jueves, 17 de junio de 2010

“De potros”

“A la hembra del caballo se le llama yegua, a las crías potros si son machos y potrancas si son hembras...” lo traduje en el club de hípica, en sentido literal. Pero esto que leí durante mi breve estancia en Rusia, sólo hizo de preámbulo de un pensamiento que nada tiene que ver con el texto posterior o al menos eso me pareció.
Y en sentido figurado os contaré que me contaron de forma literal que Vladimir Ivanovich, funcionario de segunda clase en el Parlamento Europeo, estaba que no cabía en sí de gozo. Había logrado lo que el zar Nicolás I había negado a su tatarabuelo. Por fin, se dijo, se hace justicia en la familia Ivanovich. Durante tres generaciones los rublos acumulados habían conseguido el fin para el que fueron amasados: conseguir saltar el potro de la marginación social. La coyuntura estructural del entramado funcionarial. Recién con el uniforme puesto con el emblema, un círculo de estrellas, a Vladimir Ivanovich se le hacía pequeño el espejo donde se contemplaba, rebosaba orgullo; el cristal de cuerpo entero parecía sin azogue, transparente, casi invisible. Resultaba como ausente, de tal forma que le pareció que si estiraba el brazo podía atravesarlo y tocar las estrellas.
De Natasha Volkóva, de escultural figura y con una excelente ubicación de todas sus partes, dijeron que pertenecía al BDSM. Era funcionaria de primera en el Parlamento Europeo y desde la convencionalidad de su cargo, culto y translúcido, había ido deslizándose hacia lo no convencional y opaco, a la subcultura del BDSM. La influencia de los jefes, abstrusa, le habían ido apartando de sus funciones primeras. Los rublos habían inundado el apartamento donde vivía, respetando sólo el espacio que rodeaba un antiguo piano heredado de la época del zar Nicolás I al que le guardaba el mismo respeto que a su familia y en el que Natasha Volkóva deshacía sus horas de ocio. Únicamente cuando se sentaba ante él se sentía libre, era como si hiciese una paloma con medio giro hacia delante, como saltar el potro en gimnasia rítmica. Como sanar el instante.
De Sergey Petrovich me contaron que de ser un funcionario policial de última clase en su país y debido a su condición atlética largamente entrenada, pasó a conseguir una plaza de guardaespaldas de un principal dirigente del Parlamento Europeo. Consideró que su esfuerzo tuvo recompensa, acción; muy lejos de lo que fue ser guarda ornamental de la puerta que guardaba el interior del palacio del zar Nicolás I. “Tengo suerte, pensó, hasta ahora nadie ha atentado contra la vida de mi protegido ni de la mía. No he conocido en serio el peligro”. Entre sus convecinos se sintió temeroso y extrañamente no ahora, ante desconocidos. Tuvo la convicción de que había conseguido domar al potro del miedo por casi los mismos rublos.
Y de Svetlana Popova, que fue una niña endiabladamente flexible, los huesos para ella tenían la capacidad de liberarse de tendones y músculos como la babosa se desprende de un papel de lija. Por ello, las medallas de oro en gimnasia la encumbraron hasta lo más alto, incluso por encima del poder que hubiese hospedado el zar Nicolás I. Pero con el paso del tiempo llegó la tortura, el dolor, la invalidez, la deformación y el escarnio.
Entonces el Parlamento Europeo le concedió una plaza en una institución donde los animales son terapeutas, a ella le asignaron un potro. Gratis.
No es lo mismo tener potro que potra, en sentido literal; ni en sentido figurado, ser potro que potranca. Y os contaré que me siguieron contando que para pasar de vivir de un mundo real a otro imaginado hace falta no sólo tener un buen potro, hay que hacer que salte, saber montarlo y ... tener potra. El epílogo del pensamiento se traduce en rublos o en su defecto en euros, que nada tiene que ver con el texto anterior o por lo menos eso dicen. Y esto es lo que oí en el Moscú Central Hipódromo el domingo por la mañana cuando hablaba de potros.
Por la tarde me dirijo al aeropuerto; en el camino desarrollo la trama de lo que pudiera ser mi pensamiento. No es lo mismo maniatar que tener libertad de manos. Estar obligado a ejecutar algo que tener la suerte de ejecutarlo. Tener como fin el tormento que la sanación.
Mañana me incorporo a un cargo en el Parlamento Europeo...
mamen

