viernes, 19 de marzo de 2010

“La trapecista"


- Hola, qué tal estás...
- bien, bien... un poco sorprendida... creí que no...
- ... que no te llamaría... yo tampoco lo creí...qué quieres beber...
- anís con hielo...
- ...umh...por favor, un Marie Brizard con hielo – le pidió él- no has cambiado... por lo que veo sigues en el trapecio...
- sí... bebida de trapecista... pero eso ya no tiene gracia...
El público medio llenaba el bar, las luces envueltas de un humo blanco como cortinas se descorrían y la alumbraban de frente.
- siento mucho lo que sucedió -ella miró al suelo y él carraspeó antes de seguir hablando- me volví loco...
- sí... que absurdo, en un momento se pierde la razón y no lo puedes evitar... -bebió un sorbo y el frío del trozo de hielo se le pegó a los labios mientras sintió que el calor del líquido le atrapaba la garganta.
- ... incomprensible... yo... me arrepiento... no me lo explico...
- es absurdo arrepentirse... lo hecho, hecho está...-siguió ella.
- pero...me arrepiento de verdad, no volverá a ocurrir -dijo medio ahogado, con la angustia del que cree que va a morir y se resiste- te pido otra oportunidad...
Las luces detrás del humo negro ocultaron su rostro, ahora él pareció invisible.
- en el trapecio no hay otra oportunidad... -contestó ella en un susurro, luego apuró la copa, el hielo diluido no le golpeó, esta vez, los labios; ahora sintió de verdad que el licor le quemaba el estómago.
- pero... yo te...
Sin dejarle continuar, ella continuó:... no hay red... ni miedo porque sabes de antemano lo que puede ocurrir...
- te prometo, te juro que...-replicó desesperado.
el bar pareció vacío, mudo, claro, sin humo, la luz resplandecía con toda la fuerza de sus vatios iluminando a ambos y ella siguió hablando como si no le oyese.
- ... sabes que si caes no existe otra oportunidad... entonces se levantó de la silla y salió, el bar se llenó de indiferencia, el público parecía que no miraba a ningún lado y las luces palidecieron tras la cortina de humo.
- pero...yo te...te juro que... –repitió él sin moverse cuando ella se balanceaba, ya, en el aire de la noche.

mamen

martes, 16 de marzo de 2010

El cofre

Mi venerado abuelo murió mucho antes de nacer yo. Tenía exactamente mi edad de ahora. Solo queda de él esta gran caja de madera, que utilizo de asiento ante la tabla que hace de escritorio. Aunque no lo conocí, su presencia invadió los años de mi niñez. El abuelo había salvado a mi papá de las garras del hambre. Algo oscuro había sucedido en la gran ciudad tras la colina a la que nunca me llevaban. Una gran casa había sido destruida por rayos y centellas. Y el niño que mi padre fue y las niñas que habían sido mis tías sufrieron el frío, el miedo y el dolor que yo, gracias al querido abuelo, desconocía y desconocería siempre.

Cada taza de chocolate que en mi merienda servía la doncella era azucarada con la presencia del hombre que una mañana había salido de las ruinas de su casa tras despedirse de los suyos. Aquel que había sido “robusto como un roble” y que ahora estaba quebrado bajo sus andrajos, había caminado todo el día atravesando los bosques nevados que yo podía ver allí, a lo lejos. Mi abuelo iba descalzo aunque sus pies estaban llenos de llagas y yo nunca, pero nunca jamás, debía quejarme de mis bonitos zapatos de charol. Sus manos eran trozos de carne podrida que casi no podían sostener un pequeño maletín donde llevaba el único collar de la abuela rescatado de las llamas.

Fuego, niños llorando y un hombre grande pero roto a pedazos que caminaba entre las llamas y trepaba por laderas heladas, y que seguía caminando hasta un casino. La primera vez que salió esta palabra en la historia construida a retazos tras la merienda, me eché a reír. Mi padre me pegó en el cogote. Un golpe seco que convirtió la divertida casita que había imaginado mi mente en un lugar tenebroso que se tragaba a mi abuelo, con sus trozos de piel y de carne cayendo detrás de él. Nadie entendía como había conseguido burlar a los guardianes a pesar del pavor que causaba y esconder tras sus ropas que se caían a pedazos los pedazos de sus propios brazos. El picor de los encajes de mis camisas de lino debía servirme para agradecer eternamente esta proeza al gran hombre que había sido mi abuelo. A mi me hubiera gustado también caminar hasta la ciudad sin zapatos y sin encajes, pero que ni se me ocurriera alejarme mas allá de la cerca del río. Un domingo, sin embargo, me atreví a esconder allí los zapatos y caminé unos pasos, pero me volví enseguida, pues no acababa de comprender qué tipo de hazaña debía hacer en ese lugar de nombre tan irrisorio.

