lunes, 26 de abril de 2010

AQUÍ

Era el que mejor lo hacía. Y desde entonces todos lo hacen. Me lo dijo el viejo el mismo día en que llegué, mucho antes de que sucediese: “Es la única manera”. Pero yo los vi. Con absoluta claridad los vi. Recuerdo que el traslado había durado toda la noche y no había pegado ojo. Cuando me sacaron era ya mediodía. Me encontraba muy cansado y me senté en las gradas de cemento que forman un semicírculo de unos tres metros de altura y diez metros de diámetro. El sol estaba en lo alto y caía a plomo. No había una sola sombra. La luz cegaba y te obligaba a bajar los ojos; pero el suelo reverberaba, y entonces no sabías donde mirar y tenías que cerrar los párpados. Los hombres, en grupos o solos, en el polvo o en las gradas, parecían piedras arrojadas de cualquier manera. Yo no paraba de sudar y mi piel ardía. Me cubrí la cara con las manos y me pregunté por qué. El tiempo pasaba despacio, interminable, sin una nube, igual a sí mismo y al sol en lo alto. Busqué refugio en el lugar más recóndito de mi cerebro. Y allí, todo se me hizo negro.
Me despertaron unos zarandeos. Estaba caído sobre las gradas, de lado, hecho una bola. Quise levantarme al punto, pero una mano sarmentosa se posó en mi hombro y me lo impidió.
– ¡Despacio, despacio!
Me quedé inmóvil y miré desde el suelo. Un viejo me miraba a su vez. Delgado y de escaso pelo blanco, tenía un rostro alargado, quemado por el sol, de ojos pequeños, nariz ganchuda y boca fina. Su mentón parecía la punta de un zapato. Me sonreía, pero no con la boca o la mirada, sino con el mar de arrugas que era su cara. Entonces me di cuenta de que ya se podía mirar. Mis ojos buscaron el cielo. El sol no estaba; en su lugar, una luz imprecisa teñía el aire como de polvo rojizo. Me levanté tratando de hacer de las palabras del viejo carne de mis músculos. Cuando logré sentarme en la grada, descubrí el origen de aquella luz: un trozo del horizonte parecía envuelto en llamas. El viejo me ofreció un cigarrillo. Lo cogí y me lo puse en la boca. La mano sarmentosa encendió un fósforo y lo acercó a la punta del cigarrillo. Chupé y sentí el golpe caliente del humo. Era asqueroso aquel repentino ardor en la boca reseca, sin embargo volví a chupar con fruición. Fumamos en silencio. Cuando di la última calada, tiré la colilla al suelo y la pisé.
– No deberías fumar así – dijo entonces el viejo.
– ¿Así?, ¿cómo? – pregunté sorprendido.
El viejo no me respondió. Seguía fumando. Retenía por largo rato el humo en los pulmones y luego lo soltaba poco a poco. Cuando la brasa llegó al filtro aún dio otra calada. Entonces dejó caer la colilla y me contestó:
– Tan rápido y pisando una colilla tan grande.
– Yo fumo como quiero – fanfarroneé.
El viejo resopló y dijo:
– No hace falta que te hagas el duro conmigo. Se nota a la legua que no lo eres. Tu sudor huele a miedo… No, no te irrites. Aquí no hay sudor que no huela a miedo. Y te daría igual ser un tipo duro, en unos días sudarías miedo como todos. Lo del cigarrillo era un ejemplo. Sólo quería decirte que ha llegado la hora.
– ¡¿La hora?! ¿La hora de qué?
Fue entonces cuando me lo dijo. Recuerdo que me lo tomé a broma y me reí con ganas. El viejo volvió a resoplar y me advirtió con tono solemne:
– Ríe, ríe mientras puedas; pero pronto te darás cuenta de que es la única manera.
– ¡¿La única manera?! – logré articular aún entre risas – Pero si eso es imposible… imposible y absurdo. Además, ¡ni siquiera hay!
– Sí, sí lo hay. ¿No lo hueles? – Aspiró con fuerza, como si quisiera meterse en las narices hasta el último gramo de aquel aire polvoriento y caliente – Está escondido.
– ¿Escondido?
– Sí, escondido.
– ¿Dónde?
– En todos los lados, entre los dedos del aire.
Lo miré y me aparté un poco. En aquel momento tuve la certeza de habérmelas con un loco. El viejo no pareció percatarse ni de mi mirada, ni de mi movimiento. Y si lo hizo no los dio la menor importancia. Simplemente siguió hablando con el tono cansado de quien se ve obligado a explicar lo evidente:
– Cuando llegué aquí yo también me reí cuando me lo dijeron. Pero no tardé en comprobar lo equivocado que estaba y, al final… – se interrumpió durante unos segundos; luego añadió, señalando con un movimiento casi imperceptible –: Mira a ese tipo. Es el que mejor lo hace. Si hay alguien que pueda lograrlo es él.
Miré al hombre indicado. Estaba de pie, junto al primer escalón de la grada. Era bajo y gordo, y nada había en sus facciones que destacara o transmitiese algún tipo de excelencia: una cara mofletuda, unos ojos pequeños, una nariz ancha, una boca de labios gruesos y una barbilla breve, casi engullida por la papada. Me pareció una especie de huevo con palotes a modo de patas y brazos, y nada me habría extrañado que se hubiese abierto de repente para dar salida a un lechón sonrosado. No sin cierta ironía pregunté:
– Y de lograrlo, ¿qué pasaría?
– ¡¿Qué pasaría?! ¡Valiente pregunta! Lo que todo el mundo quiere que pase.
– ¿Te refieres…?
– ¿A qué me voy a referir si no? – me cortó con impaciencia. Ya más calmado, añadió: – Lograrlo es muy difícil, algunos como tú dicen que imposible. De hecho, aquí nadie recuerda que alguien lo haya conseguido. Yo ya soy muy viejo y nunca lo lograré, pero si hay alguien que pueda es él. De eso no te quepa la menos duda. Y lo logrará cualquier día; mañana, pasado, dentro de un año o de veinte, incluso, ¿por qué no?, ahora mismo, pero tarde o temprano lo verá, y entonces…
– ¿Lo has hablado con él? – volví a preguntar. Esta vez interesado a mi pesar.
– ¡¿Para qué?! – exclamó, agitando las manos sarmentosas en el aire – Él nunca habla; aquí nadie habla.
– Tú has hablado conmigo.
– ¡Oh, eso es porque eres nuevo! Y a los nuevos les hablo una única vez para advertirlos.
– ¿Una única vez? ¿Quieres decir que no volverás a hablar conmigo?
– Ni yo, ni nadie, muchacho, ni yo, ni nadie. Por eso grábate bien en la mollera lo que te he dicho: fíjate y trata de aprender de él cómo se hace. Recuerda que es la única manera de que aquí el tiempo no te pudra por dentro y lleguen los buitres.
– ¿Los buitres?
– Sí, los buitres. Cuando mueres te arrojan lejos, muy lejos, en la llanura y entonces aparecen los buitres…
El viejo se levantó. Traté de retenerlo con nuevas preguntas, pero no me hizo caso: descendió por las gradas y se situó junto al hombre con aspecto de bola. Los dos estaban inmóviles. Miraban con fijeza a un punto elevado frente a sí. Y no sólo ellos. Algunos de los hombres que se desparramaban por el recinto hacían lo mismo. No todos. La mayoría parecía no hacer nada. Sentados, tumbados o de pie tenían la vista en el polvo. El incendio del horizonte se iba extinguido poco a poco en una oscuridad progresiva. Nubes bajas fueron cubriendo el cielo como la tapa de un ataúd. El silencio era completo. La tierra exhalaba el calor retenido durante el día. El punto hacia donde miraban era tan negro como cualquier otro. Sonó la hora de ir a dentro. En una única fila, como hormigas, fuimos entrando.
Desde aquel día, todos los días fueron el mismo día. Nos sacaban al amanecer, cuando el aire aún guardaba rastros de la frescura de la noche. Pero aquella atmósfera tibia pronto desaparecía y, más que un alivio del que se podía gozar, era como un malévolo recordatorio de lo que habías perdido para siempre. Porque enseguida llegaba el sol. El sol aplastando la tierra con su enorme presencia, secando el aire con aliento de horno, golpeando sobre nuestras cabezas, penetrando en el cerebro, agrietando la conciencia. Y al cabo, el atardecer, el incendio en el horizonte, la luz rojiza, el último sudor en las cosas, las nubes bajas, la progresiva oscuridad que se cerraba como la tapa de un ataúd y la vuelta a dentro en fila de hormigas. Y así, día, tras día, siempre el mismo e inevitable día…
Al principio, me negué a aceptar la realidad. Subía y bajaba las gradas, iba de un lado a otro, buscando una forma de escapar. Pero pronto comprobé la completa inutilidad de mis esfuerzos: aquí no hay salidas, ni entradas, sólo está la llanura, polvorienta y sin una brizna de vegetación, que se extiende por todos los lados, mucho más allá de lo que puede abarcar la vista. Innumerables veces traté de reanudar mi charla con el viejo. Me acercaba a él, le hablaba, le rogaba, incluso llegaba a zarandearlo. Era inútil. No me contestaba, no me miraba, como si no existiese. Y lo mismo ocurrió con todos aquellos a los que me dirigí. Desesperé entonces y empecé a pasar los días hecho un ovillo en el polvo o en las gradas. No sé cuanto tiempo duró esa situación. Quizás fuesen semanas, meses o años. No lo sé. Simplemente recuerdo que quería acabar, que de hecho me estaba acabando. Y sin duda así habría ocurrido, si no llega a ser porque una mañana, poco después de que nos sacaran, noté que el viejo no estaba entre nosotros. No di importancia a su ausencia. En realidad, nada, ni nadie me importaban. Aún quedaban restos de tibieza en el aire cuando descubrí, lejos, muy lejos, puntos que se desplazaban en el cielo. Al pronto no supe muy bien que podrían ser, pero no tardé en imaginar que eran. Grité, señalé, traté de llamar la atención del resto de los hombres. Fue inútil. Nadie me hizo caso, nadie miró a los puntos que seguían planeando lejos, muy lejos, y si alguien lo hizo no dio la más mínima señal de ver nada. Reí; reí entonces como si todo en mí fuese risa; reí mientras el sol avanzaba hacia lo más alto; reí hasta caer al suelo; reí hasta que mi conciencia se adormeció en la negrura; reí hasta que de pronto comencé a sentir que un pitido taladraba mis oídos. No hice caso y creí