miércoles, 9 de junio de 2010

ELLOS

He huido. Hace unos días. Del apartamento. Por eso estoy aquí en esta pensión. Por eso os escribo. Para que sepáis, para que tengáis cuidado con ellos. Sí, con ellos… Voy a tratar de calmarme, voy a intentar contaros lo que ocurrió con fría objetividad. No quiero que penséis que estoy loco. No quiero que toméis mis palabras por delirios o fantasías. Haríais mal. En cualquier momento os puede pasar a vosotros lo que me ha sucedido a mí. Porque yo hasta entonces había llevado una vida normal. Sí, normal; todo lo normal que puede ser la vida de un profesor cincuentón, divorciado, con dos hijos ya mayores y que vive solo en un apartamento alquilado. Pero ellos lo cambiaron todo. Todo. Hará una semanas, quizás dos, no sé… Ellos… Sí, ellos… Porque ellos son así: astutos, seductores, traicioneros, bajo su cubierta inocente, se abre un abismo… pero debo calmarme, contar las cosas con objetividad, no quiero que me creáis loco y no os deis cuenta de su amenaza…
Empezó una noche. Estaba dormido cuando de pronto me desperté sobresaltado. Había oído un ruido. Me incorporé. En la penumbra del dormitorio no distinguí nada anormal. Escuché con atención durante unos segundos. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. Me tumbé de nuevo y no tardé en volver a dormirme. Al levantarme de la cama en la mañana lo vi en el suelo. Supuse que se había caído de la mesilla y que ese era el ruido que me había despertado. No le di mayor importancia, ¿por qué iba a dársela? No había ningún motivo lógico para conceder relevancia a tan nimio accidente. Muchas veces he pensado después que si entonces hubiera sabido lo que ahora sé, quizás el curso de los acontecimientos hubiese sido distinto, pero ¿cómo iba a saberlo?, ¿cómo iba a sospechar lo que estaba ocurriendo en mi casa, delante de mis propias narices? La noche siguiente dormí profundamente. Cuando me levanté no pude menos de dar un grito de sorpresa. De nuevo estaba en el suelo, pero esta vez no junto a la mesilla, resultado natural de una caída, sino en el umbral de la puerta, como si hubiera sido arrojado con fuerza. Me preocupé un poco. Deduje que en sueños lo había cogido de la mesilla y lanzado lejos de mí. Tengo cierta perversión psicoanalítica y aquel supuesto acto realizado en sueños me hizo suponer oscuras tormentas en mi inconsciente. Sin embargo, pronto olvidé el suceso. Por aquel entonces me creía sumido en problemas más transcendentales. Os lo podéis imaginar dada mi edad y situación: el definitivo fracaso de los sueños juveniles, el desencanto de una vida gris, la sensación del tiempo perdido, la cercanía de la muerte, el deseo de unas formas de mujer entre los brazos… Ahora añoro esos dolores teñidos de melancolía. Sin embargo, ya nunca podré volver a gozar de esas penas agridulces. Ellos me descubrieron su mentira y vanidad.
Fue a la tercera mañana cuando empecé a preocuparme. La noche anterior había preparado una prueba o quizás una trampa, no sé como llamarlo. Lo había puesto en el centro de mesilla, con un cenicero bien pesado encima. Me reía para mis adentros de mi propia astucia. Risa un tanto estúpida, lo sé, pues en aquel momento pensaba que la prueba o trampa era para sorprenderme a mí mismo en inconscientes actos nocturnos. El caso es que me dormí tranquilo y relamiéndome por anticipado del éxito de mis medidas. Cuando desperté encendí de inmediato la luz. Un grito se atoró en mi garganta. El corazón se aceleró y las manos comenzaron a sudar. No podía dar crédito a mis ojos. El cenicero estaba allí en el centro de la mesilla, pero debajo no había nada. Desde la cama recorrí con la mirada el suelo de la habitación. Ni rastro de él. Me levanté de un salto. Miré debajo de la cama, de la mesilla, de la cómoda: nada. Una idea imposible se fue abriendo en mi cabeza. No podía ser me repetía, sin embargo… Aspiré con fuerza y me dirigí al salón, que siempre dejo cerrado para que el humo del tabaco no se haga dueño del apartamento. Aún dudé un buen rato, en el pasillo, frente a la puerta, en pijama, con los pies desnudos y la mano derecha a unos centímetros de la manilla. Al fin me decidí, abrí y fui directamente al sitio que mi loca idea me había sugerido. Esta vez el grito salió de la garganta. Estaba allí, donde había imaginado, en el hueco que dejara cuando una semana atrás lo había cogido. Me volví a la cama con la certeza de que era sonámbulo.
La cuarta noche no dejé nada sobre la mesilla. La verdad es que temía poder causar alguna desgracia con mis excursiones nocturnas. Tardé mucho en dormir, incluso hasta pensé pasar la noche en vela, pero al final el sueño me venció. Me desperté a eso de las tres de la madrugada. Había dejado la persiana subida y por la ventana entraba la luz templada de las farolas. Recorrí con la vista el cuarto. No vi nada anormal. Escuché con atención. Todo permanecía en silencio, salvo una especie de murmullo de origen incierto. Supuse que era algún vecino con la televisión o la radio encendida. Me levanté para ir al baño. Abrí la puerta del dormitorio, que había dejado cerrada como un obstáculo un tanto inocente para mi sonambulismo. Temía tontamente las tópicas leyendas del sonámbulo que camina ignorante del peligro por cornisas y tejados. Salí al pasillo. El murmullo se hizo más intenso. Mascullé una imprecación. Los vecinos, me dije, deberían ser más cuidadosos con los ruidos: el sueño ajeno es sagrado. No había dado tres pasos cuando me entró la sospecha de que aquel murmullo no provenía de un apartamento vecino sino del mío. Al llegar a la puerta del salón ya no me cupo la menor duda: el murmullo salía de allí dentro. Era yo, pues, quien me había dejado la televisión encendida; sin embargo, no recordaba haber estado viendo la televisión aquella noche, es más, estaba seguro de no haberlo hecho. Pensé entonces que quizás el mando a distancia se había caído al suelo, o quizás alguna orden memorizada, o quizás, y más probable, había sido yo mismo en una reciente excursión de sonámbulo. Rabioso y desalentado, abrí la puerta del salón y entré. La televisión no estaba encendida, nada estaba encendido, en realidad en la estancia reinaba el mayor de los silencios. Sí, nada más había puesto la mano en la manilla y presionado hacia abajo, el ruido había cesado por completo, como la luz cuando das al interruptor. Un escalofrío recorrió mi espalda. El corazón comenzó a latir con fuerza en el pecho. Salí corriendo del salón y me derrumbé en una banqueta de la cocina. El recuadro de la ventana dejaba ver las primeras luces del día: pálidas, imprecisas, desvelando apenas el gris de los edificios de la urbanización donde vivía. No sólo era sonámbulo, también tenía alucinaciones.
Estaba equivocado, muy equivocado, pero ¿no os hubieseis equivocado también vosotros?, ¿no hubierais sacado la misma conclusión? ¡Decidme!, ¿qué otra explicación podía haber? Sí, era un error comprensible, inevitable, me atrevería a decir que hasta necesario. Cuando logré calmarme, tomé la decisión de ir al médico. Desayuné, me vestí, salí de casa y me encaminé al trabajo. Desde allí pedí hora para la consulta. Era viernes y me la dieron para el lunes a las diez de la mañana. Nunca fui. La verdad de lo que ocurría me esperaba aquella misma noche…
¡Aquella misma noche! Aún ahora tiemblo al pensar en aquella noche. Levanto los ojos del papel y miro con miedo a mi rededor. Sí, recorro con la mirada el cuarto de la pensión: la cama estrecha, la mesilla que cojea, el armario empotrado, el sucio color hueso de las paredes con dos baldas vacías y una burda litografía. No, no hay ninguno. Sé que no hay ninguno. He mirado cada cajón, cada esquina, cada hueco. He mirado una, dos, cien veces. Sin embargo aún temo; aún, cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Y me parece escucharlos, a cada poco me parece escucharlos. Porque los escuché, aquella noche los escuché, tan cierto como que ahora estoy aquí, encerrado en este cuarto, en esta pensión, escribiendo para advertiros, para que sepáis, para que no os cojan desprevenidos…
Me acosté a las doce y no apagué la luz. Estaba dispuesto a permanecer despierto todo el fin de semana, hasta la cita con el médico el lunes. No quería dormir, no quería pasear sonámbulo por la casa o sufrir una nueva alucinación. A eso de las cuatro de la madrugada apagué la luz. No para dormir, sino para descansar, ya que los ojos me picaban. Sin embargo, la tensión nerviosa que había soportado durante todo el día me había agotado y, sin darme cuenta, caí en una especie de inquieta duermevela. No sé cuanto tiempo permanecí en ese estado; no debió ser mucho, pues cuando salí con un sobresalto de él, todavía era de noche. Encendí la luz y me levanté para matar el tiempo comiendo algo. Antes de abrir la puerta del dormitorio supe que lo oiría. Y lo oí. Sí, de nuevo escuche ese murmullo que tan sólo un día antes había confundido con la televisión del vecino. A punto estuve de volver a la cama y taparme entero con las sábanas, pero me contuve. Todavía me creía presa de una alucinación y el hecho de que de alguna manera fuese consciente de ello, me daba la esperanza de que mi razón no estuviera perdida del todo. Me daba la esperanza y también un valor que me desconocía. Iluso: aún no sabía, ni sospechaba la verdad. Con una decisión que incluso ahora me estremece, salí al pasillo y me dirigí al salón. Mis pasos desnudos no hacían el menor ruido. Contenía la respiración y adelantaba los brazos en una instintiva postura de defensa. A cada paso, el murmullo aumentaba en intensidad. Era idéntico al que oyera la noche anterior. Por fin llegué frente a la puerta. Me detuve. El murmullo de voces llegaba ahora a mí como si sólo me separase de él una cortina. Entonces, mi cuerpo entero empezó a temblar.

