sábado, 18 de diciembre de 2010

GUY DE MAUPASSANT

En el invierno del año 16 me presenté en San Petersburgo con un pasaporte falso y sin dinero. Me dio cobijo Alexei Kazántsev, profesor de literatura rusa.
Él vivía en Peski, una calle helada, amarillenta y apestosa. A su paupérrimo sueldo añadía lo que ganaba traduciendo novelas españolas; por aquel entonces estaba de modaBlasco Ibáñez.
Kazántsev nunca había estado en España, pero su amor hacia ese país colmaba todo su ser, conocía todos los castillos, jardines y fincas de España. Aparte de mí, se arrimaba a Kazántsev una caterva de personas marginadas por la sociedad. Comíamos penosamente. De vez en cuando, algún periódico de mala muerte publicaba en letras pequeñas nuestras crónicas de sociedad.
Yo pasaba todas las mañanas en depósitos de cadáveres y comisarías de policía.
El más feliz de todos era Kazántsev. Tenía patría: España.
En noviembre se me ofreció un puesto de oficinista en la fábrica Obújov; una tarea nada desdeñable, que me proporcionaba la oportunidad de librar del servicio militar.
Lo rechacé.
Con mis veinte años me auto convencí de que prefería pasar hambre, ir a la cárcel o vagabundear antes que penar diez horas diarias ante un escritorio. Nunca violé este principio ni lo violaré. Tenía la convicción de mis antepasados de que venimos al mundo para gozar del trabajo, de la pelea, del amor, de que nacemos para eso y no para otra cosa.
Kazántsev escuchaba mis argumentos y ensortijaba con sus dedos algunos pelos rubios de su cabeza. En su mirada se atisbaban a la vez horror y admiración.
Llegó la Pascua y la suerte nos fue favorable. El abogado Benderski, propietario de la editorial Alciona, emprendió la publicación de una nueva edición de las obras de Maupassant. De su traducción se encargaba Raisa, a la sazón esposa del abogado. Del antojo de la señora no salió nada bueno.
A Kazántsev, que solo traducía del español, le preguntaron por alguien que pudiese ayudar a Raisa Mijáilovna. Kazántsev me recomendó.
Al día siguiente, vestido con una chaqueta que me prestaron, fui al domicilio del matrimonio Benderski. Vivían en el cruce de las calles Nevski y Moika, en un edificio de granito finlandés, rodeada por columnas rosas, con aspilleras y blasones de piedra. Oscuros banqueros que antes de la guerra se hicieron ricos con los suministros, construyeron en San Petersburgo una gran cantidad de estos vulgares edificios, de una exagerada y ficticia magnificencia.
La escalera estaba cubierta con una alfombra roja. En los descansillos se mostraban amenazadores unos osos de peluche.
En sus fauces abiertas se encendían bombillas de cristal.
La pareja Benderski vivía en el tercer piso. Me abrió la puerta una criada con uniforme, de busto erguido. Me hizo pasar a un salón amueblado al estilo eslavo antiguo. En las paredes colgaban cuadros azules de Rerich, con rocas y monstruos antidiluvianos. En los rincones sobre unos atriles descansaban iconos antiguos. La criada del busto erguido se movía solemnemente por la habitación. Era alta, miope y arrogante. En sus ojos grises abiertos quedó petrificada la lascivia. La joven se contoneaba lentamente. Pensé que haciendo el amor se revolcaría con frenesí. La cortina de terciopelo que colgaba ante la puerta osciló. Una mujer de cabello negro y ojos rosados entró en la habitación mostrando un generoso pecho. No era difícil de reconocer en la Bendérskaya a esa deliciosa clase de judía procedente de Kiev y de Poltava o de las ricas ciudades de la estepa plantadas de castaños y acacias. Esas mujeres transforman el dinero de sus maridos en rosadas grasas en su vientre, su cuello y sus redondeados hombros. Su somnolienta sonrisa es la delicia de los oficiales de la guarnición.
– Maupassant es la única pasión de mi vida – me dijo Raisa.
Procurando disimular el contoneo de sus anchas caderas, la mujer salió del cuarto y regresó con la traducción de Miss Harriet. En su versión no había rastro de las frases de Maupassant, de su pasión tan libre, de su fluidez y de su profundo aliento. La Bendérkaya escribía con tediosa concreción, sin vida, desenfadada, como escribirían antiguamente el ruso los judíos.
Me llevé el paquete a casa. En el ático de Kazántsev, entre gente que dormía, me dediqué toda la noche a corregir la traducción ajena. No resulta una tarea tan mala como parece. Una frase nace buena y mala a la vez. El secreto está en un giró apenas perceptible. La manivela debe permanecer en la mano y calentarse. Hay que darle vuelta una sola vez, no dos.
Al día siguiente temprano le entregué el manuscrito rehecho. Raisa no exageraba al manifestar su pasión por Maupassant. Mientras leía, permaneció inmóvil en su asiento, con los dedos entrelazados. Sus suaves manos se deslizaban hacia el suelo, su frente palidecía, el encaje se escurría entre los oprimidos pechos, jadeaba.
– ¿Cómo lo ha hecho?
Fue entonces cuando le hablé del estilo, del ejército de las palabras, donde se manejan todo tipo de armamento. No hay hierro que pueda penetrar de forma tan efectiva en el corazón humano como un punto colocado en su sitio. Ella me escuchaba con arrobo, entreabriendo sus labios pintados. Un rayo se reflejaba sobre sus negros y lustrosos cabellos, muy peinados y separados por una raya. Moldeadas por las medias, sus piernas y pantorrillas descansaban un poco separadas sobre la alfombra.
La criada, desviando la mirada de descarado libertinaje, sirvió el desayuno.
El turbio sol de San Petersburgo caía ahora sobre la irregular y descolorida alfombra. Los veintinueve volúmenes de Maupassant se alineaban en una estantería encima de la mesa. El sol brillaba sobre el tafilete dorado que adornaba el lomo de los libros, enorme tumba del corazón humano.
Tomamos el café en tazas azules y comenzamos a traducir El Idilio. Todos recordarán el cuento del joven obrero hambriento que mamaba del pecho de una matrona que necesitaba aliviar su carga de leche. Eso ocurría un caluroso mediodía en el tren de Niza a Marsella, en el país de las rosas, en la patria de las rosas, allí donde los macizos floridos descienden hasta el borde del mar.
Salí de casa de los Benderki con veinticinco rublos que me habían adelantado.
Nuestra comunidad de Peski estuvo esa noche completamente borracha, como un tropel de patos embriagados. Tomábamos el caviar a cucharadas y lo comíamos con salchichas asadas. Totalmente borracho comencé a proferir insultos contra Tolstoi.
– Vuestro conde estaba asustado, acobardado… El miedo es su religión… Temeroso del frío, de la vejez y de la muerte, el conde tejió una camisa de fe…
– ¿Y qué más? – me preguntó Kazántsev moviendo su cabecita de pájaro.
Nos quedamos dormidos junto a nuestras camas. Soñé con Katia, la lavandera cuarentona que vivía en el piso de abajo. Por las mañanas le pedíamos agua caliente. Nunca tuve ocasión de detenerme a examinar su rostro, pero en el sueño solo Dios sabe lo que Katia y yo hacíamos. Nos matábamos a besos el uno al otro. No pude resistirme y al día siguiente bajé a buscar agua.
Salió a mi encuentro una mujer envejecida, con un chal cruzado sobre el pecho, descolgados rizos de color canoso ceniciento y manos húmedas.
A partir de ese día opté por desayunar en casa de los Benderski. En nuestro ático se instaló una estufa nueva, y hubo arenques y chocolates. Raisa me llevó dos veces a la isla. No pude contenerme y le conté mi niñez. La narración resultó muy lúgubre, para gran sorpresa mía. Bajo el sombrerito de piel de topo me miraban unos ojos brillantes, asustados. Las pestañas palpitaban con compasión.
Me presentaron al marido de Raisa, un judío de tez amarillenta, calvo, cuerpo plano y fornido, dispuesto a levantar un oblicuo vuelo. Corrían ciertos rumores de sus estrechas relaciones con Rasputín. Los beneficios conseguidos con los aprovisionamientos al ejército le daban un aspecto de poseso. Sus ojos parecían inquietos, para él se había resquebrajado el tejido de la realidad. Raisa enrojecía al presentarme su marido a nuevos amigos. Tal vez debido a mi juventud, me di cuenta de
este extremo una semana más tarde de lo debido.
Después de Año Nuevo, acudieron a casa de Raisa sus dos hermanas de Kiev. Yo había traído el manuscrito de La Confesión, y al no encontrar a Raisa, regresé por la tarde. Estaban cenando en el comedor. Llegaba de allí una singular cacofonía femenina y el bramido de voces masculinas en exceso exaltadas. En las casas ricas carentes de tradición se come ruidosamente. El jaleo era judío, con explosiones y armoniosas terminaciones. Raisa salió a recibirme vestida de noche, con la espalda al desnudo. Sus pies calzaban unos zapatos de charol y pisaban dubitativamente.
– Estoy ebria, amiguito, – Y me tendió los brazos, ensartados en cadenas de platino y en estrellas de esmeralda.
Su cuerpo serpenteaba como el de la cobra que se levanta hacia el cielo a impulsos al ritmo de la música. Movía su rizada cabeza y hacía tintinear las sortijas. De pronto calló en un sillón de antiquísima talla rusa. Unas cicatrices apenas casi imperceptibles se dejaban apreciar sobre su empolvada espalda.
Tras la pared estalló una vez más la risa femenina. Salieron del comedor las hermanas, algo bigotudas, pero tan altas y tan exuberantes de pecho como Raisa. Este pecho se proyectaba hacia delante, su negra cabellera ondeaba. Ambas estaban casadas con sendos Benderski. La habitación se saturó de un alocado jolgorio femenino, alegría de mujeres maduras. Los maridos ayudaron a las hermanas a poner los abrigos de nutria, las mantillas de Orenburgo y las embutieron en botas negras, bajo la nívea visera de las mantillas solamente quedaron al descubierto las coloradas mejillas, narices de mármol y ojos con miope brillo semítico. Se fueron con estrépito al teatro, donde representaban “Judith” con Saliapin.
– ¡Quiero trabajar! – dijo Raisa, tendiendo sus brazos desnudos –, hemos perdido una semana ya…
Trajo del comedor una botella y dos copas. Su pecho descansaba holgado en la sedosa tela del traje; los pezones se dilataron enhiestos, escondidos por la seda.
– Lo anhelado – dijo Raisa sirviendo el vino –, moscatel del año ochenta y tres. Cuando mi marido se entere, me mata…
Yo, que nunca me las había visto con moscateles del año 83, sin pensarlo mucho me tomé, una tras otra, tres copas que de inmediato me transportaron a unos callejones con llamaradas de color naranja y con música.
– Estoy borracha, amiguito… ¿Qué hacemos hoy?
– Hoy tenemos La confesión…
– Muy bien, La confesión. El protagonista de ese relato es el sol, el sol de Francia…
Gotas de sol se derramaban sobre la rubia Celeste y se transformaron en pecas. El sol con sus rayos cayendo a plomo, el vino y la sidra abrillantaron el rostro del cochero Polyte. Dos veces por semana, la joven Celeste vendía en la ciudad crema, huevos y gallinas. Le pagaba a Polyte diez sueldos por ella y cuatro por la mercancía. En cada viaje el pícaro Polyte preguntaba a la pelirroja Celeste guiñándole un ojo: «¿Cuándo es la fiesta, hermosa?» – «¿Qué quiere decir con eso Sr. Polyte?» El cochero dio un salto en el pescante y explicó: «Una fiesta es una fiesta…¡diablos!... Un mozo y una moza sin
música se bastan…»
– No me gustan esas bromas, Sr. Polyte. – respondío Celeste apartando del muchacho sus faldas, que colgaban sobre potentes pantorrillas con medias rojas.
Pero aquel bribón de Polyte seguía riéndose, continuaba tosiendo – alguna vez será la fiesta, hermosa mía– y alegres lágrimas corrían por su cara del tono de la sangre, del ladrillo y el vino.
Bebí otra copa de moscatel. Raisa brindó conmigo.
La criada de ojos pétreos atravesó la habitación y desapareció.
Ese diablo de Polyte… En dos años Celeste le había pagado cuarenta y ocho francos- Eran cincuenta menos dos. Al final del segundo año se hallaban los dos solos en la diligencia y Polyte, que había tomado sidra antes de salir, preguntó como era su costumbre: «¿Tampoco es hoy la fiesta, señorita Celeste? – y ella respondió bajando los ojos «Como usted guste, señor Polyte…»
Raisa cayó sobre la mesa emitiendo grandes carcajadas. Ce diable de Polyte.
La diligencia iba tirada por un jamelgo blanco. El jamelgo con labios rosados de anciano trotó al paso. El alegre sol de Francia rodeó el coche que se ocultó del mundo bajo una visera descolorida. Un mozo y una moza sin música se bastan…
Raisa me tendió una copa. Era la quinta.
– Mon vieux, por Maupassant…
– ¿Es hoy la fiesta, hermosa mía?
Me acerqué a Raisa y la besé en los labios que temblaron y se hincharon.
–Es usted divertido – respondió Raisa entre dientes y se echó hacia atrás.
Se arrimó a la pared extendiendo sus brazos desnudos, apareciendo en ellos y en sus hombros unas manchas rojizas. De todas las divinidades clavadas en cruz, aquella era la más seductora.
– Haga el favor de sentarse, monsieur Polyte…
Me indicó un inclinado sillón de factura eslava. El respaldo era un entrelazado de madera con puntas policromadas. Me dirigí a él tambaleándome.
La noche había colocado bajo mi hambrienta juventud una botella de moscatel del año ochenta y tres y veintinueve volúmenes, veintinueve petardos rellenos de piedad, de genio de pasión… Di un salto derribando una silla y tropezando con un estante. Los veintinueve tomos se desplomaron sobre la alfombra, las páginas volaron en todas direcciones, quedando luego de pie, y el jamelgo blanco de mi destino trotó al paso.
– Es usted divertido –repitió Raisa.
Abandoné la casa de granito cerca de las doce, antes de que regresaran del teatro las hermanas y el marido. Estaba cuerdo y era capaz de pasar por una tabla, pero era mucho mejor tambalearse y me contoneaba cantando en un lenguaje inventado por mí. En los túneles de las calles bordeadas por una miríada de farolas, circulaban oleadas de neblina. Monstruos rugían tras las paredes efervescentes. La calzada ocultaba las piernas a los transeúntes. Ya en casa, Kazántsev dormía. Dormía sentado, estirando las flacas piernas embutidas en botas de fieltro. En su cabeza se erizó la pelusa de canario.
Se había quedado dormido al pie de la estufa con un “Don Quijote” de 1624 sobre sus rodillas. El libro llevaba en el título una dedicatoria al duque de Broglie. Me acosté sin hacer ruido para no despertar a Kazántsev, acerqué la lámpara y me puse a leer el libro de Edouard Maynial “Vida y obra de Guy de Maupassant”.
Kazántsev movía los labios y daba cabezadas.
Aquella madrugada me enteré por Edouard Maynial que Maupassant nació en 1850, que era hijo de un noble normando y de Laure Le Poittevin, prima carnal de Flaubert. A los veinticinco años acusó el primer ataque de sífilis hereditaria. La fertilidad y alegría en él encerradas se resistían a la enfermedad. Al principio tenía dolores de cabeza y arrebatos de hipocondría. Después lo amenazó el fantasma de la ceguera. Perdía la vista. Crecía en él la manía persecutoria, la misantropía y la iracundia. Luchó denodadamente. Navegó en velero por el Mediterráneo, huyó a Túnez, a Marruecos, a África Central y
escribía sin cesar. Ya famoso, a los treinta y nueve años, se cortó la garganta y se desangró, pero quedó con vida. Lo recluyeron en un manicomio. Allí andaba a gatas. La última anotación en su triste hoja dice:
«Monsieur de maupassant vas s’animaliser» («El Sr. de Maupassant se animalizó»). Murió a los cuarenta y dos años. Su madre le sobrevivió.
Leí el libro hasta el final y me levanté de la cama. La niebla se había aproximado a la ventana, ocultando el universo. El corazón se me encogió. Me había rozado el presagio de la verdad.