seguir riendo ovillado en el polvo. Sin embargo, el pitido, agudo e interminable, no tardó en verse acompañado de unos golpes como de martillo en las sienes. Al principio leves, fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta el punto que temí que mi cráneo se partiese en pedazos. Dejé de creer que reía y me llevé las manos a la cabeza con la vana pretensión de usarlas de escudo; pero los golpes continuaron, al tiempo que miles de agujas, tan pronto al rojo vivo, como hechas de hielo, se clavaban en mi cerebro. El aire ya no entraba en mis pulmones y el corazón latía desbocado. Imágenes de tacto arenoso, bailaban por dentro de mis párpados cerrados; se estiraban y se encogían, se retorcían y fragmentaban en un fondo de sangre y entre destellos blancos. Eran buitres, decenas de monstruosos buitres. Algo dentro de mí se rebeló y me puse en pie de un salto. Sudoroso, jadeante, temblando, me vi en medio del atardecer. Busqué con los ojos al hombre que mejor lo hacía. Como siempre, allí estaba, junto a las gradas, de espaldas a la caída del sol, mirando hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Fue en aquel momento cuando me acerqué a él y comencé a imitarlo. Y lo seguí imitando no sólo aquel atardecer, sino también el siguiente y el siguiente y el siguiente, por un tiempo del que mi memoria no guarda medida. Nunca logré ver otra cosa que el progresivo avance de las tinieblas y las nubes bajas, cayendo sobre nosotros como la tapa de un ataúd. Sin embargo, aquella repetida visión de nada no disminuyó un ápice mi necesidad de intentarlo cada atardecer; muy por el contrario, la aumentó, como si se alimentara y creciese con la repetición del fracaso. Los días seguían siendo iguales a sí mismos; sin embargo, yo ya no me sentía el mismo. Había dejado de pasar el día ovillado en el polvo o en las gradas, esperando y deseando el fin. Ahora, mientras el sol recorría lentamente el cielo haciendo suyas todas las cosas, yo pensaba que ya no era de él, que ya había vuelto a pertenecerme a mí mismo, que, en cuanto llegase el atardecer, lo volvería a intentar y, ¡esta vez, sí!, lo lograría.
Ocurrió un atardecer. Estaba dando mi paseo diario, dispuesto ya a acercarme al hombre que mejor lo hacía, cuando oí un grito a mis espaldas. Aquello era extraordinario, así que alarmado me giré y busqué el origen del grito. Era uno de los que también miraban. Señalaba a las gradas. Miré en la dirección indicada. Yo estaba algo alejado, pero podía imaginar lo que tantas veces había visto: el hombre que mejor lo hacía. Vestía la misma ropa tosca que todos llevábamos, pero en él daba la impresión de mayor ligereza y menor bastedad. De espaldas a la caída del sol, miraba hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Tenía la cabeza ligeramente adelantada con respecto al tronco, que, a su vez, se inclinaba hacia el frente. Su inmovilidad era completa y los ojos parecían flechas a punto de volar, impulsadas por el tenso arco que formaba su ceño alzado. Incluso la pequeña barbilla pugnaba por salir de la bolsa de la papada, aferrándose a la repentina solidez que le ofrecían las mandíbulas apretadas con fuerza y la sonrisa que parecía llenar de firmeza el rostro. Sus brazos y piernas, cortos y delgados, parecían resortes en el instante previo a saltar lejos, muy lejos… El hombre que había gritado, volvió a gritar. Hacía tanto tiempo que no escuchaba una voz humana que, al principio, no entendí sus palabras. Pero pronto logré captar el significado. Exclamaba:
– ¡Mirad! ¡Las ropas! ¡Se mueven! ¡Lo está viendo, lo está viendo!
Desde mi posición y a la luz turbia y enrojecida del atardecer no alcancé a ver el movimiento de las ropas. Quise acercarme, pero un pensamiento me retuvo. Si él lo estaba viendo, si estaba moviendo sus ropas, es que estaba allí, entre los dedos del aire, y entonces yo también podría verlo. Miré. Miré con todo mi ser. Miré como nunca antes había mirado. Miré hasta que la oscuridad y las nubes bajas cayeron como la tapa de un ataúd. Miré hasta que llegó la hora de entrar. Mire y miré, pero no logre ver nada, absolutamente nada.
A la mañana siguiente el hombre que mejor lo hacía no apareció, ni nunca más volvió a aparecer. Antes de que el silencio cayera de nuevo entre nosotros, corrió de boca en boca el rumor de que había logrado escapar. Pronto ese rumor se convirtió en convicción absoluta. Desde entonces ya nadie duda de que sea la única manera, y todos lo hacen. Yo no. Sé que no escapó. El mismo día de su desaparición lo supe. Se lo dije a los demás, pero no me creyeron. Se los señalé, pero no quisieron mirar. Por eso he dejado de hacerlo. Porque yo los vi el día de su desaparición. Los vi con claridad, en la lejanía, como puntos en el aire, sobrevolando la ardiente e interminable llanura.