Contaban que él había estado allí toda la noche y fue al amanecer cuando le vieron regresar tambaleándose por el peso de un gran bulto. Era el cofre que adorna nuestra entrada, decían, ese que tanto me gustaba. Y que, gracias a él, yo podía tomar tantos chocolates y de mayor podría estudiar lo que quisiera y tener todo lo que me apeteciera. Le vió primero la tía María, que era de la edad mía entonces, desde la ventana de lo que quedaba de cocina. La tía Rosa decía que también ella había sido la primera, que pudo verle con el brazo que aún tenía algo de carne arrastrando la caja. Que el abuelo gritó llamando a mi abuela, decía mi padre, y que no hiciera caso a las tías, que el primero había sido él, aunque era mucho mas pequeño que yo. La tía Ernestina que ella no pudo verlo pues era un bebé, pero que sabía que el abuelo se subió al cofre bajo la nogala y que todos le vieron arrojar una soga sobre la rama y anudarse a ella. Y que no se atrevieron a salir hasta que el sol se alzó tras los montes e iluminó al abuelo, lo que quedaba de él, decían, colgado del árbol y a aquel cofre gracias al cual yo podría hacer de mi vida lo que desease. Como subirme a él y lanzar una soga por esa viga.

MARIAN

viernes, 12 de marzo de 2010

Aunque la mona se vista de seda


Los temores habían sido derrotados por fin. Se había pasado la noche en vela dándole vueltas al asunto y lo había decidido. Al menos esta última vez vencería los miedos que le habían amarrado durante toda su vida.
De una forma sorprendente, incluso para el mismo, había barrido con determinación los últimos rescoldos de duda y lo había dejado zanjado. Sería ese mismo día.
Se levantó y aún en pijama encendió el ordenador y entró en las dos cuentas que tenía. 42.439 € en total. El fruto de toda una vida de ahorros.-El seguro para la jubilación- Pensó con rabia mientras una sonrisa amarga aparecía en su boca. Hizo un traspaso y todo quedó en la misma cuenta.
A continuación miró el correo. Mandó un par de mensajes esquivando los típicos compromisos más cargados de cortesía que de amistad y lo cerró para no volverlo a abrir nunca más.
Se vistió, salió a la calle y se sintió ligero y casi feliz. Ni siquiera le dolía el costado. Le costó encontrar donde poder comprar langosta y caviar. El champán fue más fácil. Falto de experiencia y decidido como estaba a hacerlo a lo grande simplemente fue escogiendo lo más caro. Después le tocó el turno a la ropa. Smoking con camisa de seda, abrigo negro de lana, bufanda blanca, también de seda, y zapatos de marca. Ya al salir de la tienda añadió al lote una bata de seda color burdeos con unas zapatillas a juego que lucían una especie de escudos heráldicos. Por primera vez en su vida firmó sin mirar ni el desglose ni el total.
Tras dejarlo todo en casa se acercó a su sucursal habitual. Pensaba haber dejado unos diez mil euros para los gastos, pero envalentonado por las compras anteriores decidió sacarlo todo y vengarse del banco. Qué poco ocupaban siete millones de pesetas en billetes de quinientos euros. De vuelta para casa entró en una cuchillería. En principio atrajo su atención un puñal japonés por su aire épico y exótico, pero al final se decidió por el barroquismo de una navaja barbera con cachas de nácar. Tenía tacto de seda y un filo con brillo de muerte digna.
Entró en el casino decidido a terminar pronto. Al fin y al cabo lo difícil era ganar. En la primera hora perdió treinta mil sin que se le moviera un pelo. Sólo acariciaba las cachas de nácar de la navaja en el bolsillo entre jugada y jugada… Y disfrutaba, disfrutaba como nunca viendo la cara de admiración que suscitaba su aspecto aristocrático y distante. Y la elegancia con la que perdía. Además el costado seguía sin doler.
Después la suerte dio la vuelta y comenzó a ganar. Cuanto mas arriesgadas y absurdas eran las apuestas mayores eran las ganancias. Empezó a dar propinas ingentes a los crupieres y a hacer regalos inmensos a sus compañeros de juego, pero como por arte de magia sus ganancias seguían aumentando.
Cuando aparecieron los dos primeros muchachotes se le disparó la alerta. Palpó la navaja en el bolsillo, pero había dejado de ser un talismán cómplice para transformarse en un objeto absurdo. Al aparecer tres más, quedó claro que controlaban discretamente sus acciones mientras cuchicheaban entre ellos. En el momento en que el que parecía el jefe comenzó a hablar con determinación a la solapa del traje se dio por derrotado. Recogió sus ganancias sin contarlas y enfiló la salida procurando hacerse transparente.
Cuando llegó a casa, en un último intento de seguir con el plan previsto, abrió una botella de champán y se sirvió una copa para darse ánimos. Cogió la navaja y ceremoniosamente la colocó en su caja junto a la bañera. A continuación se quitó el smoking y se enfundó la bata de color burdeos y las zapatillas a juego. Se acercó a la bañera, puso el tapón y abrió los grifos para su último baño de agua caliente.
Al levantarse y ver la navaja de cachas de nácar en su caja de seda negra a los pies de la bañera se le encogió el estomago y tuvo que salir a buscar más champán. Se bebió una copa sin respirar, pero el ruido del agua cayendo a chorro en la bañera y el recuerdo de la navaja con cachas de nácar en su caja de seda negra le hicieron prescindir de la copa para seguir bebiendo a morro. Al terminar la primera botella entró en el baño y cerró los grifos sin mirar a la navaja. Cuando la segunda botella iba mediada el dolor en el costado apareció. Primero de forma tenue para hacerse pronto insufrible. Ya entre brumas recordó que se había saltado dos tomas de la medicación. Fue hasta la mesita donde tenía su farmacia particular y en un arranque de desesperación comenzó a tragarse las pastillas de todos los frascos empujándolas a base de champán.
Lo encontraron muerto a los tres días. Estaba tendido en la alfombra del salón, vestido con la bata color Burdeos y envuelto en su propio vómito.
La policía vio la langosta, el caviar y el champán en la nevera. También vieron el abrigo negro de lana con los bolsillos repletos de billetes y la medicación para cáncer de hígado con la que al parecer se había suicidado dado que todos los frascos estaban vacíos. Y llegaron a la conclusión de que le habían dado calabazas en su última juerga y la desesperación le había llevado al suicidio. Lo único que no encajaba era la navaja con cachas de nácar que encontraron en el baño. Estaba dentro de una caja con forro interior de seda y la tapa abierta como en una ofrenda. Pero colocada sobre un extremo de la bañera, no encima del lavabo o en el armario, donde por otra parte había varias cuchillas desechables y una de ellas claramente usada.