Isaak Bábel

sábado, 11 de diciembre de 2010

La continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar

martes, 30 de noviembre de 2010

Recuerdo

No es que aquella mujer me deslumbrara cuando la conocí, no puedo decir que fuera nada del otro mundo. Pero la expresión fatigada de sus ojos oscuros, y esa forma de moverse insegura, como si tuviera que pensar cada paso que daba antes de darlo, me llegaron desde el principio al fondo del corazón.
Por aquel entonces, yo no solía pasar más de dos o tres días en sitios como aquél. No porque me trataran mal o no me gustase la comida, ni porque me obligaran a regresar al anochecer y no me permitieran beber alcohol. La verdad es que no soportaba a la gente. Tener que encontrarme a diario con aquellas personas, escuchar sus conversaciones insulsas, verme obligado a responder a sus tonterías. Y menos aún el murmullo continuo del televisor, siempre presente, encendido cerca de mí durante más de doce horas al día.
Recuerdo que por aquel entonces yo todavía me sentía un hombre. No lo sentía todos los días, pero sí alguna que otra vez. Cuando reparaba sin motivo concreto en mis piernas velludas y fuertes, o en la piel morena de mi cuerpo, que todavía no era flaco como el de un perro. Incluso a veces pensaba en mujeres. En aquellas que me habían pedido con la mirada o con la sonrisa, con cierta actitud condescendiente, permiso para conocerme mejor. Y no es que yo no hubiera querido permitirlo, sino más bien que nunca me había atrevido; no había podido seguirles la iniciativa cuando ellas se habían decidido a tomarla.
Corría el mes de abril cuando llegué. Recuerdo el viejo jardín. Había rosas por todas partes. Y lilas, moradas y blancas, con aquel olor a dulce y a humedad. Llovió mucho aquel abril. Sé con seguridad que todo acabó el veinticuatro de junio. Porque me dijeron que era la noche de San Juan, la noche más corta del año. Y no tengo motivos para creer que me engañaran.
La recuerdo a ella, nunca he dejado de recordarla. Cada mañana pienso en ella cuando despierto, y cada noche cuando siento que me duermo sin remedio.
La mañana de domingo en que la conocí no había dejado de diluviar un solo minuto. Pero cuando apareció por la puerta del comedor con la bandeja de sopa de pescado y ternera asada con patatas, trajo con ella la luz del sol. Y esa luz se quedó en la habitación durante mucho tiempo, las dos horas largas en que permanecí allí sentado, apurando hasta la última miga de aquel extraordinario festín. Ni siquiera habló, pero sí me miró. De aquella forma en la que ella miraba. Y en ese mismo momento supe que quería quedarme en aquel lugar para siempre.
No volví a verla hasta el sábado siguiente. Otras dos mujeres se ocuparon de atender el servicio de mesas del comedor durante aquellos cinco días en que los que ya no pude dejar de imaginarla. Hasta de ellas puedo acordarme; una monja vestida de calle con un lunar abultado cerca del labio, y la otra, una chica muy joven y muy pequeña de estatura; tanto, que cuando la veías de espaldas no podías evitar preguntarte si no sería una niña disfrazada de mujer. Una de las dos me hizo saber que la que ya por entonces ocupaba prácticamente todos mis pensamientos se dedicaba a la enseñanza de adultos de lunes a viernes . Y que eran sus fines de semana, el escaso tiempo libre del que disponía, el que consumía ayudando a servir las mesas a los desgraciados que se veían obligados a comer en lugares como aquél.
No pude saber entonces, y sigo sin saberlo ahora, con que intención me miró de aquella forma. Y eso es lo que más me duele, no poder saber si me quiso de verdad, si su amor fue un amor a primera vista como lo fue el mío. Porque aunque al final insistió en negármelo, yo por supuesto no la creí.
Recuerdo su voz grave y cálida, preguntándome si prefería la ternera con patatas o el pollo asado. La imagino sonriéndome con expresión dulce, avanzando hacia mi mesa titubeando, envolviéndome con aquellos ojos que parecían saberlo todo de mí, conmoviéndome tanto que apenas fui capaz de responder que lo mismo me daba comer una cosa que otra.
La semana siguiente me pareció interminable, con sus días y sus noches, y cuando por fin llegó el sexto amanecer la inquietud me privó de tal manera del apetito que fui incapaz de desayunar. Estuve a punto de no poder acudir al comedor a mediodía. Había soñado con ella, dormido y despierto. La había imaginado teniéndome entre sus brazos, acariciando mi pelo, llevándome a su casa, haciéndome vivir los momentos más felices que hubiera vivido jamás. Sentí pánico al pensar en volver a encontrarla, pero pude vencer el miedo que me paralizaba, y presentarme a comer a la hora habitual como si tal cosa.
Esperaba verla avanzar una vez más con la luz del sol a su espalda, el delantal blanco, el pelo suave recogido en un moño, la bandeja temblándole entre las manos.
Pero aquel mediodía no acudió a la cita. En su lugar otra desconocida, una advenediza sin otro encanto que su juventud, dejó ante mí la comida sin esbozar una mala sonrisa.
Y después llegó otro fin de semana. Y luego otro, y otro. Y ella no vino. Aguanté un mes y medio. La esperé, sábado tras sábado, asombrándome de no verla, defraudado, sintiendo que, al fin y al cabo, no era tan diferente de las demás.
Hasta aquel domingo de junio, el maldito día de San Juan. Cuando ya había decidido marcharme de allí para siempre. Había paella para comer, y yo lo sabía. Quise probarla antes de lanzarme de nuevo a la calle con mi mochila raída, que aún conservo como único testigo de lo que ocurrió entre nosotros, y el par de bocadillos para la cena que me habían preparado en la cocina la niña y la monja.
Y entonces apareció. Sin previo aviso. Con la luz detrás de la espalda. Sentí que me miraba desde lejos, y que sus ojos estaban llenos de esperanza. Quise levantarme, quitarle la bandeja de las manos, cogerlas entre las mías y cubrírselas con mis besos. Esperé a que se acercara y me sonriera como siempre lo hacía en mis sueños. A que depositara con delicadeza los platos y la jarra de agua frente a mí, a que me acariciara con su mirada. Yo también la miré, emocionado, asombrado de que una simple mujer pudiera concederme tanta felicidad, queriendo hacérselo saber.
Y creo que en ese momento, casi podría jurarlo, fue consciente de cuanto la quería.
Fui capaz de terminar la comida con calma, y rematarla con una taza de café. Después, recogí mis cuatro cosas y salí del que había sido mi hogar durante aquellos dos últimos meses, sin despedirme de nadie.
La esperé durante seis horas largas bajo un sol abrasador, protegido apenas por la sombra de aquella higuera raquítica que crecía en la esquina de la calle, siempre desierta, que conducía entre descampados a la carretera del sur. Llegué a pensar que no saldría hasta la mañana siguiente, pero estaba decidido a hablar con ella aunque tuviera que pasarme allí sentado toda la noche.
Hasta que por fin, cuando todavía quedaba algo de luz, la vi atravesar la cancela y dirigirse hacia mí. Tranquila, con sus pasos cortos, mirando hacia el suelo. Tan distraída que pasó por mi lado sin mirarme, sin percatarte siquiera de mi respiración agitada, de mis ansias, de mi olor. Yo sentí el suyo a colonia de niño. Dudé entre pronunciar su nombre o abordarla directamente, pero sólo tuve valor para empezar a caminar detrás de ella, como camina un perro detrás de su amo. No escuchó mis pasos al principio, la vi mirar hacia la luna un momento, mientras seguía avanzando despacio. De pronto se detuvo para continuar contemplándola. Y entonces sí presintió una presencia, se volvió hacia mí y me miró con sorpresa.
Y me preguntó qué hacía fuera a esa hora, y yo le dije, temblándome la voz, que tenía necesidad de hablar con ella, que llevaba toda la tarde esperándola. Y ella insistió en preguntar sobre lo que quería decirle, y yo respondí que por fuerza debía saberlo. Me sonrió nerviosa como si de verdad no tuviera ni idea, no hubiera llegado a imaginar lo que sentía por ella, como si nunca me hubiera hecho saber con su mirada lo que sentía por mí. Pero eso es una locura, vuelve dentro a cenar, todavía estás a tiempo, y tocó un poco mi brazo con una de sus manos, una de esas manos con las que yo había soñado tantas veces. Cogí esa mano tan querida entre las mías, la llevé hasta mi boca y comencé a besarla, con todo el amor acumulado en mí durante aquellos dos meses, durante todos los años de mi vida. Y ella la retiró y me miró, y por primera vez vi el miedo reflejado en sus ojos. Confía en mí, me atreví a decirle, e intenté besar sus labios, pero la noté rígida, la sentí apartar la cara hacia un lado, estoy cansada, por favor, me espera mi padre, recuerdo todavía sus palabras. Vuelve dentro a cenar y olvida todo esto. Olvida todo esto, como si fuera posible olvidarlo.
Era mucho más débil que yo. La abracé con fuerza, rodeé sus brazos con mis brazos y su cuerpo con el mío, abrí con mis labios sus labios y ella se dejó hacer. Seguí intentando que comprendiera que mi amor era verdadero, lo más verdadero que había sentido nunca. Confía en mí, le repetía sin parar; y ella confió, y nos tumbamos sobre el suelo reseco, todavía caliente, sin hacer caso de los cardos amarillos. Y por más que lo intento no puedo recordar nada bueno de entonces, sólo que cuando todo acabó me sentí vacío, y que ella ni por un momento dejó de negar que me quisiera. Y que yo no la creí, y que quise obligarle a que reconociera la verdad, y que pasó mucho tiempo y anocheció del todo, y transcurrieron casi todas las horas de aquella noche tan corta. Y ella me miraba con los ojos llenos de lágrimas. Hasta que por fin me di por vencido, me levanté y la abandoné allí, tendida en el suelo, y la insulté con toda la rabia del mundo contenida en mis palabras. Y mientras me iba todavía me miraba con los ojos llenos de lágrimas.
No he dejado de recordarla durante todo este tiempo. El miedo reflejado en su cara, la tristeza de su última mirada. Su cuerpo inmóvil bajo la luz del amanecer. Mi dolor, su incredulidad, mi vacío.
Y justamente esta mañana, en la hoja de periódico que envolvía mi bocadillo, inesperadamente he vuelto a encontrarla. Una hoja vieja y arrugada, a punto de deshacerse, pero milagrosamente capaz de devolvérmela de nuevo. Sin duda, era ella. Parecía mucho más joven, infinitamente más alegre. Su fotografía, su cara pequeña, sus ojos todavía soñadores aunque ya algo cansados. Ella, mi amor verdadero, en la que no he dejado de pensar una sola mañana al despertarme, ni una sola noche antes de dormirme. El mejor recuerdo de mi vida, el único que merece ser llamado recuerdo. Está muerta desde hace mucho tiempo. Hoy lo he sabido con certeza gracias a la hoja de periódico. Pero en el fondo, yo sé que la intuía muerta desde entonces, desde aquella noche lejana en que abandoné su cuerpo tembloroso; mientras me miraba, incrédula, con los ojos llenos de lágrimas.

