amarillenta. Casi corría Rafael por la acera de la Avenida solitaria, sin gente, solo con el deslizar de los automóviles. Tenía ganas de llegar a la cafetería, donde casi todas las mañanas se detenía a tomar café con una tostada. Era junto al mostrador, su¬bido a uno de los taburetes que había pegados a la barra. También, a veces, paraban allí algunos compañeros de la oficina, antes de comenzar la jornada. Aunque iba de prisa, braceando sin parar y se había tapado la boca y la nariz con la bufanda, tiritaba de frío. Se le hacía muy largo el camino, interminable. Y todavía lejos de la cafe¬tería, miró las cristaleras, y le pareció que en ese mo¬mento no había dentro del café nadie conocido. Hasta las camareras eran otras. A lo mejor de otro turno o de otro día. Fue en ese instante cuando le invadió la sospe¬cha de que andaba equivocado. Sentía una gran angustia.
Sobre todo volvía a reparar en el hecho de que al salir del dormitorio ni siquiera había mirado a Teresa dor¬mida. No podía estar seguro de que ella estuviera allí. Era un sentimiento que nada tenía que ver con la culpa. Sólo le parecía haber perdido a Teresa. Y aunque se sen¬tía cansado decidió que debía retroceder sobre sus pasos, y regresar a casa, comprobar que la vida continuaba siendo como siempre había sido. Se dio la vuelta. Se per-cató entonces de que el regreso por la Avenida era una leve pendiente. Nunca lo había tenido en cuenta. Iba a toda prisa, pero ahogado de miedo y de incertidumbre. Sin embargo sentía como un acicate el deseo de saber. Pasó a toda prisa delante de la farmacia. Se sacó la llave del bolsillo y abrió el portal. Había silencio. Y se metió en el ascensor, que funcionaba normalmente. Subía a la velocidad de siempre por el hueco de la escalera. En unos segundos llegó al quinto piso. Entonces anduvo sigilo¬samente por el rellano, hasta llegar a su apartamento. In¬trodujo la llave, con cuidado de no hacer ruido, y abrió poco a poco la puerta. Atravesó el saloncito tembloroso de ansiedad y de terror. No oía la respiración de Teresa. No obstante desde el umbral, vio la cama enorme y en el rincón más alejado, sobre las sábanas revueltas, el cuerpo de su mujer.
Se acercó muy despacio, de puntillas, y comprobó que dormía. Ni se atrevió a tocarla. Sólo la acarició con la mirada, largamente, y volvió a salir de la alcoba. Qui¬zás el ascensor bajara un poco lento. Igual que siempre. Y fuera algo más tarde que otros días, porque se hubiera retrasado unos minutos, antes de salir. En la calle miró el termómetro luminoso de la farmacia. Marcaba ocho grados centígrados. Para aquella época del año no hacía de¬masiado frío. Había gente por las aceras, sobre todo hombres y mujeres jóvenes que corrían para no llegar tarde al trabajo. Un poco más allá vio al negro nigeriano que ofrecía un periódico viejo, pasado de fecha, pero que en realidad pedía limosna. Veía ya las cristaleras del café donde desayunaba pegado a la barra, sentado en un ta¬burete, si es que encontraba alguno libre. Solía haber mucho vocerío. Estallaba, como si fuera a romperle los tímpanos. Y no importaba de lo que la gente hablara, porque no se entendía casi nada. El cielo tenía una lu¬minosidad que le recordaba a una pintura. «Lo mismo que cuando Corot paró la luz», pensó. Había un tráfico, casi incesante, potentes coches y autobuses. Era normal a aquella hora. Sólo una ambulancia que hacía sonar la si¬rena y trataba de abrirse paso entre la masa de coches, ponía una larga nota de muerte y de desolación. Lo demás era igual y corriente, como siempre.

domingo, 9 de enero de 2011

"A la deriva" de Horacio Quiroga



El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.

sábado, 18 de diciembre de 2010

GUY DE MAUPASSANT

En el invierno del año 16 me presenté en San Petersburgo con un pasaporte falso y sin dinero. Me dio cobijo Alexei Kazántsev, profesor de literatura rusa.