César

sábado, 6 de marzo de 2010

EL CUARTO B

Les molestaban un montón. Sobre todo a mamá, al vecino del quinto B, al del cuarto A, al del segundo B y a los hermanos del primero A y B. Por lo menos eran los que ponían peores caras y soltaban palabrotas más gordas. Bueno, mi mamá no decía palabrotas pero miraba al techo con miradas de esas de rayos láser que hacen todo polvo, muy parecidas a las que lanzaba a mi hermana cuando llegaba tarde. Luisa, mi hermana, es mucho mayor que yo y se ha ido de casa hace un año. La echo de menos. Es muy alegre y toca la guitarra y canta muy bien. Me llevaba al parque y, mientras ella charlaba con un sus amigos y amigas, yo comía pipas o hacía dibujos en varas de avellano con una navaja que me dejaban. Me gustaba mucho hacer dibujos como los de los indios en las varas de avellano. Ahora ya no los hago porque mi hermana se ha ido, no me lleva al parque y, claro, ya no me deja nadie una navaja. La verdad es que me salían unos bastones de mando muy bonitos. La mayoría se los regalaba a los amigos de Luisa. Son muy majos, aunque fuman mucho. El vecino del quinto B no. Quiero decir que el vecino del quinto fuma mucho, pero no es majo. Por lo menos a mi no me lo parece. Es grande como un gorila, y yo creo que si quisiera podría cargarse el taxi en el que trabaja a las espaldas. A mi me da mucho miedo y cada vez que me cruzo con él en el portal quiero volverme invisible como el hombre invisible. Me da mucha envidia el hombre invisible. Eso sí que es estupendo. Ser invisible, digo. Si yo pudiera me volvería invisible casi todo el tiempo. Es una lata eso de que todo el mundo te vea todo el rato. A veces pienso que ellos se han vuelto invisibles. Pero sólo lo pienso a veces, la mayoría de las veces pienso otras cosas. Pero pensándolo mejor, creo que de nada me serviría volverme invisible con el vecino del quinto B. Ni siquiera se daría cuenta de que me había vuelto invisible y, la verdad, volverte invisible y que nadie se dé cuenta de que te has vuelto invisible es una tontería. Y no se daría cuenta de que me había vuelto invisible porque él, allá arriba como está en su altura de gorila, no se fija en nadie, ni mira a nadie, quitando a ellos que no los podía ni ver y a mi papá que como trabaja en el ayuntamiento le hace la pelota. El vecino del quinto B vive encima del cuarto B – nosotros vivimos debajo, quiero decir en el tercero B – y yo creo que ha sido el jefe de todo esto. Ni a los peores piratas y bandidos había oído yo maldiciones y amenazas tan salvajes de la selva.
El vecino del cuarto A es otra cosa. Es bajito, regordete, va siempre vestido como si fuera a una boda y anda más derecho que mis varas de avellano. Tiene un bigotito gris que parece de pelos de rata. No es que yo sepa muy bien como son los pelos de rata, pero me da tanto asco como las ratas. No sólo el bigotito, todo él. Quiero decir que no me da miedo como el gorila, sino que me da tirria nada más verlo. Aunque, la verdad, cuando era más pequeño no me caía tan mal. Pero no me caía tan mal porque entonces me cayera bien; no me caía tan mal porque mi hermana me había dicho que era cazador y tenía rifles y escopetas. Y a mi entonces lo de tener rifles, escopetas y ser cazador me pirraba. Ahora también, pero mucho menos. Mi hermana me reñía y me decía que los rifles y las escopetas son muy malos y los cazadores unos brutos. Pero, bueno, mi hermana es una chica y las chicas son así. Además ella quiere a todo el mundo y se pone muy triste cuando ve en la tele cosas sobre el hambre y las guerras. La verdad es que yo también la quiero mucho y la echo de menos. Y, al final, le he acabado dando un poco la razón. Creo que sólo se debe ser cazador cuando estás en perdido en la selva y tienes que comer o te van a comer. Y no creo que el bigotito de rata esté perdido en la selva, ni que tenga que comer carne fresca, ni que haya ningún gato por ahí que quiera devorarlo. Vamos, eso creo yo.
El del segundo B no parece un gorila, ni tiene pelos de rata, pero yo no iría con él en una expedición pirata, ni a cabalgar por las praderas. Estoy seguro de que es de los que te clavan un cuchillo mientras duermes en la litera, o te pegan un tiro por la espalda en cuanto les das la espalda. A mi me recuerda a una serpiente venenosa de las de veneno mortal. Ya sé que es un poco imposible que me recuerde a una serpiente venenosa de las de veneno mortal porque es un tío alto y fuerte, y sería más posible que me recordase a un gorila, como el del quinto, o por lo menos a un orangután. Pero la verdad es que me recuerda a una serpiente, y yo creo que me recuerda a una serpiente porque siempre que lo veo anda como arrastrándose y haciendo eses. Además tiene unos ojos enrojecidos de esos que he leído tienen las serpientes