I.O

martes, 23 de noviembre de 2010

FOTOS

En la chimenea ardía un buen fuego. El hombre miraba absorto las llamas. Subían, bajaban, se enderezaban o retorcían como imágenes vívidas de duermevela. Un susurro brotaba de las lenguas rojas y amarillas, roto en ocasiones por chasquidos de pavesa. De vez en cuando surgían del corazón de la hoguera llamaradas aisladas, que se alzaban y caían con ademán súbito y violento. El hombre se levantó del sofá, se dirigió a la cómoda y abrió un cajón. Dentro había fotos, muchas fotos. Las había pequeñas y grandes, antiguas y recientes, en color y en blanco y negro. Estaban amontonadas y mezcladas por todo el cuerpo del cajón. Las sacó, hizo un grueso fajo con ellas y se sentó de nuevo en el sofá. Las fue mirando una a una, avanzando y retrocediendo en el tiempo según el orden azaroso que le ofrecía el fajo. Cuando miró la última, dejó las fotos apiladas en la mesa. Se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el respaldo del sofá. Volvió a mirar el fuego de la chimenea. Las llamas habían empequeñecido y bajado las cabezas como si observaran las misteriosas raíces de su inquietud. La leña cubría nudos y cortes con velos carmesí; las brasas latían escondidas; un humo grisáceo se perdía en el camino oscuro del tiro. El hombre se puso en pie y salió de casa. Anduvo con paso rápido por las calles atardecidas. Entró en una tienda. Al poco salió con un paquete. Llegó a casa y lo desenvolvió. Era un álbum. De forma meticulosa, fue colocando las fotos en la estricta sucesión que le dictaba la memoria de las fechas. Al terminar la tarea, pasó las páginas del álbum, una a una, con lentitud, hasta llegar al final. Entonces cerró el álbum y sus ojos tornaron al fuego. Ahora las llamas se encogían perezosas y lánguidas, como queriendo dormitar en el lecho de cenizas y soñar un vuelo de hollín. En las paredes de la chimenea, sombras remedaban imprecisas el acallado crepitar de la lumbre. El hombre abrió de nuevo el álbum. Fue sacando las fotos una a una. Las lanzaba al aire y caían dispersas como hojas secas sobre la alfombra. Cuando el álbum quedó vacío, se levantó y las recogió sin mirarlas. Hizo un nuevo fajo con ellas. Lo sopesó por unos segundos, mientras miraba los últimos guiños de las llamas. El grueso fajo de fotos subía y bajaba en el aire, al compás del absorto movimiento de las manos. Una chispa saltó con impulso secreto y fugaz. Entonces el hombre se dirigió a la cómoda y metió el fajo de fotos en el cajón. Luego cogió el álbum, se acercó a la chimenea y lo arrojó al fuego. Las llamas tardaron en avivarse y exhalar un aliento denso y negro. Pero el hombre ya hacía un buen rato que había dejado de mirar.

Ricardo Uriarte

sábado, 13 de noviembre de 2010

La señora

Hoy me han hecho una entrevista, no creí que yo fuese importante. Una mujer vestida como de señora llegó a casa muy temprano y después de hablar con mi madre un rato largo quiso que yo hablara con ella a solas. Mientras le dijo a mi madre, yo desayunaba una taza grande de agua con miga de pan. Me preguntó cosas. Sobre mi padre le dije que solo lo había visto dos veces, una en un bar para conocerlo y otra en otro bar para despedirme porque dijo que se iba muy lejos a procurar fortuna. Mi madre siempre habla de dinero, de que le falta. A mí no me importa el dinero, no sé lo que es porque nunca lo he tenido. Una vez me regaló la vecina de al lado una hucha de cerdito para que lo engordara con monedas, pero el cerdito sigue estando flaco porque nunca le di de comer de esa comida. Pero no se ha muerto. Eso le digo yo a mi madre, que tampoco nosotros nos moriremos si no comemos dinero. Y entonces, ella sonríe como siempre sonríe, como con tristeza. Una vez vi reír a mi vecina con la boca abierta, como descotada, y a gritos; me pareció que estaba loca, más loca que la loca que dicen que es loca que siempre está en la solana y nos mira cuando jugamos; casi todos los niños le tienen miedo, yo no, porque solo nos mira y sonríe como mi madre. Pero mi vecina si me dio miedo, nunca había visto reírse a nadie así. La señora no sonríe de ninguna manera. Me preguntó si iba al colegio todos los días. Yo le dije que si podía salir a preguntárselo a mi madre, pero no me dejó. Fue cuando oí un portazo y empecé a sentir algo raro que hizo que empezase a moverme en la silla. Ella me decía: tranquilo, solo quiero ayudarte. Y me volvió a preguntar lo del colegio. Yo no sabía lo que era un colegio y me balanceé más en la silla. No me gustó hablar con señoras. Y me preguntó si pasaba hambre. Si me quedaba solo en casa y qué hacía en todo el día. Esa señora me preguntaba cosas que no me importaban, ella no vivía con nosotros y no sabía lo que le importaba a mi madre. No habló de dinero. De pronto, me atreví a saltar de la silla porque quería ir con mi madre y abrí la puerta y la busqué corriendo, pero no estaba. Entonces me asusté porque la señora me persiguió por la casa y no me dejó salir a la calle. Yo quería ir a la solana a jugar para que me viera la loca y me salvara de esa señora, pero ella me agarró de la mano y me obligó a acompañarla, yo llamé gritando a la vecina de al lado pero no me debió oír porque la oí reírse como ella se ríe, haciendo mucho ruido y con la boca abierta como para que le echen monedas. La señora me ha dicho que lleve el cerdito para que se lo enseñe a una madre nueva que dice que voy a tener, yo le he dicho que lo que me importa es volver con mi madre vieja porque me gusta como sonríe y no quiero que esté sola para que no le digan loca como a la loca de la solana. Yo casi nunca me río pero siempre estoy contento, menos hoy.

Mamen

martes, 9 de noviembre de 2010

Amor otoñal

Ya me gustaría poder contártelo, dije yo, pero la verdad es que no hay nada que contar. No sé cómo ha podido ocurrir. El caso es que han ido pasando los años y a día de hoy sigo sin estrenarme. - Ella se extrañó mucho, como es natural - Siempre he sido algo tímido, y más en mis años mozos. Nunca me atreví a requebrar a ninguna señorita, aunque haberlas hubo que me gustaron muy seriamente, y no pocas. Recurrir a los servicios de mujeres de vida alegre siempre me pareció de mal gusto, incluso poco higiénico. Al principio sufrí mucho porque pensaba que no me merecía tanta soledad, pero poco a poco fui aprendiendo a confortarme con la ayuda de mi fe y la fiel compañía de mi madre, con la que siempre me llevé a partir un piñón. - Le enseñé entonces una fotografía antigua de mi madre, que llevo siempre en la cartera, y ella me dirigió una mirada llena de comprensión - Aunque lo cierto es que yo nunca he perdido la esperanza. Espero que no te lo tomes a mal, pero hoy voy a atreverme a decirte algo que llevo varios días queriéndote decir: Maruja, tú eres la mujer de mi vida. Tienes todo lo que un hombre puede desear. Un carácter apasionado, una figura estupenda, un bonito cabello, y esos ojazos que me impresionaron desde el mismo momento en que te conocí. No dejo de agradecer el instante en que se me ocurrió acudir al Centro de Día, aunque bien sabe Dios que no esperaba encontrar a una mujer de tu categoría. El caso es que ahora estamos aquí, en este hotel confortable, rodeados por un paisaje maravilloso y comiendo y bebiendo a cuerpo de rey. Yo te respeto muchísimo, Maruja, no vayas a pensar lo contrario. Pero qué mejor ocasión para compartir los dos juntos esa primera experiencia mía de la que tanto me has pedido que te hablara.
Para mi sorpresa, Maruja accedió de buen grado. Ya han pasado unas cuantas semanas, pero todavía no tengo palabras para expresar la plenitud de lo que llegué a sentir en aquellos momentos. Ella supo guiarme con suma delicadeza por los intrincados laberintos del amor, y demostró una paciencia sin límites hasta conseguir que yo lograra aquello a lo que todo varón sano aspira desde que tiene uso de razón. No voy a entrar en detalles por pura discreción, pero de más está decir que después de habérseme resistido esta vivencia durante tanto tiempo, disfruté infinitamente de ella cuando por fin llegué a experimentarla en carne propia.
Y aquí se acaba la historia de mi primera, y de momento última vez. Pero en honor a la verdad he de decir que aunque Maruja fue muy buena conmigo, también abusó de mi inocencia. A la mañana siguiente me confesó que era casada, y que su marido gozaba de buena salud. En realidad ella sólo frecuentaba el Centro de Día movida por la posibilidad de realizar excursiones con el Inserso. Al parecer lo hacía muy de tarde en tarde. De hecho, no he vuelto a saber nada de ella desde entonces. A pesar de que durante unas semanas me consideré burlado y abandonado por la persona en la que había depositado todas mis esperanzas, guardo un inmejorable recuerdo de aquella noche. Ella, Maruja, me dio a entender que tengo un don especial, un talento innato para saber hacer feliz a una mujer, y la verdad es que tal confidencia me ha hecho adquirir una mayor confianza en mí mismo. Ahora tengo puestos los ojos en Trini, mi compañera de mus, que espero me conceda pronto la oportunidad de demostrarle que tengo todavía mucho que ofrecer.

I.O.