Ricardo Uriarte

jueves, 15 de abril de 2010

“Una melodía muy particular”



Me dispongo para componer un relato de acordes con los tiempos. Decido que debe resultar: fascinante. Vibrante, emocionante, novedoso, moderno y postrero, inolvidable para los ojos de este siglo y dispuesto para los siglos venideros.
Una ópera para leer. Una zarzuela para entretener, una bachata para reír, un tango para sufrir!!! Algo grande.
No pierdo un segundo más, me planto ante el teclado del ordenador. Litúrgico, flexiono los dedos, quiebro las articulaciones, las estiro, sacudo las manos, cierro los ojos y desde lo alto dejo caer los dedos relajados sobre las teclas como si se tratasen de las teclas de un piano. De repente... algo me hace dudar, cierro las manos y abro los ojos. Miro alrededor y me doy cuenta de que la interrupción se debe a la misma habitación. Esta habitación no me parece, precisamente, el perfecto escenario para ello. Aunque da a la calle no tiene ventanas, no veo el firmamento. Entonces, como podré crear algo para la eternidad –me pregunto. Está bien, eso no debe ser óbice, le quito importancia y como solución decido apretar los ojos con todas mis fuerzas hasta que consigo ver estrellas...
Y eso hizo, y volvió a empezar desde el principio... Cuando simuló que millones de dedos desde lo alto -eso siempre da otro punto de vista- decidían que tecla pulsar mientras bajaban, el techo le pareció que se venía abajo -brummmm. Un montón de zapatos-clac tac clac- hacían temblar el suelo que pisaban: su techo. Miró hacia arriba, meneó la cabeza y uhmm... acabaré por mudarme, demasiada vitalidad allá arriba. Está bien, me haré el sordo –se dijo mientras se acordó de Ludwig. De nuevo, concentró los ojos delante del ordenador, hizo un esfuerzo por ver un piano, levantó las manos como pudo, esta vez no fallaré –pensó decidido. Cuando estaba a punto de rozar las teclas, algo le distrajo... un insecto. A un mosquito se le antojó participar en la composición del libreto. Zzzzzzzzzzzzzzz
La mano más rápida que su parada en vuelo, por curioso, lo atrapó, escurriendo de sangre sus entrañas. Bien, se planteó refregándose -frus, fruuusss- la mano en el pantalón, a ver si ahora sí. Tragó saliva, estiró el cuello, desplegó sus brazos y un cataplúm... púmpúm... plaff.... clamp... rrrong... rrrrrrrung... fisssssssssssssssh.... le hizo bajarlos aturdido. Se levantó para asomarse a la ventana pues le pareció que semejante estruendo procedía de la calle, pero al construir las paredes de papel –tris tras- el arquitecto no dio opción... no había ventana. Ni ascensor por averiado. Y no le quedó más remedio que abrir la puerta y bajar siete pisos de escaleras, sin protestar, para protestar contra lo que creía una violación patente contra el derecho a la intimidad del silencio de la noche. (Acabo de caer en la cuenta que siendo el protagonista la voz narrativa, cometió un desliz, no dijo que era de noche). Cuando llegó a la calle, solo alcanzó a ver cómo con agilidad se subían unas figuras de bordes fosforescentes a los bordes de un enorme camión robotizado. ¡Vaya!, la tecnología tiene sus ruidos inconvenientes -exclamó. Se dio la vuelta y subió, ahora resoplando -bufff, aggg, bufff- los siete pisos de escalones, en total unos setenta -calculó- teniendo en cuenta el doble rellano en cada piso. Bueno-se consoló- hay que mantener a punto el músculo cardíaco -tac tac tac. No hay mal que por bien no venga.