Él vivía en Peski, una calle helada, amarillenta y apestosa. A su paupérrimo sueldo añadía lo que ganaba traduciendo novelas españolas; por aquel entonces estaba de modaBlasco Ibáñez.
Kazántsev nunca había estado en España, pero su amor hacia ese país colmaba todo su ser, conocía todos los castillos, jardines y fincas de España. Aparte de mí, se arrimaba a Kazántsev una caterva de personas marginadas por la sociedad. Comíamos penosamente. De vez en cuando, algún periódico de mala muerte publicaba en letras pequeñas nuestras crónicas de sociedad.
Yo pasaba todas las mañanas en depósitos de cadáveres y comisarías de policía.
El más feliz de todos era Kazántsev. Tenía patría: España.
En noviembre se me ofreció un puesto de oficinista en la fábrica Obújov; una tarea nada desdeñable, que me proporcionaba la oportunidad de librar del servicio militar.
Lo rechacé.
Con mis veinte años me auto convencí de que prefería pasar hambre, ir a la cárcel o vagabundear antes que penar diez horas diarias ante un escritorio. Nunca violé este principio ni lo violaré. Tenía la convicción de mis antepasados de que venimos al mundo para gozar del trabajo, de la pelea, del amor, de que nacemos para eso y no para otra cosa.
Kazántsev escuchaba mis argumentos y ensortijaba con sus dedos algunos pelos rubios de su cabeza. En su mirada se atisbaban a la vez horror y admiración.
Llegó la Pascua y la suerte nos fue favorable. El abogado Benderski, propietario de la editorial Alciona, emprendió la publicación de una nueva edición de las obras de Maupassant. De su traducción se encargaba Raisa, a la sazón esposa del abogado. Del antojo de la señora no salió nada bueno.
A Kazántsev, que solo traducía del español, le preguntaron por alguien que pudiese ayudar a Raisa Mijáilovna. Kazántsev me recomendó.
Al día siguiente, vestido con una chaqueta que me prestaron, fui al domicilio del matrimonio Benderski. Vivían en el cruce de las calles Nevski y Moika, en un edificio de granito finlandés, rodeada por columnas rosas, con aspilleras y blasones de piedra. Oscuros banqueros que antes de la guerra se hicieron ricos con los suministros, construyeron en San Petersburgo una gran cantidad de estos vulgares edificios, de una exagerada y ficticia magnificencia.
La escalera estaba cubierta con una alfombra roja. En los descansillos se mostraban amenazadores unos osos de peluche.
En sus fauces abiertas se encendían bombillas de cristal.
La pareja Benderski vivía en el tercer piso. Me abrió la puerta una criada con uniforme, de busto erguido. Me hizo pasar a un salón amueblado al estilo eslavo antiguo. En las paredes colgaban cuadros azules de Rerich, con rocas y monstruos antidiluvianos. En los rincones sobre unos atriles descansaban iconos antiguos. La criada del busto erguido se movía solemnemente por la habitación. Era alta, miope y arrogante. En sus ojos grises abiertos quedó petrificada la lascivia. La joven se contoneaba lentamente. Pensé que haciendo el amor se revolcaría con frenesí. La cortina de terciopelo que colgaba ante la puerta osciló. Una mujer de cabello negro y ojos rosados entró en la habitación mostrando un generoso pecho. No era difícil de reconocer en la Bendérskaya a esa deliciosa clase de judía procedente de Kiev y de Poltava o de las ricas ciudades de la estepa plantadas de castaños y acacias. Esas mujeres transforman el dinero de sus maridos en rosadas grasas en su vientre, su cuello y sus redondeados hombros. Su somnolienta sonrisa es la delicia de los oficiales de la guarnición.
– Maupassant es la única pasión de mi vida – me dijo Raisa.
Procurando disimular el contoneo de sus anchas caderas, la mujer salió del cuarto y regresó con la traducción de Miss Harriet. En su versión no había rastro de las frases de Maupassant, de su pasión tan libre, de su fluidez y de su profundo aliento. La Bendérkaya escribía con tediosa concreción, sin vida, desenfadada, como escribirían antiguamente el ruso los judíos.