domingo, 17 de octubre de 2010

La primera vez

Mi padre es de Chaouen, que está en Marruecos, y mi madre de Madrid, que es la ciudad en la que nací y en la que vivimos. Ahora tengo trece años, pero lo que voy a contar – porque la profesora nos ha pedido que escribiéramos sobre la primera vez de algo importante que nos haya sucedido en nuestra vida – me pasó cuando tenía diez. Fue en un campamento de verano. Nunca había ido a uno y tenía muchas ganas. Mi madre me compró una mochila, unas botas de las de andar por el campo y unos pantalones del color que llevan los soldados. Lo que más me gustó fue la mochila porque tenía muchos bolsillos y podías meter dentro todo lo que te viniese en gana. El campamento estaba cerca de unas montañas hechas de roca, y de un bosque y de un río. En el bosque jugábamos a explorar, y el río tenía unas pozas donde nos bañábamos. Había cuatro profesores, pero mi favorito era Juan. Cuando nos llevaba a explorar nos enseñaba un montón de cosas, pero no como en clase, sino como si estuviésemos en una película de aventuras. Sabía el nombre de todos los árboles, plantas, animales y bichos. Nunca había imaginado que hubiese tantas cosas que ver en un bosque. Además, sabía hacer juegos de magia, y una noche hicimos una hoguera y nos estuvo contando historias sobre los antiguos habitantes de aquel sitio. Cuando me fui a dormir soñé con caballeros y batallas.
También había un niño que se llamaba Edu y que no estudiaba en mi colegio. Era dos años mayor que yo, y el más alto y fuerte de todos nosotros. Sabía nadar muy bien y buceaba como las ranas. Un día estuvo tanto tiempo debajo del agua que Juan se asustó y se tiró a la poza para rescatarlo. Pero Edu nada, apareció en la otra orilla tan contento. Otro día, jugando al fútbol, él solo metió siete goles. Y otro día se subió a un árbol tan alto, que no se le veía entre las ramas. Dijo que allí arriba había encontrado un nido de águilas y que se había comido uno de los huevos. Todos le creímos, pero cuando Juan le dijo que le iba a crecer la nariz como a Pinocho, empecé a dudar. Yo me fijé en él desde el primer día. Quería ser su amigo y en las exploraciones por el bosque me ponía a su lado, cuando nos bañábamos le decía los segundos que había aguantado debajo del agua y jugando al fútbol siempre le pasaba el balón. Una mañana, antes de salir a explorar, le dije que si quería que le llevase algo en mi mochila que tenía muchos bolsillos, pero él ni siquiera me contestó y se fue con Pedro, un niño de mi clase con el que me había peleado al final del curso porque se había reído de lo moreno que soy. La verdad, ahora me da mucha rabia pensar lo tonto que fui.
El último día, hicimos una excursión hasta un montón de piedras que estaba en lo alto de un monte. Juan nos dijo que eran las ruinas de un castillo por el que habían luchado hacía muchísimo tiempo y durante muchísimos años árabes y castellanos. Al principio, pensé que Juan nos estaba tomando el pelo. Me costaba más creer que aquel montón de piedras hubiese sido un castillo, que lo del huevo de águila que Edu se había comido. Pero al final me lo creí, porque Juan es Juan, sabe de todo y lo dijo muy serio. Volvimos a la tarde, caminando junto al río. Edu, de vez en cuando, daba un salto, se colgaba de una rama y se levantaba a pulso. Yo iba detrás de él y contaba las veces que llevaba la barbilla a la rama. Siempre eran más de diez y una vez llegó a veinte. En una de esas la rama se rompió y Edu se dio una gran culada. Se oyeron unas risas y yo corrí a ayudarlo, pero Edu desde el suelo me dio un empujón y se levantó solo. Cuando se puso en pie ya nadie se reía. Se quedó mirándonos unos segundos. De pronto, se lanzó sobre mí, me quitó la mochila y la tiró al rio. Todos se rieron. Yo me quedé unos segundos paralizado, luego me metí en el río para coger la mochila. Estaba lleno de piedras y no cubría, pero resbalé y me caí al agua. Todos se rieron otra vez. Me levanté, cogí la mochila y, chorreando, traté de salir del río. A cada paso resbalaba y estuve a punto de caerme dos o tres veces. Edu se acercó. Yo pensé que se había arrepentido de la broma y quería ayudarme. Le sonreí. Edu se paró frente a mí y miró a todos; luego me miró, me sonrió y posó su mano en mi hombro. Yo ya me iba a apoyar en él, cuando agachó la cabeza, la acercó a mi cara y me lo llamó, gritándomelo al oído. Se apartó de mí. Todos volvieron a reírse. Yo me eché a llorar. Las risas continuaron un rato, pero cuando llegó Juan se pararon de golpe. Juan me preguntó como estaba, me cogió la mochila, me dio la mano y dijo que aceleráramos el paso no fuera a coger un resfriado. Me daba mucha vergüenza que Juan me llevase de la mano, pero no me atreví a soltarme. Llegamos al campamento al atardecer. Ya no lloraba, pero a la noche, en el saco, las lágrimas volvieron a mis ojos. A la mañana siguiente, volvimos a casa. A Edu no le he vuelto a ver, pero por fin el otro día me he enterado de en dónde vive. Lo he apuntado en mi libreta, para que no se me olvide.
No se lo he contado a nadie, ni siquiera a mis padres, sólo ahora a la profesora porque nos lo ha pedido, pero esa fue la primera vez que me han llamado “moro de mierda” en mi vida.

Gabriel Idrissi Fernández

sábado, 9 de octubre de 2010

“Nota disuasoria”



Como los ángeles al caer el sol, pliegas las alas y te retiras agotado a descansar detrás de la luna. Trabajas demasiado. Vas, vuelves, subes, bajas imparable. Así, cuando llamo insistente a tus párpados no te encuentro. Y es que como los ángeles, conservas la inocencia de los niños ¿Acaso pretendes tú solo alcanzar los objetivos del milenio? Denunciaré a los miembros de naciones unidas que camuflados de cupido disparan y clavan sueños en las espaldas de los amantes y luego, te cortaré las alas para que despiertes y veas que soy yo y no la malaria la que ha desaparecido.

PD: No obstante, esperaré hasta el 2015.

Amanda Lee.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Mi experiencia más importante de este verano

Me llamo Mercedes Trueba, pero todos me llaman Merche. Pronto espero cumplir los cincuenta y dos años. Estoy casada y tengo dos hijos, Nuria y Hugo, que ya no viven con nosotros. Mi marido se llama Esteban. Es un hombre bueno, callado y con cierta debilidad de carácter. A pesar de su general gentileza y buen trato, a veces tiene súbitos arranques de mal genio. Pienso que es porque no ha conseguido realizar en la vida sus sueños y ese fracaso le llena de amargura. No se lo tomo muy en cuenta, creo que algo de eso nos pasa a casi todos; por ejemplo, yo siempre quise ser bailarina, pero me he quedado en dependienta de una papelería. No sufro por ello, y menos ahora. Hace tiempo que en nuestra relación desapareció la pasión, pero cuando vuelvo del trabajo y entro en casa siento que llego al hogar. Aunque hablemos poco y llevemos vidas muy independientes, me gusta sentirlo ahí, cerca, en la casa, y oír sus pasos por el pasillo y sus carraspeos en el salón. Para mí su presencia es como el agua que permite al pez nadar.
Todos los veranos, a principios de agosto, cogemos quince días de vacaciones. Siempre vamos al mismo sitio: una zona de bungaloes, rodeada de pinos y a un kilómetro de la costa. Este año hemos ido con los padres de Esteban, dos personas adorables que me hubiese gustado tener como padres. Con los míos, que en paz descansen, nunca me llevé bien. A mi me encanta la playa. Me gusta tumbarme y sentir cómo el sol va llenando mi cuerpo de un peso dulce como una caricia, hasta que de pronto me parece que me desprendo de él y comienzo a flotar al compás del rumor de las olas. También me gusta jugar con la arena y pasear por la orilla con los pies en el agua. Pero lo que más me gusta es nadar adentro, muy adentro, tan adentro que, cuando vuelva la mirada a la tierra, sólo pueda ver la playa como una estrecha cinta rubia ribeteando el verde oliva de los pinos. Entonces, también me siento en el hogar.
Cuando volvimos de vacaciones se estropeó el coche. Nos quedamos tirados a mitad de camino. Tuvimos que llamar al seguro. La grúa tardó en llegar unas dos horas. Fue muy molesto esperar en el arcén de la carretera, en medio de aquella llanura sin una sola sombra. Yo llevaba ya unos días con mal cuerpo y con aquel sol sin brisa y sin mar me mareé un poco. La avería resultó grave. Hubo que llevar el coche a una ciudad a unos cincuenta kilómetros. Allí el seguro nos prestó un coche para poder continuar el viaje. Decidimos que Esteban y su padre se quedasen en aquella ciudad hasta que al día siguiente el coche estuviese arreglado. Mi suegra y yo reanudamos el viaje en el coche del seguro. Llegamos sin novedad y, tras dejar a mi suegra en su casa, me fui a la mía. Esteban no tardó en llamarme por teléfono. Bromeamos un buen rato sobre la ocasión que se nos presentaba a los dos para tener una aventura. Nos despedimos casi como cuando éramos novios. La verdad es que aquella oportunidad de pasar una noche a solas en casa me gustaba mucho. Deshice las maletas y me preparé una comida ligera. La noche era calurosa y cené en el balcón. Muchos vecinos hacían lo mismo. Por todo el barrio se oía a la gente pasándoselo bien. Cuando terminé de cenar me repantigué en el asiento y cerré los ojos. Mi cuerpo empezó a pesar agradablemente hasta que, poco a poco, dejé de sentirlo y las voces y risas de los vecinos se convirtieron en el rumor del mar y los pasos de mi marido. Me despertó un doloroso pinchazo. Pensé que el mucho sol cogido en la carretera o la cena me habían sentado mal y tomé una pastilla. Me fui a la cama a eso de las dos. Tardé en dormirme por el dolor que no acababa de irse.
Cuando me desperté al día siguiente vi que sangraba. Me asusté y fui a urgencias. Me miraron y me hicieron unas pruebas. Esteban y mi suegro tardaron dos días más en llegar. Me han diagnosticado un cáncer de ovarios.
Hace casi un mes que volvimos de vacaciones. Dentro de poco terminará el verano. Creo que tendré que hacer del otoño que se avecina un hogar. Quizás pueda dejar de sentir este peso nuevo en mi cuerpo y volver a flotar.
Y esta ha sido la experiencia más importante que he tenido este verano.

Mercedes T.

viernes, 6 de agosto de 2010

Una receta

El marido cerró la puerta del salón sin hacer ruido. Recorrió el pasillo y entró en la cocina. Meneó la cabeza y se sentó. Ya olía.
– ¿Otra vez?
Preguntó la mujer que picaba la cebolla muy menuda sobre la tabla. De sus ojos caían gruesos lagrimones, a pesar de que había mojado la cebolla en agua y apartaba el rostro todo lo que podía. En la olla, los garbanzos, los trozos de bacalao, los dos dientes de ajo y la hoja de laurel llevaban cociendo un par de horas. Las espinacas sólo treinta minutos.
– ¿Crees que ha llegado el momento?
La nueva pregunta salió de la boca de la mujer acompañada de un suspiro. Dejó el cuchillo, se dirigió al fregadero, abrió el grifo y se limpió los ojos de lágrimas. Miró entonces al marido. Sentado en la banqueta parecía contemplar con suma atención el montón de cebolla bien picada sobre la tabla de madera.
– ¿Y tú?
Habló por fin el marido, sin apartar los ojos de la cebolla picada. La mujer se secó el rostro y las manos con el paño de cocina. Se acercó a la alacena y sacó un mortero y un mazo. Los posó en la encimera, junto a la tabla con la cebolla picada. Cogió medio diente de ajo y una ramita de perejil y los metió en el mortero. Habló, sin volverse y con el mazo en la mano.
– ¿No habrá otra solución?
– ¿Cuál?
Los golpes del mazo en el mortero eran secos y metódicos. Retumbaban en la cocina pequeña, limpia, alicatada con azulejos blancos. El marido se había levantado y acercado a la mujer para observar su labor. Pronto el ajo y el perejil quedaron machacados y mezclados en una pulpa blanca con tenues matices verdes. Cuando acabó, la mujer extrajo el mazo. De él colgaban virutas de ajos y hebras de perejil. Lo pasó por el grifo. El hombre se volvió a sentar. Callaron mientras la mujer ponía aceite a calentar en una sartén. Cuando estuvo caliente, echó la cebolla bien picada. Se quedaron oyendo el crepitar del aceite. La cebolla se iba poniendo transparente. En la olla, los garbanzos, los trozos de bacalao y las espinacas seguían cociendo. Y olía. Un poco más.
– ¿Y si esperamos…?
– ¿A qué?
La mujer no respondió. Cuando pasaron cinco minutos desde que echara la cebolla, la mujer añadió harina, el contenido del mortero y el pimentón. Los rehogó. El marido miraba la oscuridad que iba ganando la ventana; la mujer cuidaba de que el pimentón no se quemase. Sólo se oía el burbujear de la olla y el crepitar de la sartén.
– ¿Estará bien… allí?
– ¿Por qué lo dudas?
Callaron de nuevo. Cuando pasaron otros cinco minutos, la mujer apartó la sartén del fuego y vertió el contenido en la olla. Lo removió todo con energía. El olor se elevó enroscado en la nube vapor. Con la cuchara de madera cogió un poco de potaje y lo acercó a los labios. Sopló tres veces y lo probó. Chasqueó los labios y se pasó la lengua por el paladar. Echó un poco de sal a la olla, removió y volvió a probar. Tras unos segundos de duda, añadió una pizca más de sal. Volvió a remover. Entonces preguntó:
– ¿Le gustará?
– ¿Y por qué no?
El hombre y la mujer miraban la olla, donde el potaje todavía debería cocer durante otros quince minutos. Más o menos. El olor ya había ocupado toda la casa y, en el salón, a solas, el anciano reía.