Al fin, se sentó en la silla delante de lo que le pareció ya, un organillo de feria. Sus manos con cierta pereza lo tantearon por los lados en busca de una pretendida manivela que no aparecía; se vio obligado a agachar la cabeza y doblar el cuello para visualizarla por alguna parte, al poco, tuvo que ponerse derecho, mareado, sin encontrarla. Tampoco vio farolillos de colores colgando del techo, ni trajes de faralaes que cortasen el aire al bailar los volantes.... -tampoco era abril, andábamos por noviembre- decepcionado porque asumió tener una imaginación corta, se recostó sobre el respaldo de la silla y cerró los ojos. He ahí ahora su voz de nuevo, tengo que ausentarme un momento.
... Nunca lo conseguiré, cuando cierro los ojos veo estrellas pero no consigo abarcar el firmamento y no dejo de escuchar a pesar de hacerme el sordo. Las piernas me laten - tac tac tac- tengo agujetas en las axilas, las manos me tiemblan –bruoooo- mi imaginación se extravía en la imaginación, la inspiración la perdí por la escalera, la tecnología va por delante de mí años luz... ni siquiera encuentro una simple manivela... Mi ópera al traste... , ni zarzuela, ni bachata, ni mucho menos tango... ¿Eternidad? Dudo que llegue a mañana...
¡Eeeh!!! Estoy aquí otra vez, él necesita descansar, está hecho polvo, pobre, no me extraña, demasiadas trabas para conseguir escribir algo, ya no digo postrero como él dijo, fue demasiado optimista o presuntuoso, me refiero a algo decente para entretener el hoy, simplemente. Estos noveles se emocionan demasiado y, claro, luego se hunden tan rápido como se emocionan... ¡Atención! Parece que vuelve en sí, a ver que hace... Se despereza -oaaa, oaaa-, flexiona los dedos, los quiebra!, estira el cuello, cierra los ojos, sacude las manos, las deja caer desde lo alto... y oooooh!! Asombroso!!! ... una sirena suena a lo lejos -uuuh, uuuhh, niiinoo, niiinoo-, los inquilinos se transparentan por la paredes -runrún-, un perro aúlla –auuuu-, un bebé llora – buaaá -, desde la calle se oye cómo una pareja discute –sí, no, no, sí- y resuenan risas que vienen de vuelta-aj, aj, aj-, y el eco de un grito desgarrado –aaarggg-, la noche parece tener insomnio..., en el escenario se hace el silencio-chisssst- ..., me sitúo en platea, abro los ojos y escucho como suena mientras lo compone, un relato muy particular: “la melodía de lo cotidiano”.
Oíd, oíd ... Os dejo con él ...
¡Alto! Nos hemos quedado a oscuras. ¡Qué contrariedad! No veo nada, está visto que mi jornada se alargará hoy... cómo contaros ahora... ¡Qué inseguridad!, el relato temblará porque mi voz tiembla, -bruoooo- ¡me despedirán de nuevo! -en mi contrato tengo una cláusula que dice que me opongo a narrar un relato negro bajo ninguna circunstancia. Pero esto es solo un apagón o eso parece... ¡Aaaah! Habéis oído como yo, un desesperado: clic, clic-clic, clic y luego, un ahogado: ...c li ii i c...
Uhm... qué silencio, el ratón no funciona sin luz... ¿y ese clic?... ¡No!, ¡otra vez no!,¡no lo quiero ni pensar!, ¡otra vez sin cobrar, no! – sniff. Me tranquilizaré, -om, buff, om-, puede que se deba a que nuestro protagonista le dio al interruptor o intentase prender un mechero o accionar el cuadro del registro o por suerte... se atascase el... ¡No!, ¡no lo quiero ni pensar!... Cómo puedo trabajar si no veo. Creo que me buscaré otro trabajo, esto de ser narrador de inexpertos es harto complicado y hasta puede resultar peligroso para la salud. No aguanto más, estos aspirantes en su afán de ser originales me provocarán un infarto, me voy, dimito: ¡¡Plaf!!
Cuando bajaba a oscuras, un... ¡bang!... retumbó en la escalera. Una vez en la calle levanté la vista a la ventana ... entonces recordé que ese apartamento no tenía ventana. Ni porvenir...
- ¡Piiiii!,¡uuuh, uuuh!¡niinoo, niinooo...!