Me llevé el paquete a casa. En el ático de Kazántsev, entre gente que dormía, me dediqué toda la noche a corregir la traducción ajena. No resulta una tarea tan mala como parece. Una frase nace buena y mala a la vez. El secreto está en un giró apenas perceptible. La manivela debe permanecer en la mano y calentarse. Hay que darle vuelta una sola vez, no dos.
Al día siguiente temprano le entregué el manuscrito rehecho. Raisa no exageraba al manifestar su pasión por Maupassant. Mientras leía, permaneció inmóvil en su asiento, con los dedos entrelazados. Sus suaves manos se deslizaban hacia el suelo, su frente palidecía, el encaje se escurría entre los oprimidos pechos, jadeaba.
– ¿Cómo lo ha hecho?
Fue entonces cuando le hablé del estilo, del ejército de las palabras, donde se manejan todo tipo de armamento. No hay hierro que pueda penetrar de forma tan efectiva en el corazón humano como un punto colocado en su sitio. Ella me escuchaba con arrobo, entreabriendo sus labios pintados. Un rayo se reflejaba sobre sus negros y lustrosos cabellos, muy peinados y separados por una raya. Moldeadas por las medias, sus piernas y pantorrillas descansaban un poco separadas sobre la alfombra.
La criada, desviando la mirada de descarado libertinaje, sirvió el desayuno.
El turbio sol de San Petersburgo caía ahora sobre la irregular y descolorida alfombra. Los veintinueve volúmenes de Maupassant se alineaban en una estantería encima de la mesa. El sol brillaba sobre el tafilete dorado que adornaba el lomo de los libros, enorme tumba del corazón humano.
Tomamos el café en tazas azules y comenzamos a traducir El Idilio. Todos recordarán el cuento del joven obrero hambriento que mamaba del pecho de una matrona que necesitaba aliviar su carga de leche. Eso ocurría un caluroso mediodía en el tren de Niza a Marsella, en el país de las rosas, en la patria de las rosas, allí donde los macizos floridos descienden hasta el borde del mar.
Salí de casa de los Benderki con veinticinco rublos que me habían adelantado.
Nuestra comunidad de Peski estuvo esa noche completamente borracha, como un tropel de patos embriagados. Tomábamos el caviar a cucharadas y lo comíamos con salchichas asadas. Totalmente borracho comencé a proferir insultos contra Tolstoi.
– Vuestro conde estaba asustado, acobardado… El miedo es su religión… Temeroso del frío, de la vejez y de la muerte, el conde tejió una camisa de fe…
– ¿Y qué más? – me preguntó Kazántsev moviendo su cabecita de pájaro.
Nos quedamos dormidos junto a nuestras camas. Soñé con Katia, la lavandera cuarentona que vivía en el piso de abajo. Por las mañanas le pedíamos agua caliente. Nunca tuve ocasión de detenerme a examinar su rostro, pero en el sueño solo Dios sabe lo que Katia y yo hacíamos. Nos matábamos a besos el uno al otro. No pude resistirme y al día siguiente bajé a buscar agua.
Salió a mi encuentro una mujer envejecida, con un chal cruzado sobre el pecho, descolgados rizos de color canoso ceniciento y manos húmedas.
A partir de ese día opté por desayunar en casa de los Benderski. En nuestro ático se instaló una estufa nueva, y hubo arenques y chocolates. Raisa me llevó dos veces a la isla. No pude contenerme y le conté mi niñez. La narración resultó muy lúgubre, para gran sorpresa mía. Bajo el sombrerito de piel de topo me miraban unos ojos brillantes, asustados. Las pestañas palpitaban con compasión.
Me presentaron al marido de Raisa, un judío de tez amarillenta, calvo, cuerpo plano y fornido, dispuesto a levantar un oblicuo vuelo. Corrían ciertos rumores de sus estrechas relaciones con Rasputín. Los beneficios conseguidos con los aprovisionamientos al ejército le daban un aspecto de poseso. Sus ojos parecían inquietos, para él se había resquebrajado el tejido de la realidad. Raisa enrojecía al presentarme su marido a nuevos amigos. Tal vez debido a mi juventud, me di cuenta de
este extremo una semana más tarde de lo debido.