Somos seres extraños, tan extraños que, a veces, en los momentos de mayor zozobra, cuando el miedo o la desesperación hacen presa de nosotros, lejos de actuar de forma acorde a las circunstancias excepcionales, tomamos actitudes propias de situaciones cotidianas. Yo estaba allí, frente a la puerta, oyendo un murmullo que creía nacido de mi mente enferma y, en lugar de correr al teléfono a demandar ayuda, fui vencido por una repentina e irreprimible curiosidad. Sí, aterrado como estaba, sólo se me ocurrió espiar aquellos murmullos. Y así lo hice. Conteniendo la respiración, temiendo que los fuertes latidos del corazón revelaran mi presencia, apliqué con sumo cuidado el oído a la puerta. Al principio no logré entender nada, pero de forma paulatina empecé a distinguir, primero palabras aisladas, luego frases casi completas, por ultimo la totalidad de la conversación. Entonces la verdad se me hizo clara y evidente. No me hizo falta abrir la puerta para comprobar quienes eran los que hablaban. Las cosas que decían, la forma en que se llamaban, el sonido de las voces… todo indicaba que eran ellos, que sólo podían ser ellos. No me creeréis, lo sé. Pensaréis que fue una alucinación de mi mente enferma. No os lo reprocho: yo también lo pensé. Sí, allí, en medio del pasillo, con el oído pegado a la puerta, lo pensé ¿qué otra cosa se podría sanamente pensar? Sin embargo, poco a poco fui adquiriendo la certeza de que aquello no podía ser fruto de mi imaginación. Yo no sabía hablar de aquella manera o, mejor dicho, de aquellas maneras. Porque cada uno hablaba de una forma diferente. Unos eran cortantes, otros prolijos; unos irónicos, otros trágicos; unos se adornaban, otros se despojaban de todo atavío. Los había cálidos y los había gélidos; los había que susurraban y los que alzaban la voz; los había oscuros y profundos como un pozo, y los que se mostraban claros y elevados como una torre. Sí, cada uno hablaba a su manera, y supe que su conversación era real, tan real como el frío que me iba penetrando por los pies desnudos. Quise despegar el oído de la puerta y ya estaba a punto de hacerlo, cuando algo me retuvo. De pronto, como el rayo recorta en luz el paisaje oculto en la noche, comprendí de qué hablaban. Lo que hasta entonces habían sido pinceladas en el aire, opiniones sobre un tema para mi desconocido, de súbito se plasmaron en un retrato preciso. Mi curiosidad se centuplicó. Todo mi ser se convirtió en atención ansiosa. Aferraba cada una de las palabras como el avaro sus piezas de oro, y cada una de ellas quemaba mis manos como plomo fundido. Sí, lo sé: debí apartarme de la puerta; pero seguí escuchando presa del vértigo de aquellas voces, hasta que el horror de la caída me hizo gritar. La conversación cesó como si nunca hubiera sido. Pero yo ya no podía engañarme. Los había oído hablar, había escuchado de qué hablaban, y el silencio que sucedió a mi grito era un eco desde donde sus palabras se volvían a abalanzar sobre mi. Entonces sí, entonces me despegué de la puerta, corrí al dormitorio, me vestí de cualquier manera y huí del apartamento. Y seguí huyendo y huyendo por las calles aún desiertas, donde las espigadas farolas se dejaban vencer por las primeras luces del día.
Y desde entonces estoy aquí, en esta pensión de mala muerte. Por ellos. Y os escribo para que sepáis, para que tengáis cuidado. De ellos. No me creáis loco; mi única locura es haber conocido la verdad. Porque ellos son así: astutos, seductores, traicioneros, bajo su cubierta inocente, se abre un abismo, tu propio abismo. Jamás podré olvidar lo que dijeron. A cada instante me parece escucharlo. Ahora también. Sí, ahora mismo, mientras os escribo, vuelven todas y cada una de sus palabras a mí, como si estuviera de nuevo con el oído pegado a la puerta del salón. Y levanto la vista del papel y recorro con la mirada el cuarto y me levanto y registro por enésima vez cada cajón, cada esquina, cada hueco. Sé que no hay ninguno, pero aún temo; aún, cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Y los escucho, a cada poco los escucho; escucho al que se jactaba de haberme tenido entre sus manos días y noches; al que se reía por haber modelado mi cerebro con sus quimeras; al que alardeaba de haber acelerado o detenido mi corazón al compás de su voz; al que había hecho huir mi mirada de su mirada; al que arrojó mis entrañas contra mis ojos; al que reveló mis deseos inconfesados; al que desnudó mis ambiciones ocultas; al que dio luz a mis miserias; al que me supo nombrar… Sí, los escucho, a todos los escucho, ahora mismo los escucho. Yo que creía saberlo todo sobre ellos y eran ellos los que sabían todo sobre mí.
Ellos, sí, ¡ellos!