mamen

lunes, 5 de abril de 2010

ZAPATOS DE PIEL DE NAPA

Caminaba por la playa, junto a la orilla. El paso lento, la vista baja, sus zapatos de piel de napa marrón se hundían en la arena aún húmeda de la marea anterior. Siguió andando un buen rato, ajeno al rumor del mar y al sol que aparecía y desaparecía entre las nubes. A veces sus labios se movían, acompañados de un aleteo fugaz de las manos; entonces se detenía, alzaba la mirada y agitaba con brusquedad la cabeza. Fue en uno de esos momentos cuando descubrió al niño. Estaba de rodillas, al lado de un castillo de arena. El agua ya alcanzaba los muros y el niño cogía puñados de arena y trataba de reforzarlos. Era inútil. Las olas no cejaban en su empeño, incontenibles, cada vez más fuertes. Al final, los muros cedieron, el mar penetró en el interior, la torre se hundió y el castillo entero no tardó en convertirse en un montón informe de arena mojada. El palo que había hecho de mástil fue arrastrado por la espuma.
“Que pena ¿verdad?” dijo el hombre. El niño lo miró por un instante y, sin contestarle, cogió su pala de plástico y llenó el cubo con la arena del montón que fuera castillo. Llevó la carga unos metros más arriba de la línea de la marea, que seguía avanzando. Repitió la operación varias veces con gesto serio y concentrado. En ocasiones se detenía y, observando el progreso de su labor, canturreaba por unos segundos. Luego, con un brinco y una carrera, reanudaba su empeño. Cubo a cubo, el montón fue creciendo. Por fin, el niño posó el cubo y la pala, y dio unas vueltas en torno al montón. Lo miraba con fijeza, desde diferentes ángulos, como sopesando si había alcanzado el tamaño adecuado. Siempre con el mismo gesto grave y absorto, ahora parloteaba para sí.
El hombre le había estado contemplando en silencio, con la cabeza ladeada y un tanto abierta la boca, pero cuando el niño se puso de rodillas y metió las manos en el montón de arena, sus labios se cerraron de golpe y se arquearon en una sonrisa. Y la sonrisa no tardó en hincharse y en hacerse risa; y la risa, creciendo y creciendo, pronto explotó en carcajadas. Unas carcajadas informes; unas carcajadas incontenibles; unas carcajadas cada vez más fuertes que estremecían su cuerpo y le hacían tambalearse. El niño lo miró con los ojos abiertos de par en par, dudó por unos instantes, para de pronto salir corriendo y desaparecer playa arriba. Y allí quedaron la pala, el cubo y el nuevo montón de arena. Y también el hombre. Presa aún de las carcajadas, no advertía que las olas ya le alcanzaban y dejaban un palo en el charco donde se hundían sus zapatos de piel de napa marrón.

Ricardo Uriarte