(Ejercicio de clase)

jueves, 17 de junio de 2010

“De potros”

“A la hembra del caballo se le llama yegua, a las crías potros si son machos y potrancas si son hembras...” lo traduje en el club de hípica, en sentido literal. Pero esto que leí durante mi breve estancia en Rusia, sólo hizo de preámbulo de un pensamiento que nada tiene que ver con el texto posterior o al menos eso me pareció.
Y en sentido figurado os contaré que me contaron de forma literal que Vladimir Ivanovich, funcionario de segunda clase en el Parlamento Europeo, estaba que no cabía en sí de gozo. Había logrado lo que el zar Nicolás I había negado a su tatarabuelo. Por fin, se dijo, se hace justicia en la familia Ivanovich. Durante tres generaciones los rublos acumulados habían conseguido el fin para el que fueron amasados: conseguir saltar el potro de la marginación social. La coyuntura estructural del entramado funcionarial. Recién con el uniforme puesto con el emblema, un círculo de estrellas, a Vladimir Ivanovich se le hacía pequeño el espejo donde se contemplaba, rebosaba orgullo; el cristal de cuerpo entero parecía sin azogue, transparente, casi invisible. Resultaba como ausente, de tal forma que le pareció que si estiraba el brazo podía atravesarlo y tocar las estrellas.
De Natasha Volkóva, de escultural figura y con una excelente ubicación de todas sus partes, dijeron que pertenecía al BDSM. Era funcionaria de primera en el Parlamento Europeo y desde la convencionalidad de su cargo, culto y translúcido, había ido deslizándose hacia lo no convencional y opaco, a la subcultura del BDSM. La influencia de los jefes, abstrusa, le habían ido apartando de sus funciones primeras. Los rublos habían inundado el apartamento donde vivía, respetando sólo el espacio que rodeaba un antiguo piano heredado de la época del zar Nicolás I al que le guardaba el mismo respeto que a su familia y en el que Natasha Volkóva deshacía sus horas de ocio. Únicamente cuando se sentaba ante él se sentía libre, era como si hiciese una paloma con medio giro hacia delante, como saltar el potro en gimnasia rítmica. Como sanar el instante.
De Sergey Petrovich me contaron que de ser un funcionario policial de última clase en su país y debido a su condición atlética largamente entrenada, pasó a conseguir una plaza de guardaespaldas de un principal dirigente del Parlamento Europeo. Consideró que su esfuerzo tuvo recompensa, acción; muy lejos de lo que fue ser guarda ornamental de la puerta que guardaba el interior del palacio del zar Nicolás I. “Tengo suerte, pensó, hasta ahora nadie ha atentado contra la vida de mi protegido ni de la mía. No he conocido en serio el peligro”. Entre sus convecinos se sintió temeroso y extrañamente no ahora, ante desconocidos. Tuvo la convicción de que había conseguido domar al potro del miedo por casi los mismos rublos.
Y de Svetlana Popova, que fue una niña endiabladamente flexible, los huesos para ella tenían la capacidad de liberarse de tendones y músculos como la babosa se desprende de un papel de lija. Por ello, las medallas de oro en gimnasia la encumbraron hasta lo más alto, incluso por encima del poder que hubiese hospedado el zar Nicolás I. Pero con el paso del tiempo llegó la tortura, el dolor, la invalidez, la deformación y el escarnio.
Entonces el Parlamento Europeo le concedió una plaza en una institución donde los animales son terapeutas, a ella le asignaron un potro. Gratis.
No es lo mismo tener potro que potra, en sentido literal; ni en sentido figurado, ser potro que potranca. Y os contaré que me siguieron contando que para pasar de vivir de un mundo real a otro imaginado hace falta no sólo tener un buen potro, hay que hacer que salte, saber montarlo y ... tener potra. El epílogo del pensamiento se traduce en rublos o en su defecto en euros, que nada tiene que ver con el texto anterior o por lo menos eso dicen. Y esto es lo que oí en el Moscú Central Hipódromo el domingo por la mañana cuando hablaba de potros.
Por la tarde me dirijo al aeropuerto; en el camino desarrollo la trama de lo que pudiera ser mi pensamiento. No es lo mismo maniatar que tener libertad de manos. Estar obligado a ejecutar algo que tener la suerte de ejecutarlo. Tener como fin el tormento que la sanación.
Mañana me incorporo a un cargo en el Parlamento Europeo...
mamen

miércoles, 9 de junio de 2010

ELLOS

He huido. Hace unos días. Del apartamento. Por eso estoy aquí en esta pensión. Por eso os escribo. Para que sepáis, para que tengáis cuidado con ellos. Sí, con ellos… Voy a tratar de calmarme, voy a intentar contaros lo que ocurrió con fría objetividad. No quiero que penséis que estoy loco. No quiero que toméis mis palabras por delirios o fantasías. Haríais mal. En cualquier momento os puede pasar a vosotros lo que me ha sucedido a mí. Porque yo hasta entonces había llevado una vida normal. Sí, normal; todo lo normal que puede ser la vida de un profesor cincuentón, divorciado, con dos hijos ya mayores y que vive solo en un apartamento alquilado. Pero ellos lo cambiaron todo. Todo. Hará una semanas, quizás dos, no sé… Ellos… Sí, ellos… Porque ellos son así: astutos, seductores, traicioneros, bajo su cubierta inocente, se abre un abismo… pero debo calmarme, contar las cosas con objetividad, no quiero que me creáis loco y no os deis cuenta de su amenaza…
Empezó una noche. Estaba dormido cuando de pronto me desperté sobresaltado. Había oído un ruido. Me incorporé. En la penumbra del dormitorio no distinguí nada anormal. Escuché con atención durante unos segundos. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. Me tumbé de nuevo y no tardé en volver a dormirme. Al levantarme de la cama en la mañana lo vi en el suelo. Supuse que se había caído de la mesilla y que ese era el ruido que me había despertado. No le di mayor importancia, ¿por qué iba a dársela? No había ningún motivo lógico para conceder relevancia a tan nimio accidente. Muchas veces he pensado después que si entonces hubiera sabido lo que ahora sé, quizás el curso de los acontecimientos hubiese sido distinto, pero ¿cómo iba a saberlo?, ¿cómo iba a sospechar lo que estaba ocurriendo en mi casa, delante de mis propias narices? La noche siguiente dormí profundamente. Cuando me levanté no pude menos de dar un grito de sorpresa. De nuevo estaba en el suelo, pero esta vez no junto a la mesilla, resultado natural de una caída, sino en el umbral de la puerta, como si hubiera sido arrojado con fuerza. Me preocupé un poco. Deduje que en sueños lo había cogido de la mesilla y lanzado lejos de mí. Tengo cierta perversión psicoanalítica y aquel supuesto acto realizado en sueños me hizo suponer oscuras tormentas en mi inconsciente. Sin embargo, pronto olvidé el suceso. Por aquel entonces me creía sumido en problemas más transcendentales. Os lo podéis imaginar dada mi edad y situación: el definitivo fracaso de los sueños juveniles, el desencanto de una vida gris, la sensación del tiempo perdido, la cercanía de la muerte, el deseo de unas formas de mujer entre los brazos… Ahora añoro esos dolores teñidos de melancolía. Sin embargo, ya nunca podré volver a gozar de esas penas agridulces. Ellos me descubrieron su mentira y vanidad.
Fue a la tercera mañana cuando empecé a preocuparme. La noche anterior había preparado una prueba o quizás una trampa, no sé como llamarlo. Lo había puesto en el centro de mesilla, con un cenicero bien pesado encima. Me reía para mis adentros de mi propia astucia. Risa un tanto estúpida, lo sé, pues en aquel momento pensaba que la prueba o trampa era para sorprenderme a mí mismo en inconscientes actos nocturnos. El caso es que me dormí tranquilo y relamiéndome por anticipado del éxito de mis medidas. Cuando desperté encendí de inmediato la luz. Un grito se atoró en mi garganta. El corazón se aceleró y las manos comenzaron a sudar. No podía dar crédito a mis ojos. El cenicero estaba allí en el centro de la mesilla, pero debajo no había nada. Desde la cama recorrí con la mirada el suelo de la habitación. Ni rastro de él. Me levanté de un salto. Miré debajo de la cama, de la mesilla, de la cómoda: nada. Una idea imposible se fue abriendo en mi cabeza. No podía ser me repetía, sin embargo… Aspiré con fuerza y me dirigí al salón, que siempre dejo cerrado para que el humo del tabaco no se haga dueño del apartamento. Aún dudé un buen rato, en el pasillo, frente a la puerta, en pijama, con los pies desnudos y la mano derecha a unos centímetros de la manilla. Al fin me decidí, abrí y fui directamente al sitio que mi loca idea me había sugerido. Esta vez el grito salió de la garganta. Estaba allí, donde había imaginado, en el hueco que dejara cuando una semana atrás lo había cogido. Me volví a la cama con la certeza de que era sonámbulo.
La cuarta noche no dejé nada sobre la mesilla. La verdad es que temía poder causar alguna desgracia con mis excursiones nocturnas. Tardé mucho en dormir, incluso hasta pensé pasar la noche en vela, pero al final el sueño me venció. Me desperté a eso de las tres de la madrugada. Había dejado la persiana subida y por la ventana entraba la luz templada de las farolas. Recorrí con la vista el cuarto. No vi nada anormal. Escuché con atención. Todo permanecía en silencio, salvo una especie de murmullo de origen incierto. Supuse que era algún vecino con la televisión o la radio encendida. Me levanté para ir al baño. Abrí la puerta del dormitorio, que había dejado cerrada como un obstáculo un tanto inocente para mi sonambulismo. Temía tontamente las tópicas leyendas del sonámbulo que camina ignorante del peligro por cornisas y tejados. Salí al pasillo. El murmullo se hizo más intenso. Mascullé una imprecación. Los vecinos, me dije, deberían ser más cuidadosos con los ruidos: el sueño ajeno es sagrado. No había dado tres pasos cuando me entró la sospecha de que aquel murmullo no provenía de un apartamento vecino sino del mío. Al llegar a la puerta del salón ya no me cupo la menor duda: el murmullo salía de allí dentro. Era yo, pues, quien me había dejado la televisión encendida; sin embargo, no recordaba haber estado viendo la televisión aquella noche, es más, estaba seguro de no haberlo hecho. Pensé entonces que quizás el mando a distancia se había caído al suelo, o quizás alguna orden memorizada, o quizás, y más probable, había sido yo mismo en una reciente excursión de sonámbulo. Rabioso y desalentado, abrí la puerta del salón y entré. La televisión no estaba encendida, nada estaba encendido, en realidad en la estancia reinaba el mayor de los silencios. Sí, nada más había puesto la mano en la manilla y presionado hacia abajo, el ruido había cesado por completo, como la luz cuando das al interruptor. Un escalofrío recorrió mi espalda. El corazón comenzó a latir con fuerza en el pecho. Salí corriendo del salón y me derrumbé en una banqueta de la cocina. El recuadro de la ventana dejaba ver las primeras luces del día: pálidas, imprecisas, desvelando apenas el gris de los edificios de la urbanización donde vivía. No sólo era sonámbulo, también tenía alucinaciones.
Estaba equivocado, muy equivocado, pero ¿no os hubieseis equivocado también vosotros?, ¿no hubierais sacado la misma conclusión? ¡Decidme!, ¿qué otra explicación podía haber? Sí, era un error comprensible, inevitable, me atrevería a decir que hasta necesario. Cuando logré calmarme, tomé la decisión de ir al médico. Desayuné, me vestí, salí de casa y me encaminé al trabajo. Desde allí pedí hora para la consulta. Era viernes y me la dieron para el lunes a las diez de la mañana. Nunca fui. La verdad de lo que ocurría me esperaba aquella misma noche…
¡Aquella misma noche! Aún ahora tiemblo al pensar en aquella noche. Levanto los ojos del papel y miro con miedo a mi rededor. Sí, recorro con la mirada el cuarto de la pensión: la cama estrecha, la mesilla que cojea, el armario empotrado, el sucio color hueso de las paredes con dos baldas vacías y una burda litografía. No, no hay ninguno. Sé que no hay ninguno. He mirado cada cajón, cada esquina, cada hueco. He mirado una, dos, cien veces. Sin embargo aún temo; aún, cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Y me parece escucharlos, a cada poco me parece escucharlos. Porque los escuché, aquella noche los escuché, tan cierto como que ahora estoy aquí, encerrado en este cuarto, en esta pensión, escribiendo para advertiros, para que sepáis, para que no os cojan desprevenidos…
Me acosté a las doce y no apagué la luz. Estaba dispuesto a permanecer despierto todo el fin de semana, hasta la cita con el médico el lunes. No quería dormir, no quería pasear sonámbulo por la casa o sufrir una nueva alucinación. A eso de las cuatro de la madrugada apagué la luz. No para dormir, sino para descansar, ya que los ojos me picaban. Sin embargo, la tensión nerviosa que había soportado durante todo el día me había agotado y, sin darme cuenta, caí en una especie de inquieta duermevela. No sé cuanto tiempo permanecí en ese estado; no debió ser mucho, pues cuando salí con un sobresalto de él, todavía era de noche. Encendí la luz y me levanté para matar el tiempo comiendo algo. Antes de abrir la puerta del dormitorio supe que lo oiría. Y lo oí. Sí, de nuevo escuche ese murmullo que tan sólo un día antes había confundido con la televisión del vecino. A punto estuve de volver a la cama y taparme entero con las sábanas, pero me contuve. Todavía me creía presa de una alucinación y el hecho de que de alguna manera fuese consciente de ello, me daba la esperanza de que mi razón no estuviera perdida del todo. Me daba la esperanza y también un valor que me desconocía. Iluso: aún no sabía, ni sospechaba la verdad. Con una decisión que incluso ahora me estremece, salí al pasillo y me dirigí al salón. Mis pasos desnudos no hacían el menor ruido. Contenía la respiración y adelantaba los brazos en una instintiva postura de defensa. A cada paso, el murmullo aumentaba en intensidad. Era idéntico al que oyera la noche anterior. Por fin llegué frente a la puerta. Me detuve. El murmullo de voces llegaba ahora a mí como si sólo me separase de él una cortina. Entonces, mi cuerpo entero empezó a temblar.