Ricardo Uriarte

miércoles, 2 de junio de 2010

LA PLAYA

Llega un hombre a la playa. Va vestido con bermudas y camiseta, ambas de colores fuertes y alegres. Lleva un sombrero blanco con alas amplias. Porta una sombrilla, una silla y una bolsa de playa. Tras buscar un lugar a su gusto, instala la sombrilla y coloca debajo la silla abierta. De la bolsa saca una toalla y la extiende fuera de la sombra. Sin desvestirse, se queda en pie, de espaldas a sus pertenencias y contemplando el mar y la playa. Al cabo de unos segundos se pone a hacer flexiones y estiramientos, de forma muy poco flexible y gimnástica. Al tiempo, habla)

Hombre.– ¡Va a hacer un día espléndido! No me negarás ahora que ha sido una estupenda idea venir tan temprano. No hay ni un alma… ni siquiera ha llegado el socorrista. Sólo están las gaviotas y nosotros… ¿no tienes la sensación de ser el propietario de toda esta belleza que nos rodea?… ¿No dices nada?... ¡Ah! Ya sé lo que te preocupa: la bandera ¿verdad? Con este tiempo lo más seguro es que la pongan negra. En el hotel he oído que llevan una semana con bandera negra; y los turistas están que trinan con la prohibición de bañarse… aunque a ti eso de trinar te coge un poco a desala ¿verdad?... ¿Tampoco dices nada? Estás muy callado esta mañana. Era una broma, ya sabes: “desmano… desala”, ¿comprendes? Un juego de palabras... ¡Oh, perdona! ¡Cómo se me ha podido olvidar…! De verdad, lo siento, ya voy, ya voy, no te preocupes, ya voy…