venenosas que, cuando te miran, te dejan sin poder hacer ni un movimiento y entonces aprovechan, te muerden y te meten en la sangre el veneno mortal que te mata entre horribles dolores y sufrimientos, si no te dan enseguida una cosa que ahora no me acuerdo como se llama, pero que si la bebes ya no te mueres pero la serpiente sí. A mi me gustaría mucho tener una botella de eso que no me acuerdo como se llama. La llevaría siempre conmigo por si las moscas, quiero decir, por si las serpientes. Lo que me extraña es que ellos no tuvieran botellas de eso que no me acuerdo como se llama. Lo más normal es que las tuvieran. A lo mejor tenían botellas de eso que no me acuerdo como se llama para unas serpientes venenosas de veneno mortal, pero no para otras serpientes venenosas también de veneno mortal pero de un veneno mortal diferente. Y es que debe haber muchos tipos de serpientes venenosas de veneno mortal y cada una debe tener un veneno mortal distinto y debe ser imposible tener botellas de eso que no me acuerdo como se llama para todos los venenos mortales de todas las serpientes venenosas del mundo. Y, la verdad, es una pena que sea imposible, porque si fuese posible sería estupendo beberse eso que no me acuerdo como se llama y entonces tú no te morías pero la serpiente sí. El Serpiente es muy amigo del Gorila, y tiene una mujer grandota que le encanta dar voces por el patio y sacudir las alfombras cuando pasa gente por la calle. También tiene dos hijos un poco mayores que yo, con los que no me trato porque, cada vez que me ven, me agarran, me tiran al suelo, se sientan encima de mi y no me dejan en paz hasta que digo un montón de veces que soy una niña y que me rindo.
Los hermanos del primero A y del primero B son hermanos, y yo les llamo Vinagre y Ricino porque mi mamá una vez les llamó vinagre y ricino, y a mi me gustó. Yo sabía lo que era vinagre, pero no sabía lo que era ricino, así que lo busqué en la enciclopedia de mi papá, lo encontré, lo leí y me gustó aún más, y desde entonces les llamo Vinagre y Ricino. Se parecen mucho. Los dos tienen una cabeza muy grande, una nariz muy grande, una boca muy grande y unos ojos muy pequeños que cuesta encontrar en unas caras tan grandes. Visten igual, se peinan igual y hablan igual, pero yo nunca los confundo porque uno siempre está carraspeando y el otro tosiendo. También tienen unas mujeres iguales, rubias, pálidas y con cara de haber llorado por algún disgusto muy gordo. Las mujeres son muy majas, siempre están haciendo favores a todo el mundo y se hablan entre ellas a escondidas. Y se hablan a escondidas porque Ricino y Vinagre no se hablan. Y Ricino y Vinagre no se hablan porque los primeros A y B eran de sus padres, y cuando se murieron les dejaron un piso a cada uno, pero con tan mala pata que se confundieron de mano. Los padres, quiero decir. Porque a Ricino, que vive en el primero A, le gustaría vivir en el primero B; y a Vinagre, que vive en el primero B, le gustaría vivir en el primero A. Cuando mi mamá me lo contó, yo no lo entendí muy bien y le pregunté que por qué, si Ricino quería vivir en el B, y Vinagre en el A, no se cambiaban el piso. Mi mamá me miró y me sonrió como se mira y sonríe a los niños y a los idiotas, y me dijo algo sobre “las cosas de familia”. Yo le pregunté que qué era eso de “las cosas de familia”, pero entonces mi mamá dejó de mirarme y de sonreírme, y se puso a mirar por la ventana. Yo me quedé muy intrigado y, al día siguiente, busqué eso de “cosas de familia” en la enciclopedia de mi papá, pero allí sólo venían “cosa” y “familia” pero no venía “cosas de familia”. Así que todavía no sé muy bien que es eso de “cosas de familia”. Para mi que lo que pasa es que Vinagre quiere quedarse con su piso y también con el de Ricino; y Ricino quiere quedarse con su piso y también con el de Vinagre. O, a lo mejor, es porque son hermanos, se tienen envidia y les gusta hacerse la vida imposible. No sé, la verdad. Lo que yo pienso es que si mi hermana quisiera vivir en el piso donde yo vivo, y yo quisiera vivir en el piso donde vive mi hermana, yo le cambiaría el piso a mi hermana. Aunque, en realidad, lo que a mí me gustaría es vivir con mi hermana.