Somos seres extraños, tan extraños que, a veces, en los momentos de mayor zozobra, cuando el miedo o la desesperación hacen presa de nosotros, lejos de actuar de forma acorde a las circunstancias excepcionales, tomamos actitudes propias de situaciones cotidianas. Yo estaba allí, frente a la puerta, oyendo un murmullo que creía nacido de mi mente enferma y, en lugar de correr al teléfono a demandar ayuda, fui vencido por una repentina e irreprimible curiosidad. Sí, aterrado como estaba, sólo se me ocurrió espiar aquellos murmullos. Y así lo hice. Conteniendo la respiración, temiendo que los fuertes latidos del corazón revelaran mi presencia, apliqué con sumo cuidado el oído a la puerta. Al principio no logré entender nada, pero de forma paulatina empecé a distinguir, primero palabras aisladas, luego frases casi completas, por ultimo la totalidad de la conversación. Entonces la verdad se me hizo clara y evidente. No me hizo falta abrir la puerta para comprobar quienes eran los que hablaban. Las cosas que decían, la forma en que se llamaban, el sonido de las voces… todo indicaba que eran ellos, que sólo podían ser ellos. No me creeréis, lo sé. Pensaréis que fue una alucinación de mi mente enferma. No os lo reprocho: yo también lo pensé. Sí, allí, en medio del pasillo, con el oído pegado a la puerta, lo pensé ¿qué otra cosa se podría sanamente pensar? Sin embargo, poco a poco fui adquiriendo la certeza de que aquello no podía ser fruto de mi imaginación. Yo no sabía hablar de aquella manera o, mejor dicho, de aquellas maneras. Porque cada uno hablaba de una forma diferente. Unos eran cortantes, otros prolijos; unos irónicos, otros trágicos; unos se adornaban, otros se despojaban de todo atavío. Los había cálidos y los había gélidos; los había que susurraban y los que alzaban la voz; los había oscuros y profundos como un pozo, y los que se mostraban claros y elevados como una torre. Sí, cada uno hablaba a su manera, y supe que su conversación era real, tan real como el frío que me iba penetrando por los pies desnudos. Quise despegar el oído de la puerta y ya estaba a punto de hacerlo, cuando algo me retuvo. De pronto, como el rayo recorta en luz el paisaje oculto en la noche, comprendí de qué hablaban. Lo que hasta entonces habían sido pinceladas en el aire, opiniones sobre un tema para mi desconocido, de súbito se plasmaron en un retrato preciso. Mi curiosidad se centuplicó. Todo mi ser se convirtió en atención ansiosa. Aferraba cada una de las palabras como el avaro sus piezas de oro, y cada una de ellas quemaba mis manos como plomo fundido. Sí, lo sé: debí apartarme de la puerta; pero seguí escuchando presa del vértigo de aquellas voces, hasta que el horror de la caída me hizo gritar. La conversación cesó como si nunca hubiera sido. Pero yo ya no podía engañarme. Los había oído hablar, había escuchado de qué hablaban, y el silencio que sucedió a mi grito era un eco desde donde sus palabras se volvían a abalanzar sobre mi. Entonces sí, entonces me despegué de la puerta, corrí al dormitorio, me vestí de cualquier manera y huí del apartamento. Y seguí huyendo y huyendo por las calles aún desiertas, donde las espigadas farolas se dejaban vencer por las primeras luces del día.
Y desde entonces estoy aquí, en esta pensión de mala muerte. Por ellos. Y os escribo para que sepáis, para que tengáis cuidado. De ellos. No me creáis loco; mi única locura es haber conocido la verdad. Porque ellos son así: astutos, seductores, traicioneros, bajo su cubierta inocente, se abre un abismo, tu propio abismo. Jamás podré olvidar lo que dijeron. A cada instante me parece escucharlo. Ahora también. Sí, ahora mismo, mientras os escribo, vuelven todas y cada una de sus palabras a mí, como si estuviera de nuevo con el oído pegado a la puerta del salón. Y levanto la vista del papel y recorro con la mirada el cuarto y me levanto y registro por enésima vez cada cajón, cada esquina, cada hueco. Sé que no hay ninguno, pero aún temo; aún, cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Y los escucho, a cada poco los escucho; escucho al que se jactaba de haberme tenido entre sus manos días y noches; al que se reía por haber modelado mi cerebro con sus quimeras; al que alardeaba de haber acelerado o detenido mi corazón al compás de su voz; al que había hecho huir mi mirada de su mirada; al que arrojó mis entrañas contra mis ojos; al que reveló mis deseos inconfesados; al que desnudó mis ambiciones ocultas; al que dio luz a mis miserias; al que me supo nombrar… Sí, los escucho, a todos los escucho, ahora mismo los escucho. Yo que creía saberlo todo sobre ellos y eran ellos los que sabían todo sobre mí.
Ellos, sí, ¡ellos!

Ricardo Uriarte

miércoles, 2 de junio de 2010

LA PLAYA

Llega un hombre a la playa. Va vestido con bermudas y camiseta, ambas de colores fuertes y alegres. Lleva un sombrero blanco con alas amplias. Porta una sombrilla, una silla y una bolsa de playa. Tras buscar un lugar a su gusto, instala la sombrilla y coloca debajo la silla abierta. De la bolsa saca una toalla y la extiende fuera de la sombra. Sin desvestirse, se queda en pie, de espaldas a sus pertenencias y contemplando el mar y la playa. Al cabo de unos segundos se pone a hacer flexiones y estiramientos, de forma muy poco flexible y gimnástica. Al tiempo, habla)

Hombre.– ¡Va a hacer un día espléndido! No me negarás ahora que ha sido una estupenda idea venir tan temprano. No hay ni un alma… ni siquiera ha llegado el socorrista. Sólo están las gaviotas y nosotros… ¿no tienes la sensación de ser el propietario de toda esta belleza que nos rodea?… ¿No dices nada?... ¡Ah! Ya sé lo que te preocupa: la bandera ¿verdad? Con este tiempo lo más seguro es que la pongan negra. En el hotel he oído que llevan una semana con bandera negra; y los turistas están que trinan con la prohibición de bañarse… aunque a ti eso de trinar te coge un poco a desala ¿verdad?... ¿Tampoco dices nada? Estás muy callado esta mañana. Era una broma, ya sabes: “desmano… desala”, ¿comprendes? Un juego de palabras... ¡Oh, perdona! ¡Cómo se me ha podido olvidar…! De verdad, lo siento, ya voy, ya voy, no te preocupes, ya voy…

(El hombre se acerca a la bolsa y saca un flotador deshinchado. Se lo lleva a los labios y sopla con energía. Cuando lo hincha, lo posa encima de la toalla: es un flotador en forma de pato y de color amarillo)

Hombre.– Así esta mejor… No sé cómo… Habrá sido la excitación del primer día de playa. No estarás enfadado ¿eh?... eres estupendo… La verdad, eres un amigo como pocos… ¿Qué, no te lo decía? ¿A que hace un día magnífico? El cielo sin una nube, la mar como un plato, ni rastro de viento… un verdadero día de verano y playa, sí señor. No hay nada como los verdaderos días de playa, tienen un algo de indudable, en sus auténticas maneras. Ya sé que he sido redundante, pero me encanta ser redundante en un auténtico, indudable y verdadero día de playa. Me concederás estas pequeñas debilidades retóricas, ¿verdad? Sé que no son de tu agrado, pero de vez en cuando debemos ceder en el rigor lingüístico, para recuperar el alma de gacela de las palabras… ¡Eh! ¿Has oído?: el alma de gacela de las palabras. Es bueno, ¿no crees? Lo tengo que apuntar. Recuérdamelo para que no se me olvide... ¿Cómo?... De acuerdo, Cuá, de acuerdo. Tú eres un pato francés y, como buen francés, tienes una mente cartesiana y prefieres el concepto al símbolo, lo general a lo particular, la palabra clara y precisa a la ambigua y polisémica. En definitiva, sabes descender a las partes por medio del análisis, para luego elevarte al todo a través de la síntesis. Reconozco que toda metáfora, por reveladora que sea, embellece lo sugerido y por tanto lo deforma. Si, Cuá, sí, tienes razón: la metáfora ilumina pero, debido a su propio brillo, deslumbra y ciega. Pero ¿qué quieres que yo le haga? Mi pensamiento es más analógico que lógico, y si veo una nube con formas que recuerden, por lejanamente que sea, a la anatomía humana, soy incapaz de pensar en los efectos de la evaporación y la condensación o en el movimiento caótico de las moléculas de agua; por el contrario y de forma inevitable, mi mente se desliza por el juego de las semejanzas y comienzo a imaginar al ser humano llevado de aquí para allá por el viento irresistible del destino o la necesidad. De ahí a hablar de gacelas o a caer en la cursilería de calificar la lluvia como el llanto de la humanidad no hay nada más que un paso. Trato de no darlo, pero cierto es que aunque no lo dé, el camino está abierto para darlo. Soy así, Cuá, ¿para qué negarlo? Mi forma de pensar es vaga, juguetona, veleta, saltimbanqui, prestidigitadora, estética… afirmo que lo más profundo es la piel sólo para no reconocer lo superficial de mi mirada. Soy como aquel que queriendo resumir la belleza inefable de un paisaje: ríos, montañas, bosques y praderas, se limita a recoger un colorido y fragante ramo de flores silvestres. Se cree poeta por ello, pero no es siquiera abeja que recolectara polen, es avispa solitaria y estéril, menos aún, es… ¿Cómo dices?... Tienes razón, Cuá, de nuevo tienes razón. Me vuelvo a dejar llevar por las metáforas. Se cree poeta, pero simplemente es un hijo del asfalto que, cuando vuelva a casa, dejará olvidado el ramo de flores silvestres encima del salpicadero de su cuatro por cuatro. Te envidio, Cuá, envidio tu lucidez, tu inteligencia, tu palabra clara y precisa, tu negación sin concesiones de la retórica y la poética. Pero yo no soy así, Cuá, a ti te gusta llamar a las cosas por su nombre, a mi poner motes y diminutivos ¿Qué hay de malo en ello? Después de todo lo del alma de gacela de las palabras no hace daño a nadie. Además es bonito… Tengo que apuntarlo ¿Me lo recordarás cuando lleguemos al hotel?... De acuerdo, Cuá, de acuerdo. De lo que hay que acordarse es de otras cosas. Pero uno no puede estar toda la vida acordándose de esas cosas… ¡Touché, Cuá, touché! Tienes razón, si hay bandera negra seguro que lo vemos y no tendremos necesidad de recordar nada, pero reconóceme al menos que mientras tanto… ¡Mira! Ahí llega el socorrista, ¿lo ves? Ahora sabremos que bandera pone… ¿una apuesta? No sé, no sé, me temo que la cosa está cantada y que ni el mismísimo Pascal apostaría en contra… A ver, a ver… justo: bandera negra. Mi querido Cuá, nuestro gozo en un pozo. Creo que nos tendremos que conformar con meter los pies en el agua. A ti hasta cierto punto te da igual ¿no? En la misma orilla te cubre… ¡Vale, vale! Ha sido un rasgo de humor negro inconveniente y más en este caso, pero… ¿Irnos? Pero ¿por qué, Cuá?... De acuerdo, de acuerdo, no quieres ser hipócrita, no quieres seguir el juego al sistema, quieres protestar, manifestar tu repulsa. De acuerdo. Pero ¿qué conseguiríamos con irnos? ¿Mejoraría en algo su suerte? ¿Dejaría de pasar? No, Cuá, no: todo seguiría exactamente igual… Ya, ya, por algo se empieza, pero ¿por qué tenemos que empezar nosotros?, ¿y por qué hoy y no mañana… o pasado mañana? Es nuestro primer día de vacaciones, Cuá, debes comprenderlo. Hemos estado todo el año trabajando como burros y creo que nos merecemos disfrutar un poco. Digas lo que digas no vamos a hacerlos ningún mal quedándonos, ni ningún bien yéndonos… Eres un jacobino, Cuá, eso es lo que te pasa. Como buen francés eres un completo jacobino. ¿Te crees que a mi no me indigna? ¡Claro que me indigna! Pero, de verdad, el que nos vayamos no va a servir para nada… ¿Sabes? Se me ocurre una cosa, ¿Qué tal si te leo un poco de tu libro favorito? Así uniremos lo lúdico con lo serio, y el placer no adormecerá nuestras conciencias. Es una idea estupenda, ¿no te parece? Lo tengo en la bolsa, para que luego digas que nunca pienso en ti… Aquí está: “El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte”… La verdad, Cuá, no sé como te pueden gustar estas cosas. Ya sé que es un libro sobre La France y Bonaparte, y para un francés La France es La France, y Bonaparte es Bonaparte aunque sea Luis y no Napoleón; pero lo ha escrito un alemán, Cuá, y los alemanes casi siempre son demasiado alemanes, sobre todo cuando todavía no eran alemanes y escribían sobre Francia. ¿No preferirías El Principito? El autor era francés y volaba como tú… ¡No seas grosero, Cuá!, ¡haz el favor de no hacer esos ruidos tan… tan escatológicos!... Bueno, te leeré un poco del bromuro este, a ver si dejas de protestar por todo.