(El hombre se acerca a la bolsa y saca un flotador deshinchado. Se lo lleva a los labios y sopla con energía. Cuando lo hincha, lo posa encima de la toalla: es un flotador en forma de pato y de color amarillo)

Hombre.– Así esta mejor… No sé cómo… Habrá sido la excitación del primer día de playa. No estarás enfadado ¿eh?... eres estupendo… La verdad, eres un amigo como pocos… ¿Qué, no te lo decía? ¿A que hace un día magnífico? El cielo sin una nube, la mar como un plato, ni rastro de viento… un verdadero día de verano y playa, sí señor. No hay nada como los verdaderos días de playa, tienen un algo de indudable, en sus auténticas maneras. Ya sé que he sido redundante, pero me encanta ser redundante en un auténtico, indudable y verdadero día de playa. Me concederás estas pequeñas debilidades retóricas, ¿verdad? Sé que no son de tu agrado, pero de vez en cuando debemos ceder en el rigor lingüístico, para recuperar el alma de gacela de las palabras… ¡Eh! ¿Has oído?: el alma de gacela de las palabras. Es bueno, ¿no crees? Lo tengo que apuntar. Recuérdamelo para que no se me olvide... ¿Cómo?... De acuerdo, Cuá, de acuerdo. Tú eres un pato francés y, como buen francés, tienes una mente cartesiana y prefieres el concepto al símbolo, lo general a lo particular, la palabra clara y precisa a la ambigua y polisémica. En definitiva, sabes descender a las partes por medio del análisis, para luego elevarte al todo a través de la síntesis. Reconozco que toda metáfora, por reveladora que sea, embellece lo sugerido y por tanto lo deforma. Si, Cuá, sí, tienes razón: la metáfora ilumina pero, debido a su propio brillo, deslumbra y ciega. Pero ¿qué quieres que yo le haga? Mi pensamiento es más analógico que lógico, y si veo una nube con formas que recuerden, por lejanamente que sea, a la anatomía humana, soy incapaz de pensar en los efectos de la evaporación y la condensación o en el movimiento caótico de las moléculas de agua; por el contrario y de forma inevitable, mi mente se desliza por el juego de las semejanzas y comienzo a imaginar al ser humano llevado de aquí para allá por el viento irresistible del destino o la necesidad. De ahí a hablar de gacelas o a caer en la cursilería de calificar la lluvia como el llanto de la humanidad no hay nada más que un paso. Trato de no darlo, pero cierto es que aunque no lo dé, el camino está abierto para darlo. Soy así, Cuá, ¿para qué negarlo? Mi forma de pensar es vaga, juguetona, veleta, saltimbanqui, prestidigitadora, estética… afirmo que lo más profundo es la piel sólo para no reconocer lo superficial de mi mirada. Soy como aquel que queriendo resumir la belleza inefable de un paisaje: ríos, montañas, bosques y praderas, se limita a recoger un colorido y fragante ramo de flores silvestres. Se cree poeta por ello, pero no es siquiera abeja que recolectara polen, es avispa solitaria y estéril, menos aún, es… ¿Cómo dices?... Tienes razón, Cuá, de nuevo tienes razón. Me vuelvo a dejar llevar por las metáforas. Se cree poeta, pero simplemente es un hijo del asfalto que, cuando vuelva a casa, dejará olvidado el ramo de flores silvestres encima del salpicadero de su cuatro por cuatro. Te envidio, Cuá, envidio tu lucidez, tu inteligencia, tu palabra clara y precisa, tu negación sin concesiones de la retórica y la poética. Pero yo no soy así, Cuá, a ti te gusta llamar a las cosas por su nombre, a mi poner motes y diminutivos ¿Qué hay de malo en ello? Después de todo lo del alma de gacela de las palabras no hace daño a nadie. Además es bonito… Tengo que apuntarlo ¿Me lo recordarás cuando lleguemos al hotel?... De acuerdo, Cuá, de acuerdo. De lo que hay que acordarse es de otras cosas. Pero uno no puede estar toda la vida acordándose de esas cosas… ¡Touché, Cuá, touché! Tienes razón, si hay bandera negra seguro que lo vemos y no tendremos necesidad de recordar nada, pero reconóceme al menos que mientras tanto… ¡Mira! Ahí llega el socorrista, ¿lo ves? Ahora sabremos que bandera pone… ¿una apuesta? No sé, no sé, me temo que la cosa está cantada y que ni el mismísimo Pascal apostaría en contra… A ver, a ver… justo: bandera negra. Mi querido Cuá, nuestro gozo en un pozo. Creo que nos tendremos que conformar con meter los pies en el agua. A ti hasta cierto punto te da igual ¿no? En la misma orilla te cubre… ¡Vale, vale! Ha sido un rasgo de humor negro inconveniente y más en este caso, pero… ¿Irnos? Pero ¿por qué, Cuá?... De acuerdo, de acuerdo, no quieres ser hipócrita, no quieres seguir el juego al sistema, quieres protestar, manifestar tu repulsa. De acuerdo. Pero ¿qué conseguiríamos con irnos? ¿Mejoraría en algo su suerte? ¿Dejaría de pasar? No, Cuá, no: todo seguiría exactamente igual… Ya, ya, por algo se empieza, pero ¿por qué tenemos que empezar nosotros?, ¿y por qué hoy y no mañana… o pasado mañana? Es nuestro primer día de vacaciones, Cuá, debes comprenderlo. Hemos estado todo el año trabajando como burros y creo que nos merecemos disfrutar un poco. Digas lo que digas no vamos a hacerlos ningún mal quedándonos, ni ningún bien yéndonos… Eres un jacobino, Cuá, eso es lo que te pasa. Como buen francés eres un completo jacobino. ¿Te crees que a mi no me indigna? ¡Claro que me indigna! Pero, de verdad, el que nos vayamos no va a servir para nada… ¿Sabes? Se me ocurre una cosa, ¿Qué tal si te leo un poco de tu libro favorito? Así uniremos lo lúdico con lo serio, y el placer no adormecerá nuestras conciencias. Es una idea estupenda, ¿no te parece? Lo tengo en la bolsa, para que luego digas que nunca pienso en ti… Aquí está: “El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte”… La verdad, Cuá, no sé como te pueden gustar estas cosas. Ya sé que es un libro sobre La France y Bonaparte, y para un francés La France es La France, y Bonaparte es Bonaparte aunque sea Luis y no Napoleón; pero lo ha escrito un alemán, Cuá, y los alemanes casi siempre son demasiado alemanes, sobre todo cuando todavía no eran alemanes y escribían sobre Francia. ¿No preferirías El Principito? El autor era francés y volaba como tú… ¡No seas grosero, Cuá!, ¡haz el favor de no hacer esos ruidos tan… tan escatológicos!... Bueno, te leeré un poco del bromuro este, a ver si dejas de protestar por todo.