A mi papá no sé si le molestaban mucho, poco o nada. A mi papá es que no hay quien le entienda. Yo sólo he tenido un papá pero, la verdad, por lo que he visto en las películas y he leído en los libros, a mi me parece que mi papá no es nada papá. A mi me parece que un papá es papá cuando te regala juguetes, te ayuda a hacer los deberes, te habla, te riñe y se pone pesado con lo de que tienes que estudiar y obedecer a mamá y a los profes. Y mi papá me regala juguetes, pero no juega conmigo, ni me ayuda a hacer los deberes, ni me habla, ni me riñe, ni se pone pesado con lo de mamá y los profes. Yo creo que para mi papá sí que soy invisible como el hombre invisible. Y mi mamá invisible como la mujer invisible. Yo creo que para mi papá todo es invisible en casa. O puede que mi papá quiera ser invisible como yo, y cree que la mejor manera de ser invisible es hacer como si todo el resto del mundo fuese invisible. Pero si lo cree así se equivoca porque yo le veo muy bien: siempre que llega a casa se sienta en el salón, coge la enciclopedia y se pone a leer. La enciclopedia tiene como veinte tomos y, desde que le conozco, va por la A. Cuando está leyendo pone la misma cara que yo pongo en el colegio cuando nos ponen a estudiar o nos ponen a mirar las lecciones de los profes. Parece que estás muy atento, pero en realidad estás a tu bola. Pues mi papá lo mismo: parece que está leyendo, pero de eso nada. Yo pienso en aventuras, pero no sé en que piensa mi papá cuando hace que lee. La verdad, mi papá es muy raro y muy poco papá.
Pero a mamá, al Gorila, al Rata, al Serpiente, a Ricino y a Vinagre les molestaban un montón los del cuarto B. Por eso creo que han tenido algo que ver en todo esto. No sé cómo, pero me da a mí que sí. El caso es que aquella noche estaba yo en mi habitación haciendo que estudiaba, pero en realidad pensando en que me había ido con los del cuarto B y estábamos corriendo una aventura de miedo en las tierras de las aventuras. Íbamos a pasar un río imposible de pasar, tan ancho que no se veía el otro lado, que corría que se mataba y que estaba lleno de rocas grandes y puntiagudas, y de esas cosas que tampoco me acuerdo cómo se llaman pero que tienen mucha espuma, dan vueltas y vueltas, y como te pillen te tragan y ya no puedes salir nunca y eres pasto de las pirañas. Estábamos derribando un árbol altísimo y de madera dura como el hierro con nuestras hachas de guerreros, cuando sonó el timbre de casa. Y digo el de casa porque no era el del portal, porque cuando es el del portal es que es alguien de la calle, pero cuando es el de casa es que es algún vecino y, la verdad, es muy raro que llamen los vecinos. También es raro que llamen de la calle, pero mucho más raro es que llamen los vecinos porque casi nunca llaman, a no ser que se haya ido el agua o algo esté roto en la escalera o cosas así. Lo que quiero decir es que era muy raro que llamasen los vecinos y que entonces decidí dejar la construcción de la piragua para luego y ponerme a espiar como un espía de esos que espían secretos de armas nucleares en territorio enemigo. Así que con pasos de espía me acerqué a la puerta. Los pasos de espía son pasos que no meten ruido y muy parecidos a los de los indios cuando se acercan al soldado que vigila en la noche a la luz de las fogatas el campamento de soldados, y que sólo oye el ruido del cuchillo al cortarle la garganta. Bueno, pues con pasos de espía me acerqué a la puerta, la abrí un poco con cuidado para que tampoco hiciera ruido, asomé mi ojo de espía por la rendija y me puse a espiar. ¡Vaya sorpresa me llevé!, no era un vecino, eran un montón de vecinos. Hablando con papá y mamá, estaban casi todos: el Gorila, el Rata, el Serpiente, la mujer del Serpiente y Vinagre. También estaban cuatro o cinco tipos grandes como armarios y con cara de ningún amigo, que parecían fotocopias del gorila y que yo no conocía y que así, al pronto, tampoco me dieron ganas de conocer. No estaban las mujeres de Vinagre y Ricino; ni Ricino, porque donde está Vinagre no está Ricino. Tampoco estaba el matrimonio mayor del segundo A que, de pequeñitos y graciosos que son, parecen jilgueros y dan ganas de tenerlos de abueletes. Todas las tardes pasean a un perro por el parque. Bueno, eso de que lo pasean es un decir, porque en realidad van cogidos de la manos y a trote ligero, arrastrados por la cadena de la que tira el perro con el cuello estirado, la lengua fuera y la fuerza de esos perros blancos que tiran de trineos en las tierras solitarias y frías del Polo Norte de eternas y traicioneras nieves heladas. Y tampoco estaban los del tercero A, que son una pareja joven muy simpática y que siempre está trabajando; ni el viejo del quinto A que está muerto y el piso vacío.