(El hombre se pone a leer)

“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”… (Deja de leer) ¿Qué?... ¿Otra vez? ¡Ya van dos! Mira que eres cabezota. Ya te he dicho que nos vayamos o nos quedemos todo seguirá igual. Además, si nosotros nos vamos ¿dejaría por ello de venir la gente? No, Cuá, no, la gente vendrá igual… Fíjate, ya está llegando… y en masa… ¿Cómo?... Lo sé, lo sé: detestas la masa, las procesiones, el individuo posesivo; lo tuyo es el citoyen cantando a pleno pulmón la Marsellesa. Pero, mi querido Cúa, uno no puede ser todo el rato citoyen, ni estar entonando Les Enfants de la Patrie a todas horas. Reconócelo, sería agotador. Uno necesita quitarse el traje tricolor y vestir con los propios colores de vez en cuando, ser uno mismo, vamos… Ya, ya… te entiendo, te entiendo y no te quito la razón del todo. Es cierto que ese uno del que hablo en muchos casos no es más que una fotocopia de otros muchos, y los propios colores no son más que una estrecha gama del gris dominante… en definitiva, la masa que detestas. Pero eso no niega que en otras muchas ocasiones ese uno sea la manifestación legítima de la subjetividad de cada cual, del propio carácter y personalidad, de nuestras únicas e irrepetibles conexiones neuronales y anatomía cerebral… ¿Eh?... Eso ya no, Cuá, eso ya no. Tú serás muy sans coulotte, pero como buen francés detrás de tu radicalismo republicano se esconde el aristócrata borbónico. No está bien que para defender tus ideas sobre la plebe, te metas con esas señoras gordas y esos señores barrigudos. Cierto que lo llenan todo de hamacas, sombrillas, bolsas y olor a crema; cierto que no paran de dar voces y ponen la radio excesivamente alta; cierto que sacuden las toallas como si estuviesen en la ventana de su casa; cierto que desde un particular punto de vista estético quedan un tanto ridículos las unas en bikini y los otros en bañador… Cierto, de acuerdo, todo eso es cierto. Pero tú mejor que nadie deberías saber que la bulimia es un problema de salud y no un motivo de censura o mofa. Además, también tienen derecho a estar aquí. ¿Acaso no fuisteis vosotros los que proclamasteis les droits de l’homme et du citoyen? ¿Acaso no guillotinasteis a un rey para que esas señoras gordas y esos señores barrigudos fuesen pueblo soberano, cuerpo electoral y pudiesen ir de vacaciones una vez al año para disfrutar del sol, del mar y de los granos de arena en la tortilla de patatas y los filetes empanados? ¿Acaso…? ... Perdona, Cuá, perdona… Me he puesto vehemente y un tanto agresivo contigo, pero a veces esa manía tuya de tomar la Bastilla a cada poco me da como puntadas en las entretelas y no puedo evitar saltar y amotinarme. Lo siento, de verdad, lo siento… Además, mira: ya está la playa hasta la bandera. ¿Te das cuenta? Venga a hablar y a hablar ¿y hemos arreglado algo?: no; ¿y hemos disfrutado de tener la playa para nosotros solos?: tampoco. ¿Ves como no se gana nada discutiendo? Cada cosa tiene su momento, Cuá, y hay un momento para cada cosa. Y la vida esta llena de cosas y de momentos. Pero las cosas y los momentos sólo existen en el presente; es más, sólo existe el presente y todos debemos aprender a ser y estar en el presente y no perdernos con pasados, futuros o problemas como los de la bandera negra cuya solución se escapa, si no a nuestra mirada, sí a nuestras manos. Es nuestro propio yo y los seres queridos el verdadero territorio de nuestra… ¿Cómo?... sin embargo… espera… sí, sí… no, no… pero Cuá… pero, pero… ¡Touché, Cuá, touché!... Tienes razón. No había caído. Me rindo. Aunque me rindo sólo en ese aspecto que apuntas. En el resto… que sí, que sí… que en eso tienes razón: es una nueva muestra de lo que me pasa… o de lo que soy, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo: no me doy cuenta de esos pequeños detalles… Sí, sí, sí; ya sé que no son pequeños detalles. En realidad, los pequeños detalles son de los que yo hablo. Yo me pierdo en lo accesorio, mientras tú sabes ir al corazón de lo esencial. Es lo malo de vivir en el mundo de las ideas… de las ideas vaporosas, claro, porque tú sabes vivir en el mundo más real de las ideas afiladas. Yo no. Quizás sea por mi carácter, por mi educación o porque, sencillamente, soy un hombre blanco de clase media y tú un pato amarillo de todo a cien made in France… quizás, no sé. El caso es que es así y no puedo cambiarlo… o no quiero… o no sabría cómo… o, simplemente, me dejo llevar porque, en el fondo, la corriente general es cálida o al menos tibia y afuera hace frío, mucho frío… Sea como fuere, te reconozco que esta manera mía de ser y estar en el mundo tiene mucho que ver con el embalaje… Sí, sí, con el embalaje. ¿Te sorprende el símil?... ¿No?... ¿Te irrita?... Me lo suponía, pero ya sabes de mi querencia por las figuras retóricas: hablar es fácil y hablar pintando las palabras mancha las manos pero sólo con pintura, y el mercado está lleno de pinturas que se quitan con agua y que no necesitan disolventes que, quieras o no, siempre dejan mal olor… Pero si, por un momento, reprimes tu justa irritación, te diré que con el símil del embalaje me quería referir a que mis ideas vaporosas son como una caja de madera, con un cartel de frágil en el exterior y repleta de paja, algodones y poliuretano en el interior; caja en la que voy metido y en la cual viajo por la vida. Irá en los hombros de otros, recibirá golpes, quizás a veces se pierda en una cinta sin fin o se quede olvidada en algún almacén, pero yo, allí dentro, como si tal cosa: encogido, arrugado, claustrofóbico, pero como si tal cosa… ¿Comodidad, hipocresía, cobardía?, lo que tú quieras, pero no doy para más. Claro que a ti todo esto te sonará a disculpas, y me repetirás que quien tiene suerte soy yo y no tú, por muy pato y francés que seas o, mejor dicho, por ser tú pato y francés. Pero ya te he reconocido que los pequeños detalles, que en realidad son grandes y no detalles, se me escapan y no había caído en lo que dices. Pero Cuá, de verdad y en mi descargo, nunca se me había ocurrido que siendo como eres de plástico por fuera y de aire por dentro pudiesen utilizarte para… aunque, claro, he de reconocer que, tratándose de la patria de la liberté, la igualité y la fraternité, todo es posible… ¿Eh?... Ya, ya… No lo niego… Por supuesto, por supuesto… ¡Touché, Cuá, de nuevo touché! Te doy toda la razón. Pero escúchame un momento. No quiero establecer una competencia contigo sobre quién de los dos es el más desgraciado; pero tú también debes reconocer que mi vida no es para tirar cohetes. He llegado a la mitad de mi existencia, Cuá. El tiempo ha pasado casi sin sentirlo, y el que me resta pasará con la misma inútil fugacidad. Soy una mota de polvo en un universo frío, indiferente, ilimitado, expansivo, inflacionario; una mota de polvo nacida de los gradientes de energía y sometida a la segunda ley de la termodinámica; una mota de polvo que siempre se ha sentido mota de polvo, que continúa sintiéndose mota de polvo y que morirá sintiéndose mota de polvo. Y todos estos años sólo me han servido para darme cuenta de una cosa: me han engañado. Así de simple, Cuá: me han engañado, desde pequeño me han engañado... ¡No, no!... Espera… Escucha un momento… No te voy a soltar el rollo de la infancia. Ya sé que soy mayor y he tenido tiempo de superar los traumas infantiles. Pero es que tú no lo entiendes del todo. Lo sabes por los libros, pero no por la experiencia. Tú nunca has sido niño, Cua, tú siempre has sido un pato amarillo, francés y maduro, y no sabes lo que es realmente la infancia. De verdad te lo digo, Cuá, no tienes idea de lo que significa ser niño. Porque todas esas historias del paraíso de la infancia no son más que espejismos de la memoria, necesidad de embellecer con tules una piel arrancada a tiras, vapores aromáticos para hacernos olvidar el planchado de nuestro cerebro. No, no exagero: digo la pura y dura verdad. Estoy convencido de que el ser humano sería mucho más feliz si no tuviera infancia, si nunca hubiese sido niño, si como tú naciese ya mayor, hecho y derecho. Sí, Cuá, sí; todos los males del ser humano nacen de haber sido niños y de haber estado durante años bajo el poder de unos mayores, que a su vez fueron niños en manos de otros mayores, que también fueron niños sometidos a otros mayores y así sucesivamente, generación tras generación, hasta el mismísimo australopitecos. ¿Comprendes, Cuá? Me engañó mi madre, me engañó mi padre, me engañaron mis maestros, mis maestras ¡todos me engañaron! Cuentos sobre cuentos, mentiras sobre mentiras: una montaña de cuentos, una cordillera de mentiras. El mundo no es como me hicieron creer, ni como me dejaron imaginar: ni yo iba a ser ese yo que me auguraron, ni el otro iba a ser ese otro que me prometieron, ni las cosas iban a ser esas cosas que me aseguraron. No, Cuá no, el mundo no iba a ser así, no podía ser así, porque el mundo no es así. El mundo es una interminable cadena de falsedades de la que estamos presos, un contrato leonino, una cruel y hedionda estafa o, como tú dices: una inmensa granja donde nos hinchan el hígado para hacer de nuestra vida foie-gras… ¿Cómo?... ¡De acuerdo, de acuerdo! No es lo mismo: yo soy un hombre blanco de clase media y tú, aunque amarillo y de plástico, eres un pato francés… ¡Lo sé! ¡Lo sé! No caigo en los pequeños detalles que en realidad son grandes: en tu caso el hígado y el foie-gras son reales, en el mío sólo metafóricos, pero ya conoces mi querencia por símiles y metáforas… ¡Que sí! ¡Que sí! ¡Tienes toda la razón!, pero ¿qué quieres que le haga?, ¿qué quieres que te diga? Las cosas son así, Cuá: je suis desolé, mais vous n’ avez pas la priorité…

(El hombre de pronto se sobresalta y mira a su rededor)

Hombre.–Pero… ¿Qué pasa?... ¿Qué es ese barullo?... El silbato del socorrista… todos corren a la orilla… señalan el mar… ¿Será?... Sí, sí, debe ser, seguro que es… pero no puedo verlo bien… no me deja todo ese gentío en la orilla… Espera, te subo y tú con tu vista de pájaro seguro que puedes…

(El hombre coge al pato y lo eleva sobre sí con los brazos en alto)

Hombre.– ¿Qué, ves algo?... dime, Cuá, ¿qué ves?... ¿Una?... ¿sólo una?... Vale, vale, sólo una… ¿está muy lejos?... ¡Quinientos metros! ¡Diablos eso es muy cerca!... ¿Cuántos van?... ¡Cincuenta y cinco!, ¡hasta los topes!... ¿Cómo?... ¡Treinta hombres!... ¡Diez mujeres!... ¡¿Qué?!... ¡Tres embarazadas!, ¡rayos, qué vista tienes!… ¿También niños?... diez niños… ¡Qué dices!, ¿tres bebés?, ¿estás seguro?... Vale, vale… ¡¿Muertos?!... ¡Cinco muertos!... ¿Que va a zozobrar?, por favor Cuá, no seas agorero… ¿Un veinte por ciento de probabilidades de arribo? ¿Estás seguro, Cuá?... Bueno, bueno, no te pongas así, ya sé que eres ave acuática y sobre esto sabes más que yo, pero… ¿cómo?... ¿está derivando?... ¡Una corriente!, ¿hacia dónde?... ¡La playa de los ingleses!... Eso está detrás de aquel cabo… ¿Llegarán?... ¿sólo un diez por ciento?, desde luego Cuá eres la voz de la esperanza… ¿La pierdes de vista?.. ¿Ya ha doblado el cabo?... ¿Sí?... Ojalá tengan suerte, la playa de los ingleses está más recogida que ésta y… ¿Cómo?... Vale, vale, ya te bajo… No tienes porqué enfadarte, yo no tengo la culpa…

(El hombre baja al pato y lo posa en la toalla. Mira de nuevo al mar y a la playa)

Hombre.– ¡Mira, Cuá!, ¡el socorrista! ¿Irá?... Sí, sí, parece que va… ¡espera! … se para… habla con alguien… señala… hace gestos… sigue hablando… asiente… asienten los dos… Sí, sí, ¡va!... se acerca… ya llega… sube la escalera… la va a cambiar, Cuá, la va a cambiar… ¿cuál pondrá?... espera, espera… ya la iza… es… es… es… ¡es verde, Cuá, es verde!... ¿Oyes?... ¡Vaya griterío!, ¡vaya risas!... La gente señala la bandera y salta y se abraza y grita y ríe… ¡Mira, mira! Todos corren a coger los balones, los paipos, las gafas, las aletas… Sí, sí… Ahora van en masa a la orilla, se meten en el agua, chapucean, se salpican, se zambullen, nadan… y ríen y gritan… y gritan y ríen… Y luce el sol; y no hay viento; y no hay nubes; y el mar está como un plato; y es verde, verde, verde… Pourquoi, Cua… pourquoi?!