(El hombre se pone a leer)

“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”… (Deja de leer) ¿Qué?... ¿Otra vez? ¡Ya van dos! Mira que eres cabezota. Ya te he dicho que nos vayamos o nos quedemos todo seguirá igual. Además, si nosotros nos vamos ¿dejaría por ello de venir la gente? No, Cuá, no, la gente vendrá igual… Fíjate, ya está llegando… y en masa… ¿Cómo?... Lo sé, lo sé: detestas la masa, las procesiones, el individuo posesivo; lo tuyo es el citoyen cantando a pleno pulmón la Marsellesa. Pero, mi querido Cúa, uno no puede ser todo el rato citoyen, ni estar entonando Les Enfants de la Patrie a todas horas. Reconócelo, sería agotador. Uno necesita quitarse el traje tricolor y vestir con los propios colores de vez en cuando, ser uno mismo, vamos… Ya, ya… te entiendo, te entiendo y no te quito la razón del todo. Es cierto que ese uno del que hablo en muchos casos no es más que una fotocopia de otros muchos, y los propios colores no son más que una estrecha gama del gris dominante… en definitiva, la masa que detestas. Pero eso no niega que en otras muchas ocasiones ese uno sea la manifestación legítima de la subjetividad de cada cual, del propio carácter y personalidad, de nuestras únicas e irrepetibles conexiones neuronales y anatomía cerebral… ¿Eh?... Eso ya no, Cuá, eso ya no. Tú serás muy sans coulotte, pero como buen francés detrás de tu radicalismo republicano se esconde el aristócrata borbónico. No está bien que para defender tus ideas sobre la plebe, te metas con esas señoras gordas y esos señores barrigudos. Cierto que lo llenan todo de hamacas, sombrillas, bolsas y olor a crema; cierto que no paran de dar voces y ponen la radio excesivamente alta; cierto que sacuden las toallas como si estuviesen en la ventana de su casa; cierto que desde un particular punto de vista estético quedan un tanto ridículos las unas en bikini y los otros en bañador… Cierto, de acuerdo, todo eso es cierto. Pero tú mejor que nadie deberías saber que la bulimia es un problema de salud y no un motivo de censura o mofa. Además, también tienen derecho a estar aquí. ¿Acaso no fuisteis vosotros los que proclamasteis les droits de l’homme et du citoyen? ¿Acaso no guillotinasteis a un rey para que esas señoras gordas y esos señores barrigudos fuesen pueblo soberano, cuerpo electoral y pudiesen ir de vacaciones una vez al año para disfrutar del sol, del mar y de los granos de arena en la tortilla de patatas y los filetes empanados? ¿Acaso…? ... Perdona, Cuá, perdona… Me he puesto vehemente y un tanto agresivo contigo, pero a veces esa manía tuya de tomar la Bastilla a cada poco me da como puntadas en las entretelas y no puedo evitar saltar y amotinarme. Lo siento, de verdad, lo siento… Además, mira: ya está la playa hasta la bandera. ¿Te das cuenta? Venga a hablar y a hablar ¿y hemos arreglado algo?: no; ¿y hemos disfrutado de tener la playa para nosotros solos?: tampoco. ¿Ves como no se gana nada discutiendo? Cada cosa tiene su momento, Cuá, y hay un momento para cada cosa. Y la vida esta llena de cosas y de momentos. Pero las cosas y los momentos sólo existen en el presente; es más, sólo existe el presente y todos debemos aprender a ser y estar en el presente y no perdernos con pasados, futuros o problemas como los de la bandera negra cuya solución se escapa, si no a nuestra mirada, sí a nuestras manos. Es nuestro propio yo y los seres queridos el verdadero territorio de nuestra… ¿Cómo?... sin embargo… espera… sí, sí… no, no… pero Cuá… pero, pero… ¡Touché, Cuá, touché!... Tienes razón. No había caído. Me rindo. Aunque me rindo sólo en ese aspecto que apuntas. En el resto… que sí, que sí… que en eso tienes razón: es una nueva muestra de lo que me pasa… o de lo que soy, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo: no me doy cuenta de esos pequeños detalles… Sí, sí, sí; ya sé que no son pequeños detalles. En realidad, los pequeños detalles son de los que yo hablo. Yo me pierdo en lo accesorio, mientras tú sabes ir al corazón de lo esencial. Es lo malo de vivir en el mundo de las ideas… de las ideas vaporosas, claro, porque tú sabes vivir en el mundo más real de las ideas afiladas. Yo no. Quizás sea por mi carácter, por mi educación o porque, sencillamente, soy un hombre blanco de clase media y tú un pato amarillo de todo a cien made in France… quizás, no sé. El caso es que es así y no puedo cambiarlo… o no quiero… o no sabría cómo… o, simplemente, me dejo llevar porque, en el fondo, la corriente general es cálida o al menos tibia y afuera hace frío, mucho frío… Sea como fuere, te reconozco que esta manera mía de ser y estar en el mundo tiene mucho que ver con el embalaje… Sí, sí, con el embalaje. ¿Te sorprende el símil?... ¿No?... ¿Te irrita?... Me lo suponía, pero ya sabes de mi querencia por las figuras retóricas: hablar es fácil y hablar