Bueno, pues allí estaban, unos metidos en casa y otros en la escalera, y yo me dije: “Aquí hay gato encerrado y esto sí que es digno de espiarse”. Así que cambié el ojo por el oído y puse la oreja en la rendija; pero hablaban muy bajito y no había forma de escuchar nada. Entonces salí del cuarto y me puse a andar en dirección a la cocina, como si fuese a buscar un vaso de agua y no me importara nada lo que estaban hablando, aunque en realidad sí me importase y lo del vaso de agua era sólo un astuto truco de espía para disimular y poder oír lo que decían. No había dado dos pasos, cuando mi mamá, que debe tener ojos en la espalda como los espías enemigos que capturan a los espías amigos, los torturan y los sacan información secreta, me descubrió y con un grito me mandó al cuarto. De mala gana me volví a mi habitación, pero de nuevo con astucia de espía deje la puerta abierta por si me llegaba alguna voz que me permitiera descifrar el misterio misterioso que me envolvía con su misterioso misterio. Mi mamá no tardó en asomarse, decirme que me pusiera a estudiar y cerrar la puerta de un portazo. Me dio mucha rabia y otra vez pensé en lo bueno que sería ser invisible, pero, como no lo era, me tuve que fastidiar y me fastidié. Entonces me puse a construir otra vez la piragua para pasar el río imposible de pasar pero, la verdad, ya no me apetecía construir la piragua para pasar el río imposible de pasar. Así que dejé de construir la piragua para pasar el río imposible de pasar y me tumbé en la cama para pensar en lo bueno que sería ser mayor y hacer lo que me diese la gana. Y en esas estaba y ya era mayor y ya hacía lo que me daba la gana, quiero decir que ya salía del cuarto, me llegaba hasta donde estaban los mayores y escuchaba lo que decían, cuando, no sé por qué, me quede dormido.
Me despertó un ruido insoportable. Así, de golpe, me pareció que me había caído dentro de una tele o que una tele se me había caído encima. No estaba seguro. Pero enseguida comprendí lo que ocurría. Todas las teles y radios del edificio estaban puestas a toda pastilla. Aquello era muy raro, sobre todo a esas horas de la noche. Me levanté y salí del cuarto a ver lo que pasaba. No sabía muy bien como salir, si como espía, detective o superhéroe, así que salí como yo. De lo primero que me di cuenta es de que en nuestra casa no estaban ni la tele, ni la radio encendidas; de lo segundo que me di cuenta es que mi mamá no estaba; de lo tercero que me di cuenta es que mi papá sí estaba. Estaba, como siempre, en el salón leyendo el tomo de la A de la enciclopedia. Entonces le pregunté que qué pasaba; y él me contestó que qué quería que pasase, que no pasaba nada. Entonces yo le pregunté que cómo que no pasaba nada si había un ruido de mil demonios. Entonces él me contestó que de qué ruido hablaba. Entonces yo me quedé de piedra y no supe qué decir, hasta que se me ocurrió decir algo así como: “Papa, una cosa es que quieras ser invisible no viendo nada y otra cosa es que quieras ser invisible no oyendo nada” Y ya se lo iba a decir, cuando me ordenó que me fuera inmediatamente al cuarto y me pusiera a dormir. Aquello me dejó de piedra otra vez. Me pareció muy raro que mi papá pensara que alguien pudiese dormir con aquel ruido, pero más raro me pareció que mi papá me ordenase ir a dormir con la voz de mamá de que si no haces lo que te digo te la cargas. Pero no dije nada porque me había quedado de piedra y cuando te quedas de piedra no puedes decir nada, ni hacer nada de nada. Y así, de piedra, me hubiese quedado para toda la vida, si un grito de mi papá no me hubiera hecho dejar de ser de piedra. Y como ya no era de piedra, me pude mover, darme la media vuelta, volverme al cuarto y tumbarme en la cama.
Pero, claro, con aquel ruido de televisiones y radios a toda pastilla no podía dormir ni una marmota. Pensé en levantarme, ir donde mi papá y traerle al cuarto para que se tumbase conmigo en la cama y lo comprobara. Pero, la verdad, no me atreví. Eso de haber oído en la boca de papá la voz de te la cargas de mamá me tenía hecho un lío. Puestos a cambiarse voces yo prefería la voz de papá en la boca de mamá, quiero decir que si mi papá y mi mamá tuviesen los dos la voz de mi papá, en mi casa sólo se oirían los ruidos del frigorífico que es muy viejo, que mi mamá siempre está diciendo que hay que cambiarlo y que mete unos ruidos muy parecidos a los que hacía el viejo del quinto A antes de morirse. Bueno, pues estaba yo pensando que sería estupendo que mi papá, mi mamá y el frigorífico tuvieran los tres la voz de mi papá, porque así en la casa reinaría el silencio ese que reina en las noches frías y estrelladas de los desiertos misteriosos llenos de arena, camellos y oasis, cuando en el cuarto B se montó un jaleo de miedo. Por encima del ruido a toda pastilla de las televisiones y radios, se empezaron a oír voces, y luego de las voces se empezaron a oír gritos, y luego de los gritos se empezaron a oír lamentos, y luego de los lamentos se empezaron a oír voces, gritos y lamentos, todos juntos y cada vez más fuertes. Al mismo tiempo, el techo de mi habitación temblaba con carreras y pisadas de elefante. La verdad, pensé que se iba a hundir y una jauría de perros rabiosos iba a caer sobre mi cama. Me levanté asustado y fui corriendo al salón. Mi papá leía su enciclopedia. Casi sin respiración, le pregunté que qué pasaba; mi papá, sin