Después de Año Nuevo, acudieron a casa de Raisa sus dos hermanas de Kiev. Yo había traído el manuscrito de La Confesión, y al no encontrar a Raisa, regresé por la tarde. Estaban cenando en el comedor. Llegaba de allí una singular cacofonía femenina y el bramido de voces masculinas en exceso exaltadas. En las casas ricas carentes de tradición se come ruidosamente. El jaleo era judío, con explosiones y armoniosas terminaciones. Raisa salió a recibirme vestida de noche, con la espalda al desnudo. Sus pies calzaban unos zapatos de charol y pisaban dubitativamente.
– Estoy ebria, amiguito, – Y me tendió los brazos, ensartados en cadenas de platino y en estrellas de esmeralda.
Su cuerpo serpenteaba como el de la cobra que se levanta hacia el cielo a impulsos al ritmo de la música. Movía su rizada cabeza y hacía tintinear las sortijas. De pronto calló en un sillón de antiquísima talla rusa. Unas cicatrices apenas casi imperceptibles se dejaban apreciar sobre su empolvada espalda.
Tras la pared estalló una vez más la risa femenina. Salieron del comedor las hermanas, algo bigotudas, pero tan altas y tan exuberantes de pecho como Raisa. Este pecho se proyectaba hacia delante, su negra cabellera ondeaba. Ambas estaban casadas con sendos Benderski. La habitación se saturó de un alocado jolgorio femenino, alegría de mujeres maduras. Los maridos ayudaron a las hermanas a poner los abrigos de nutria, las mantillas de Orenburgo y las embutieron en botas negras, bajo la nívea visera de las mantillas solamente quedaron al descubierto las coloradas mejillas, narices de mármol y ojos con miope brillo semítico. Se fueron con estrépito al teatro, donde representaban “Judith” con Saliapin.
– ¡Quiero trabajar! – dijo Raisa, tendiendo sus brazos desnudos –, hemos perdido una semana ya…
Trajo del comedor una botella y dos copas. Su pecho descansaba holgado en la sedosa tela del traje; los pezones se dilataron enhiestos, escondidos por la seda.
– Lo anhelado – dijo Raisa sirviendo el vino –, moscatel del año ochenta y tres. Cuando mi marido se entere, me mata…
Yo, que nunca me las había visto con moscateles del año 83, sin pensarlo mucho me tomé, una tras otra, tres copas que de inmediato me transportaron a unos callejones con llamaradas de color naranja y con música.
– Estoy borracha, amiguito… ¿Qué hacemos hoy?
– Hoy tenemos La confesión…
– Muy bien, La confesión. El protagonista de ese relato es el sol, el sol de Francia…
Gotas de sol se derramaban sobre la rubia Celeste y se transformaron en pecas. El sol con sus rayos cayendo a plomo, el vino y la sidra abrillantaron el rostro del cochero Polyte. Dos veces por semana, la joven Celeste vendía en la ciudad crema, huevos y gallinas. Le pagaba a Polyte diez sueldos por ella y cuatro por la mercancía. En cada viaje el pícaro Polyte preguntaba a la pelirroja Celeste guiñándole un ojo: «¿Cuándo es la fiesta, hermosa?» – «¿Qué quiere decir con eso Sr. Polyte?» El cochero dio un salto en el pescante y explicó: «Una fiesta es una fiesta…¡diablos!... Un mozo y una moza sin
música se bastan…»
– No me gustan esas bromas, Sr. Polyte. – respondío Celeste apartando del muchacho sus faldas, que colgaban sobre potentes pantorrillas con medias rojas.
Pero aquel bribón de Polyte seguía riéndose, continuaba tosiendo – alguna vez será la fiesta, hermosa mía– y alegres lágrimas corrían por su cara del tono de la sangre, del ladrillo y el vino.
Bebí otra copa de moscatel. Raisa brindó conmigo.
La criada de ojos pétreos atravesó la habitación y desapareció.