pintando las palabras mancha las manos pero sólo con pintura, y el mercado está lleno de pinturas que se quitan con agua y que no necesitan disolventes que, quieras o no, siempre dejan mal olor… Pero si, por un momento, reprimes tu justa irritación, te diré que con el símil del embalaje me quería referir a que mis ideas vaporosas son como una caja de madera, con un cartel de frágil en el exterior y repleta de paja, algodones y poliuretano en el interior; caja en la que voy metido y en la cual viajo por la vida. Irá en los hombros de otros, recibirá golpes, quizás a veces se pierda en una cinta sin fin o se quede olvidada en algún almacén, pero yo, allí dentro, como si tal cosa: encogido, arrugado, claustrofóbico, pero como si tal cosa… ¿Comodidad, hipocresía, cobardía?, lo que tú quieras, pero no doy para más. Claro que a ti todo esto te sonará a disculpas, y me repetirás que quien tiene suerte soy yo y no tú, por muy pato y francés que seas o, mejor dicho, por ser tú pato y francés. Pero ya te he reconocido que los pequeños detalles, que en realidad son grandes y no detalles, se me escapan y no había caído en lo que dices. Pero Cuá, de verdad y en mi descargo, nunca se me había ocurrido que siendo como eres de plástico por fuera y de aire por dentro pudiesen utilizarte para… aunque, claro, he de reconocer que, tratándose de la patria de la liberté, la igualité y la fraternité, todo es posible… ¿Eh?... Ya, ya… No lo niego… Por supuesto, por supuesto… ¡Touché, Cuá, de nuevo touché! Te doy toda la razón. Pero escúchame un momento. No quiero establecer una competencia contigo sobre quién de los dos es el más desgraciado; pero tú también debes reconocer que mi vida no es para tirar cohetes. He llegado a la mitad de mi existencia, Cuá. El tiempo ha pasado casi sin sentirlo, y el que me resta pasará con la misma inútil fugacidad. Soy una mota de polvo en un universo frío, indiferente, ilimitado, expansivo, inflacionario; una mota de polvo nacida de los gradientes de energía y sometida a la segunda ley de la termodinámica; una mota de polvo que siempre se ha sentido mota de polvo, que continúa sintiéndose mota de polvo y que morirá sintiéndose mota de polvo. Y todos estos años sólo me han servido para darme cuenta de una cosa: me han engañado. Así de simple, Cuá: me han engañado, desde pequeño me han engañado... ¡No, no!... Espera… Escucha un momento… No te voy a soltar el rollo de la infancia. Ya sé que soy mayor y he tenido tiempo de superar los traumas infantiles. Pero es que tú no lo entiendes del todo. Lo sabes por los libros, pero no por la experiencia. Tú nunca has sido niño, Cua, tú siempre has sido un pato amarillo, francés y maduro, y no sabes lo que es realmente la infancia. De verdad te lo digo, Cuá, no tienes idea de lo que significa ser niño. Porque todas esas historias del paraíso de la infancia no son más que espejismos de la memoria, necesidad de embellecer con tules una piel arrancada a tiras, vapores aromáticos para hacernos olvidar el planchado de nuestro cerebro. No, no exagero: digo la pura y dura verdad. Estoy convencido de que el ser humano sería mucho más feliz si no tuviera infancia, si nunca hubiese sido niño, si como tú naciese ya mayor, hecho y derecho. Sí, Cuá, sí; todos los males del ser humano nacen de haber sido niños y de haber estado durante años bajo el poder de unos mayores, que a su vez fueron niños en manos de otros mayores, que también fueron niños sometidos a otros mayores y así sucesivamente, generación tras generación, hasta el mismísimo australopitecos. ¿Comprendes, Cuá? Me engañó mi madre, me engañó mi padre, me engañaron mis maestros, mis maestras ¡todos me engañaron! Cuentos sobre cuentos, mentiras sobre mentiras: una montaña de cuentos, una cordillera de mentiras. El mundo no es como me hicieron creer, ni como me dejaron imaginar: ni yo iba a ser ese yo que me auguraron, ni el otro iba a ser ese otro que me prometieron, ni las cosas iban a ser esas cosas que me aseguraron. No, Cuá no, el mundo no iba a ser así, no podía ser así, porque el mundo no es así. El mundo es una interminable cadena de falsedades de la que estamos presos, un contrato leonino, una cruel y hedionda estafa o, como tú dices: una inmensa granja donde nos hinchan el hígado para hacer de nuestra vida foie-gras… ¿Cómo?... ¡De acuerdo, de acuerdo! No es lo mismo: yo soy un hombre blanco de clase media y tú, aunque amarillo y de plástico, eres un pato francés… ¡Lo sé! ¡Lo sé! No caigo en los pequeños detalles que en realidad son grandes: en tu caso el hígado y el foie-gras son reales, en el mío sólo metafóricos, pero ya conoces mi querencia por símiles y metáforas… ¡Que sí! ¡Que sí! ¡Tienes toda la razón!, pero ¿qué quieres que le haga?, ¿qué quieres que te diga? Las cosas son así, Cuá: je suis desolé, mais vous n’ avez pas la priorité…