levantar la vista del tomo de la A, me contestó que qué quería que pasase, que no pasaba nada. Y cuando dijo “nada” el techo del salón retumbó como un cañonazo. Yo miré al techo. La lámpara se balanceaba y las voces, gritos, lamentos y ruidos como de cañonazos seguían y seguían. La verdad, a mi me pareció que el cuarto B se había convertido en una pradera de las lejanas praderas que temblaba bajo las pezuñas de los bisontes en estampida, porque unos malvados cazadores blancos los habían asustado para dejar sin comida a los nobles y valientes guerreros pieles rojas. Señalando al techo, miré a mi papá. Era lo mismo que mirar a una estatua: continuaba leyendo el tomo de la A como si fuese domingo y sólo se oyera el ruido de la lluvia en los cristales. Ya le iba a decir lo de que “Papa, una cosa es que quieras ser invisible no viendo nada y otra cosa es que quieras ser invisible no oyendo nada”, cuando se hizo de forma repentina el silencio. Entonces levantó la vista del tomo de la A, me miró y me dijo: “Ves”. Me quedé cortado y sin saber qué decir; tan sólo boqueaba como un pez cuando lo sacas de la pecera y lo miras a los ojos. Y boqueando estaba cuando los ruidos, los gritos y lamentos volvieron a oírse, pero esta vez en la escalera, como si los bisontes no hubiesen encontrado otra escapatoria en su estampida que bajar a todo correr hacia el portal. Yo y mi papá nos quedamos mirando el uno al otro con los ojos de un pez cuando lo sacas de la pecera y lo miras a los ojos. Y yo creo que esta vez boqueábamos los dos. Y así, mirándonos con ojos de pez y boqueando como peces fuera de la pecera, hubiésemos seguido un montón de rato si no llega a ser porque los ruidos, gritos y lamentos se desparramaron por la calle y se fueron apagando poco a poco como un voraz incendio en las estepas, provocado por un mortífero rayo, se apaga poco a poco porque ya no queda nada que incendiar. Entonces mi papá volvió a la pecera, dejó de mirarme y de boquear, y me dijo: “Anda, vete a dormir que mañana tienes colegio” Mañana era sábado y no tenía colegio, pero no le dije nada. No porque siguiera boqueando, porque yo también había vuelto a la pecera, sino porque, la verdad, ¿qué le vas a decir a un papá que quiere volverse invisible haciéndose el sordo? Así que lo dejé leyendo el tomo de la A y me fui a mi cuarto. En la cama estaba cuando oí las puertas de los pisos que se iban abriendo y cerrando una a una, hasta que la del nuestro también se abrió y cerró, y supe que mi mamá había entrado. En el piso de arriba reinaba el silencio de los desiertos llenos de arena, escorpiones y esqueletos de animales y hombres muertos. Entonces me dormí porque no me apetecía el beso de buenas noches de mi mamá.
A mi ellos no me molestaban. La verdad es que me caían muy bien y por eso me gustaba encontrármelos en el portal o subir con ellos en el ascensor. Muchas veces esperaba un buen rato en la calle hasta que aparecían y así entrar con ellos. Eran un montón, tantos que creo que no les llegué a ver a todos. O a lo mejor sí. No sé, la verdad. Era muy difícil distinguirlos. Supongo que a ellos les pasaría lo mismo con nosotros. Pero eso era parte de lo bueno. Es muy divertido no saber si conoces o no conoces a alguien. Le saludas, le miras por el rabillo del ojo y piensas para ti: ¿será o no será? Al final de tanto mirar por el rabillo del ojo te quedas como bizco, y de tanto pensar como turulato. Y, claro, entonces tú te ríes, él se ríe, y te acabas echando un montón de risas. En cambio, si le conoces es casi imposible reírse; ya sabes que te va a preguntar qué tal está tu papá, qué tal está tu mamá y qué tal en el colegio, y, la verdad, para preguntas difíciles ya están los profes. Además ellos me hacían preguntas fáciles. Bueno, en realidad sólo me hacían una: “¿Real Madrid o Barsa?” Y yo unos días les contestaba que Real Madrid y ellos me decían “¡bueno, bueno!” y me soltaba tres o cuatro nombres de jugadores del Real Madrid; y otros días les contestaba que Barsa y ellos me decían “¡bueno, bueno!” y me soltaban tres o cuatro nombres de jugadores del Barsa. Y entonces nos reíamos y chocábamos las palmas de la mano en el aire. Yo creo que a ellos les daba igual que fuera del Real Madrid o del Barsa; lo que les gustaba era decir “¡bueno, bueno!”, reírse y chocar las palmas de la mano en el aire. A mí también me daba igual y me gustaba lo mismo, y por eso creo que nos llevábamos tan bien. La verdad es que con ellos en el ascensor o en el portal me sentía como en el país de las aventuras. Los voy a echar de menos, no tanto como a mi hermana pero sí bastante. ¡Ah, se me olvidaba! Al día siguiente de aquella noche, mi papá se puso a leer el tomo de la B de la enciclopedia. Pero sigue sin poder ser invisible. Y yo tampoco.