Ese diablo de Polyte… En dos años Celeste le había pagado cuarenta y ocho francos- Eran cincuenta menos dos. Al final del segundo año se hallaban los dos solos en la diligencia y Polyte, que había tomado sidra antes de salir, preguntó como era su costumbre: «¿Tampoco es hoy la fiesta, señorita Celeste? – y ella respondió bajando los ojos «Como usted guste, señor Polyte…»
Raisa cayó sobre la mesa emitiendo grandes carcajadas. Ce diable de Polyte.
La diligencia iba tirada por un jamelgo blanco. El jamelgo con labios rosados de anciano trotó al paso. El alegre sol de Francia rodeó el coche que se ocultó del mundo bajo una visera descolorida. Un mozo y una moza sin música se bastan…
Raisa me tendió una copa. Era la quinta.
– Mon vieux, por Maupassant…
– ¿Es hoy la fiesta, hermosa mía?
Me acerqué a Raisa y la besé en los labios que temblaron y se hincharon.
–Es usted divertido – respondió Raisa entre dientes y se echó hacia atrás.
Se arrimó a la pared extendiendo sus brazos desnudos, apareciendo en ellos y en sus hombros unas manchas rojizas. De todas las divinidades clavadas en cruz, aquella era la más seductora.
– Haga el favor de sentarse, monsieur Polyte…
Me indicó un inclinado sillón de factura eslava. El respaldo era un entrelazado de madera con puntas policromadas. Me dirigí a él tambaleándome.
La noche había colocado bajo mi hambrienta juventud una botella de moscatel del año ochenta y tres y veintinueve volúmenes, veintinueve petardos rellenos de piedad, de genio de pasión… Di un salto derribando una silla y tropezando con un estante. Los veintinueve tomos se desplomaron sobre la alfombra, las páginas volaron en todas direcciones, quedando luego de pie, y el jamelgo blanco de mi destino trotó al paso.
– Es usted divertido –repitió Raisa.
Abandoné la casa de granito cerca de las doce, antes de que regresaran del teatro las hermanas y el marido. Estaba cuerdo y era capaz de pasar por una tabla, pero era mucho mejor tambalearse y me contoneaba cantando en un lenguaje inventado por mí. En los túneles de las calles bordeadas por una miríada de farolas, circulaban oleadas de neblina. Monstruos rugían tras las paredes efervescentes. La calzada ocultaba las piernas a los transeúntes. Ya en casa, Kazántsev dormía. Dormía sentado, estirando las flacas piernas embutidas en botas de fieltro. En su cabeza se erizó la pelusa de canario.
Se había quedado dormido al pie de la estufa con un “Don Quijote” de 1624 sobre sus rodillas. El libro llevaba en el título una dedicatoria al duque de Broglie. Me acosté sin hacer ruido para no despertar a Kazántsev, acerqué la lámpara y me puse a leer el libro de Edouard Maynial “Vida y obra de Guy de Maupassant”.
Kazántsev movía los labios y daba cabezadas.
Aquella madrugada me enteré por Edouard Maynial que Maupassant nació en 1850, que era hijo de un noble normando y de Laure Le Poittevin, prima carnal de Flaubert. A los veinticinco años acusó el primer ataque de sífilis hereditaria. La fertilidad y alegría en él encerradas se resistían a la enfermedad. Al principio tenía dolores de cabeza y arrebatos de hipocondría. Después lo amenazó el fantasma de la ceguera. Perdía la vista. Crecía en él la manía persecutoria, la misantropía y la iracundia. Luchó denodadamente. Navegó en velero por el Mediterráneo, huyó a Túnez, a Marruecos, a África Central y
escribía sin cesar. Ya famoso, a los treinta y nueve años, se cortó la garganta y se desangró, pero quedó con vida. Lo recluyeron en un manicomio. Allí andaba a gatas. La última anotación en su triste hoja dice:
«Monsieur de maupassant vas s’animaliser» («El Sr. de Maupassant se animalizó»). Murió a los cuarenta y dos años. Su madre le sobrevivió.
Leí el libro hasta el final y me levanté de la cama. La niebla se había aproximado a la ventana, ocultando el universo. El corazón se me encogió. Me había rozado el presagio de la verdad.

Isaak Bábel