(El hombre de pronto se sobresalta y mira a su rededor)

Hombre.–Pero… ¿Qué pasa?... ¿Qué es ese barullo?... El silbato del socorrista… todos corren a la orilla… señalan el mar… ¿Será?... Sí, sí, debe ser, seguro que es… pero no puedo verlo bien… no me deja todo ese gentío en la orilla… Espera, te subo y tú con tu vista de pájaro seguro que puedes…

(El hombre coge al pato y lo eleva sobre sí con los brazos en alto)

Hombre.– ¿Qué, ves algo?... dime, Cuá, ¿qué ves?... ¿Una?... ¿sólo una?... Vale, vale, sólo una… ¿está muy lejos?... ¡Quinientos metros! ¡Diablos eso es muy cerca!... ¿Cuántos van?... ¡Cincuenta y cinco!, ¡hasta los topes!... ¿Cómo?... ¡Treinta hombres!... ¡Diez mujeres!... ¡¿Qué?!... ¡Tres embarazadas!, ¡rayos, qué vista tienes!… ¿También niños?... diez niños… ¡Qué dices!, ¿tres bebés?, ¿estás seguro?... Vale, vale… ¡¿Muertos?!... ¡Cinco muertos!... ¿Que va a zozobrar?, por favor Cuá, no seas agorero… ¿Un veinte por ciento de probabilidades de arribo? ¿Estás seguro, Cuá?... Bueno, bueno, no te pongas así, ya sé que eres ave acuática y sobre esto sabes más que yo, pero… ¿cómo?... ¿está derivando?... ¡Una corriente!, ¿hacia dónde?... ¡La playa de los ingleses!... Eso está detrás de aquel cabo… ¿Llegarán?... ¿sólo un diez por ciento?, desde luego Cuá eres la voz de la esperanza… ¿La pierdes de vista?.. ¿Ya ha doblado el cabo?... ¿Sí?... Ojalá tengan suerte, la playa de los ingleses está más recogida que ésta y… ¿Cómo?... Vale, vale, ya te bajo… No tienes porqué enfadarte, yo no tengo la culpa…

(El hombre baja al pato y lo posa en la toalla. Mira de nuevo al mar y a la playa)

Hombre.– ¡Mira, Cuá!, ¡el socorrista! ¿Irá?... Sí, sí, parece que va… ¡espera! … se para… habla con alguien… señala… hace gestos… sigue hablando… asiente… asienten los dos… Sí, sí, ¡va!... se acerca… ya llega… sube la escalera… la va a cambiar, Cuá, la va a cambiar… ¿cuál pondrá?... espera, espera… ya la iza… es… es… es… ¡es verde, Cuá, es verde!... ¿Oyes?... ¡Vaya griterío!, ¡vaya risas!... La gente señala la bandera y salta y se abraza y grita y ríe… ¡Mira, mira! Todos corren a coger los balones, los paipos, las gafas, las aletas… Sí, sí… Ahora van en masa a la orilla, se meten en el agua, chapucean, se salpican, se zambullen, nadan… y ríen y gritan… y gritan y ríen… Y luce el sol; y no hay viento; y no hay nubes; y el mar está como un plato; y es verde, verde, verde… Pourquoi, Cua… pourquoi?!


Ramón