Ricardo Uriarte

miércoles, 3 de marzo de 2010

“Le faltó muy poco... casi”


Fingió un dramatismo casi dramático... le faltó muy poco. Su cara a punto estuvo de quedar almidonada para siempre por el esfuerzo de fingir. La situación casi no llegó a ser para tanto... le faltó muy poco. Estuvo a punto de ser para tanto para siempre por la misma situación. Él siempre fingía dramatismo ante todas las situaciones, las públicas y las privadas. Creía que ello le hacia invisible, que le excluía de todo, sobre todo de todas las miradas, las privadas, las públicas y la de sus ojos, porque en cuanto empezaba a almidonarse, todos los ojos huían o se tapaban con manos, propias o ajenas, y las bocas se abrían al tapar o huir los ojos. A él le bastaba con encender un pitillo y palidecer todos los cristales con los que se encontraba. Pero esa situación de la que hablo al principio estuvo a punto de ocasionarle un serio disgusto: la situación casi no se presta. Y su cara casi no sirve. Y las bocas casi no se abren. Ese día casi deja de fumar. Se marchó a casa casi con lo puesto, con la cara relajadamente desdramatizada. Hecho casi polvo, sintiendo que faltó muy poco para que todas las miradas como dagas incendiadas de curiosidad, oculta o desnuda, cayesen sobre él escudriñando sus pupilas y cambiando, sin remedio, el color de su iris ¿Cómo vería entonces las cosas?, ¿de qué color?, ¿con qué ánimo?, ¿bajo qué punto de vista? Después de pensar estos pensamientos, apagó el pitillo en el cristal del espejo y vio en su cara una mancha negra a la altura del entrecejo. Le pareció dramático. Tanto, que se fue a dormir casi sin gana.
La gana no siempre lo es, hay días en que no es auténtica gana y tiene que fingir, poner cara de gana, y finge tan bien, parece tan casi dramáticamente gana, que el público en privado aparta los ojos de ella o se los tapa con cualquier mano; asusta como una boca abierta; en esos casos, él deja de fumar y se mira al espejo. A veces no ve espejo y tiene que limpiar a toda prisa alguno, antes de que se le quite la cara de gana a la misma gana. Y es que no deseaba nada mejor que ver una gana con cara de gana.: sin drama.
Y ocurre que si la situación se presta, todo se magnifica, pero eso solo ocurre una vez al año: en Navidad... Y se despertó el día de Navidad casi sin ganas, pero como no podía cambiar el día por otro día, no tuvo más remedio que ceñirse. Y lo admitió sin drama. Naturalmente, como solía admitirlo todo, hasta las situaciones más dramáticas. Lo que no sabía era que ese preciso día en el que todo se magnifica casi le cambia el color del iris. Fue el día que soltó el uff más largo desde que nació. Y solo se nace un día y solo es Navidad un día, y se juntaron los dos días formando una conjunción casi perfecta... le faltó muy poco. Llegó con cara de ganas a la ineludible comida de Navidad, con una sonrisa que pinchaba a las orejas con sus puntiagudas esquinas; con las alas de la nariz que no daban más de sí; con los ojos orillados; con los brazos tan abiertos como para abrazar a toda la familia de una vez y sin olvidar lo más inexcusable, el matasuegras y un gorrito alusorio con bombillitas intermitentes, abre la puerta y ¡glub! toda su cara se queda en agua de borrajas. No ve a nadie: ni madre, ni hermanos, ni suegra viva... ni pavo... ni mesa... ni nada..., todo lo que ve es un espejo colgado en una pared amarillenta: dramática. Y qué hago ahora con la cara -se preguntó. Si lo llego a saber no cargo con el matasuegras ni me arriesgo a quedar con la cara electrocutada por un más que probable fallo en el relé –se reprochó- porque era de fabricación casera y todo lo casero es susceptible de falla. Entonces, se acercó al espejo sin casi interés; más casi, por la curiosidad de ver que cara tenía; por el camino la sonrisa se le fue encogiendo mientras las orejas le daban las gracias, las alas de la nariz se replegaban y los ojos volvían a la mar... todo le resultó casi tan poco dramático que sintió que perdía casi las pocas ganas. Y cuando creyó que nunca más podría reconocerse, se asomó al espejo y... ¡¡sorpresa!! Toda la familia, velando ya a la suegra, estaba allí; le miraba sonriente, e iluminada por velitas que pestañeaban le deseaba ¡Feliz Navidad! Él, casi sin tiempo de reaccionar ante esa situación tan inesperada por no esperada, pudo conseguir en el último segundo fingir un dramatismo casi dramático, encender el relé y tirar el matasuegras; y lo supo porque de pronto vio que unos se taparon los ojos con manos y otros hicieron huir sus ojos, mientras veía la negrura de muchas bocas. La conjunción no llegó a producirse y el uff más largo desde que nació se le escapó de entre los labios: magnificado. Ya, sin nadie que lo observara, invisible, pudo comprobar que su iris conservaba el color. Fue cuando encendió un pitillo, dio una calada, exhaló el humo y lo apagó en el espejo mientras se daba la vuelta para salir. En el mismo borde de la puerta, con un pie levantado a punto de cruzar el umbral, giró la cabeza y miró por última vez al espejo, le pareció ver que toda la familia estaba amarillenta, menos la suegra, y que tenían una mancha negra a la altura del entrecejo. Le pareció tan dramático que desalmidonó su cara y se fue a dormir casi con gana... ese día le faltó muy poco para dejar de fumar... casi.

mamen