jueves, 17 de junio de 2010

“De potros”

“A la hembra del caballo se le llama yegua, a las crías potros si son machos y potrancas si son hembras...” lo traduje en el club de hípica, en sentido literal. Pero esto que leí durante mi breve estancia en Rusia, sólo hizo de preámbulo de un pensamiento que nada tiene que ver con el texto posterior o al menos eso me pareció.
Y en sentido figurado os contaré que me contaron de forma literal que Vladimir Ivanovich, funcionario de segunda clase en el Parlamento Europeo, estaba que no cabía en sí de gozo. Había logrado lo que el zar Nicolás I había negado a su tatarabuelo. Por fin, se dijo, se hace justicia en la familia Ivanovich. Durante tres generaciones los rublos acumulados habían conseguido el fin para el que fueron amasados: conseguir saltar el potro de la marginación social. La coyuntura estructural del entramado funcionarial. Recién con el uniforme puesto con el emblema, un círculo de estrellas, a Vladimir Ivanovich se le hacía pequeño el espejo donde se contemplaba, rebosaba orgullo; el cristal de cuerpo entero parecía sin azogue, transparente, casi invisible. Resultaba como ausente, de tal forma que le pareció que si estiraba el brazo podía atravesarlo y tocar las estrellas.
De Natasha Volkóva, de escultural figura y con una excelente ubicación de todas sus partes, dijeron que pertenecía al BDSM. Era funcionaria de primera en el Parlamento Europeo y desde la convencionalidad de su cargo, culto y translúcido, había ido deslizándose hacia lo no convencional y opaco, a la subcultura del BDSM. La influencia de los jefes, abstrusa, le habían ido apartando de sus funciones primeras. Los rublos habían inundado el apartamento donde vivía, respetando sólo el espacio que rodeaba un antiguo piano heredado de la época del zar Nicolás I al que le guardaba el mismo respeto que a su familia y en el que Natasha Volkóva deshacía sus horas de ocio. Únicamente cuando se sentaba ante él se sentía libre, era como si hiciese una paloma con medio giro hacia delante, como saltar el potro en gimnasia rítmica. Como sanar el instante.
De Sergey Petrovich me contaron que de ser un funcionario policial de última clase en su país y debido a su condición atlética largamente entrenada, pasó a conseguir una plaza de guardaespaldas de un principal dirigente del Parlamento Europeo. Consideró que su esfuerzo tuvo recompensa, acción; muy lejos de lo que fue ser guarda ornamental de la puerta que guardaba el interior del palacio del zar Nicolás I. “Tengo suerte, pensó, hasta ahora nadie ha atentado contra la vida de mi protegido ni de la mía. No he conocido en serio el peligro”. Entre sus convecinos se sintió temeroso y extrañamente no ahora, ante desconocidos. Tuvo la convicción de que había conseguido domar al potro del miedo por casi los mismos rublos.
Y de Svetlana Popova, que fue una niña endiabladamente flexible, los huesos para ella tenían la capacidad de liberarse de tendones y músculos como la babosa se desprende de un papel de lija. Por ello, las medallas de oro en gimnasia la encumbraron hasta lo más alto, incluso por encima del poder que hubiese hospedado el zar Nicolás I. Pero con el paso del tiempo llegó la tortura, el dolor, la invalidez, la deformación y el escarnio.
Entonces el Parlamento Europeo le concedió una plaza en una institución donde los animales son terapeutas, a ella le asignaron un potro. Gratis.
No es lo mismo tener potro que potra, en sentido literal; ni en sentido figurado, ser potro que potranca. Y os contaré que me siguieron contando que para pasar de vivir de un mundo real a otro imaginado hace falta no sólo tener un buen potro, hay que hacer que salte, saber montarlo y ... tener potra. El epílogo del pensamiento se traduce en rublos o en su defecto en euros, que nada tiene que ver con el texto anterior o por lo menos eso dicen. Y esto es lo que oí en el Moscú Central Hipódromo el domingo por la mañana cuando hablaba de potros.
Por la tarde me dirijo al aeropuerto; en el camino desarrollo la trama de lo que pudiera ser mi pensamiento. No es lo mismo maniatar que tener libertad de manos. Estar obligado a ejecutar algo que tener la suerte de ejecutarlo. Tener como fin el tormento que la sanación.
Mañana me incorporo a un cargo en el Parlamento Europeo...
mamen

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