Ramón

jueves, 27 de mayo de 2010


“¿Yo misma?”

Sé tú misma –me dijo mi compañero justo antes de salir a actuar. Mientras esperaba entre bambalinas el momento de mi salida a escena, la frasecita andaba... no... corría despavorida dándose contra las paredes de mi cabeza, como queriendo escapar. Y cómo soy yo en medio de mi mismidad misma –me pregunté. ¿Una misma cualquiera o una misma particular?, la de ayer o la de hoy, si ni la de ahora y no sé si la de después de ahora será la misma tú. Cómo voy a hacer para mismizarme en el tú y no perderme en la mismidad de otros. Cómo voy a actuar siendo yo misma si lo que se pretende es que sea un personaje, qué frase puede sonar más fatídica antes de salir a escena, a ficcionar, a ser otro, pero qué clase de compañero tengo, ¿será un enemigo oculto bajo él mismo...?
... Uhm... uff... empiezo a olvidarme de quien soy y de quien tengo que ser... yo misma no conozco este sitio, parece un teatro, ¡dónde trabajo? ¡Ay!¡ Mi cabeza!, qué golpe me ha dado la frase del desconocido. Tengo que entrar en mí misma antes de que entre otro, o que el mismo de otro se apodere de cualquiera de mis mismas; las luces están encendidas, un montón de mismos esperan ver a una misma actuar de otra misma, ella no puede huir ahora mismo cuando la misma mismidad de ellos esperan ver a otra.
Se abre el telón, una ambulancia aparece en el escenario, un par de enfermeros intentan desplegar unas camisas de fuerza que se resisten, mientras dos espontáneos que parecen mismamente cuerdos suben para ayudarles y empeñados en ser ellos mismos quienes la desplieguen acaban atándose las correas unos mismos a otros mismos, entonces en ese momento mismo salgo a escena con la frase incrustada en el cerebelo, rendida, sin salida; y me doy cuenta que camino con un tambaleo propio de mi mismo tambalear cerebeloso cuando soy otra, los empujo dentro de la ambulancia sin ningún reparo y sin hacer caso a sus gritos: ¡líbranos a unos de otros!!, arranco ensimismada y:¡Oh!, el teatro se viene abajo por los mismos aplausos de los mismos todos, y mi personaje no tiene más remedio que salir del vehículo a saludar desoyendo los gritos de los mismos encorreados ellos, mientras la frase del conocido, engarrada, me desgarra la cabeza y por fin sale corriendo refugiándose en un tramoyista ensimismado. Buff... qué descanso... espero no ser nunca yo misma –concluyo- mientras me subo al vehículo y me dirijo a una cara que me suena a una frase y frente a él, con la misma ambulancia le digo: o te apartas o te atropello, tú mismo.
mamen

jueves, 13 de mayo de 2010

UNA HUMILDE CEBOLLA

Érase una vez un cocinero de gran fama y talento. Tenía un restaurante con un montón de estrellas, tenedores y gente adinerada. Su carta elevaba al olimpo del paladar a sacrificados representantes del mundo animal, del vegetal e incluso del mineral. En sus bodegas atesoraba las añadas más codiciadas. Entrevistado por periódicos, revistas, radios y televisiones, gustaba de decir que “la cocina es una metáfora de la vida”. Era un titular asegurado; ligero y digestivo como su premiada “sopa de hierbas aromáticas”
Cierto día se encontraba solo en su casa. Atardecía y desde el ventanal abierto del salón podía ver los últimos pasos del sol, titilando en el mar camino de un horizonte encendido de rojos y dorados. En el cielo las gaviotas trazaban lenguajes secretos. Un rumor con gusto de sal acariciaba la atmósfera tibia y serena. Suspiró, embargado por los pensamientos que parecía posar ante sus ojos el batir constante y blando de las olas. Empezaba a comprender el sentido último de todas las cosas, cuando sintió la llamada inoportuna del apetito. Volvió a suspirar, encantado con aquella aleccionadora paradoja que le tornaba al cuerpo en el preciso momento en que se perdía en el alma. Se levantó del sillón ergonómico y se dirigió a la cocina. Arrebatado por la conciencia de la vanidad de las vanidades, optó por una respuesta estoica a la demanda de su estómago: haría una tortilla de patatas con cebolla. Rió para sus adentros, orgulloso del desafío prometeico que con aquel sobrio plato lanzaba a la totalidad del universo indiferente y frío. Cogió un par de huevos, una patata grande y una humilde cebolla. Quizás entonces una gaviota estuviese trazando en el cielo un símbolo arcano; o una ola dejando en la arena el pecio de una verdad profunda; o el rayo verde se hubiera disparado en el horizonte como lejano faro de esperanza… Sí, quizás estuviesen sucediendo todas estas maravillas allí fuera, mientras la noche sacaba del armario de la galaxia su capa de leche y lentejuelas; pero ¿qué importaba?, ¿acaso aquella humilde cebolla no había sido cocinada en el horno de una supernova?, ¿acaso no estaba hecha también de polvo de estrellas? Porque, en aquel preciso momento, nuestro afamado y talentoso cocinero miraba la cebolla que sostenía frente a sí con hamletianas maneras. Y de esa guisa permaneció un buen rato, olvidados el estómago y la tortilla de patatas, ajeno a la música de las esferas y al eterno girar de los cielos, hasta que por alguna inefable razón comenzó a pelar la cebolla. Desprendió la piel, que cayó al suelo en ligero vuelo como una inútil envoltura de crisálida. De pronto colombino, alargó el brazo cuán largo era y se quedó contemplando con ojos de infinito océano el desnudo, redondeado y rojizo bulbo; luego, acercó a su oronda panza el preciado descubrimiento y empezó a quitar capa tras capa de las entrañas de la indefensa cebolla. Al principio sus dedos se mostraron mecánicos y hábiles, de cocinero experimentado; pero, según se iban acercando al centro del bulbo, fueron adquiriendo un progresivo temblor de ansiosa búsqueda. La cada vez más disminuida cebolla parecía saltar y bailar entre las yemas, como si pugnara por huir del creciente hervor de las manos. Las capas caían blandas al suelo, al modo de trozos aún curvados de pelota. Al final, ya menor que una canica, exhaló su última capa y el cocinero se quedó sin nada entre las manos. Fuera, la noche ya había desplegado su capa de leche y lentejuelas, las gaviotas dormían en los acantilados, el rumor del mar salaba el silencio y el débil resplandor de la espuma trazaba líneas fantasmales a los pies de la arena. Pero el cocinero no lloró. Nunca había llorado en su vida, ni siquiera cuando de pinche cortaba ajos, patatas y cebollas, ¿por qué iba a hacerlo ahora? No, no había motivo alguno, por más que la Luna fuera nueva y se escondiese de la sed de plata de la Tierra. Después de todo, quizás la cocina fuese una metáfora de la vida, pero si de algo estaba ahora casi seguro era de que la vida nunca sería una metáfora de las humildes cebollas.
Se fue a la cama sin cenar y soñó con sopa de estrellas.

Ricardo Uriarte

miércoles, 5 de mayo de 2010

"Spiderman"

Quería ser un zorro justiciero, un batman, cualquier superhéroe al uso. Con antifaz. Las lecturas de su infancia se le habían quedado de alguna manera tatuadas en el entramado de su ser. Y una vez adulto no había podido deshacerse de las injusticias que sin pretender le habían impregnado la piel. De tal forma, que se sentía pegajoso, como sucio, incómodo. No podía ausentarse del dolor ajeno que se hacía propio en el momento de acariciarse. Sí, acariciarse. Por rara que suene esa situación. Harry era un hombre. Eso creía. Y un hombre no puede deshacerse sin más de ser hombre -pensaba. Los hay que optan por disfrazarse de gusanos, serpientes, ratas o palomas. Pero él creía que el planeta precisaba un superhéroe con alma. Y Harry quería seguir viviendo. Y quería conocer a las siguientes generaciones. Pero un día se suicidó. Por qué, no lo sabe nadie, ni sus más allegados. No dejó la típica carta aclaratoria y que de paso pide perdón a todos y les excusa de cualquier sentimiento de culpa. Simplemente se suicidó sin dar explicaciones. Su familia, respetuosa con las propias decisiones, aceptó el hecho y no se habló más del asunto. No pasó como con el caso de Enri, en el que nadie acudió a su entierro, estaban todos enfadadísimos con la decisión que tomó, de nada sirvió la carta póstuma que recibieron con matasellos del día de autos. Su conservadora familia no consideraba que la angustia vital fuese motivo suficiente. ¡Bobadas! –decían. Nunca le perdonaron. Claro que Melisa lo hizo mejor. Su afición a la colombofilia le dio un toque de romanticismo a su pérdida que no pudieron pasar por alto. Cuando la descubrió su padre colgada de la viga maestra del zaguán, tenía posada en el hombro una hermosa paloma con una misiva en su pico, la paloma lejos de asustarse con los gritos del hombre, voló, se posó en su hombro y como arrullándole, hinchó el pecho, batió sus alas y dejó caer la nota en sus manos. Ese acto, por hermoso, dio la vuelta al mundo. Y entre unos y otros, hay casos intermedios. Hermi tuvo dividida a la familia durante años. Su afición por lo nipón le hizo acumular una cantidad considerable de todo tipo de sables, catanas y demás espadas orientales. Hermi tenía un carácter claroscuro, ensimismado, como entretenido en pensares que nunca decía. Sus padres no se atrevían a interceptarlo por miedo a que se molestara y les dejase de querer, o algo así le confesaron a la policía cuando hicieron las pesquisas propias del hecho. Lo cierto es que se hizo el haraquiri en la misma bañera. Y la madre, viendo que no salía del baño, ese día se armó de valor y se atrevió a interceptarlo, pero fue tarde, los azulejos rojos fueron la nota que les comunicaba que los quería. Así lo dijeron a la policía. Pero no así los hermanos, de ahí la división de opiniones en el seno familiar. Al cabo del tiempo decidieron entre todos que los quiso mientras vivió. Y es que es difícil enfrentarse a casos tan poco naturales, tanto casi como olvidarse de los superhéroes de la infancia. El forense, el policía y todo el personal implicado en un asunto de esa naturaleza, acaban por acostumbrarse por un efecto multiplicativo, pero no así el que lo vive como caso único, esporádico, inesperado o aunque sospechado, imprevisible. A veces, uno en principio no se atreve ni a llorar, como le ocurrió al novio de Selena. Cuando llamó a su puerta aquella tarde, le abrió la ausencia. Traspasó el umbral como el hombre invisible y atravesó las paredes hasta su dormitorio donde contempló a una bella durmiente. Aún sobre la mesita había unos tubos vacíos y en el suelo esparcidas algunas pastillas de colores. El novio no se atrevió a llorar por temor a despertarla con sus gemidos y porque desconocía si debía sentir pena ante lo que era una resolución de su amada. La misma contrariedad lo hizo visible y fue cuando empezaron a abrazarle miembro a miembro a su casi pariente político vertiendo en su cara y su ropa lágrimas que por no ser suyas resbalaban por su cuerpo sin mojarle siquiera. En ese momento no lloró por no ofenderla porque la amaba. Pero no hubo boda. Enseguida todos los miembros ante ese hecho le hicieron invisible de nuevo y él atravesó las paredes hasta salir fuera. Al cabo de unos meses un día, visible, se puso a llorar y no puedo decir hasta cuando porque las lágrimas le hicieron, de nuevo, invisible. Sin embargo, más o menos pasados tres meses encontraron a un tipo con una capa similar a la de superman incrustado en la acera, que resultó ser él según contrastaron las huellas digitales. Lo qué es la vida -comentó alguno de los funcionarios. No hay duda de que esto se contagia, es como pegajoso –concluyó. Pero su madre no le oyó porque se afanaba en quitarle esa capa que consideraba ridícula. ¿Adónde pretendía volar? –se preguntó. Otras veces no hay lugar para las pesquisas, son los casos químicos. Pero lo de Harry fue diferente. Después de acariciarse, como dije, sintió que la mano como untada de una brea le impedía separarla de su piel y decidió protestar. Desempolvó su traje de spiderman y con la intención de desplegar una pancarta contra lo insalubre que provocaba tal pringue pegajosa decidió escalar a lo alto de un rascacielos. La seda de sus manos perdió consistencia, la tela de araña se deshacía a medida que subía y a pesar de su traje de superhéroe nada pudo hacer y cayó al vacío. El forense y las autoridades implicadas en este tipo de asuntos consideraron que el hecho fue un suicidio. La pancarta se la llevó el viento y la encontraron varias yardas más allá de espaldas a una pared, por lo que decidieron que nada tenía que ver en el asunto. No dejó ninguna carta. Y su familia aceptó el hecho sin más y procedió a enterrarle con honores de héroe. Sin antifaz.

Mamen