martes, 16 de marzo de 2010

El cofre

Mi venerado abuelo murió mucho antes de nacer yo. Tenía exactamente mi edad de ahora. Solo queda de él esta gran caja de madera, que utilizo de asiento ante la tabla que hace de escritorio. Aunque no lo conocí, su presencia invadió los años de mi niñez. El abuelo había salvado a mi papá de las garras del hambre. Algo oscuro había sucedido en la gran ciudad tras la colina a la que nunca me llevaban. Una gran casa había sido destruida por rayos y centellas. Y el niño que mi padre fue y las niñas que habían sido mis tías sufrieron el frío, el miedo y el dolor que yo, gracias al querido abuelo, desconocía y desconocería siempre.

Cada taza de chocolate que en mi merienda servía la doncella era azucarada con la presencia del hombre que una mañana había salido de las ruinas de su casa tras despedirse de los suyos. Aquel que había sido “robusto como un roble” y que ahora estaba quebrado bajo sus andrajos, había caminado todo el día atravesando los bosques nevados que yo podía ver allí, a lo lejos. Mi abuelo iba descalzo aunque sus pies estaban llenos de llagas y yo nunca, pero nunca jamás, debía quejarme de mis bonitos zapatos de charol. Sus manos eran trozos de carne podrida que casi no podían sostener un pequeño maletín donde llevaba el único collar de la abuela rescatado de las llamas.

Fuego, niños llorando y un hombre grande pero roto a pedazos que caminaba entre las llamas y trepaba por laderas heladas, y que seguía caminando hasta un casino. La primera vez que salió esta palabra en la historia construida a retazos tras la merienda, me eché a reír. Mi padre me pegó en el cogote. Un golpe seco que convirtió la divertida casita que había imaginado mi mente en un lugar tenebroso que se tragaba a mi abuelo, con sus trozos de piel y de carne cayendo detrás de él. Nadie entendía como había conseguido burlar a los guardianes a pesar del pavor que causaba y esconder tras sus ropas que se caían a pedazos los pedazos de sus propios brazos. El picor de los encajes de mis camisas de lino debía servirme para agradecer eternamente esta proeza al gran hombre que había sido mi abuelo. A mi me hubiera gustado también caminar hasta la ciudad sin zapatos y sin encajes, pero que ni se me ocurriera alejarme mas allá de la cerca del río. Un domingo, sin embargo, me atreví a esconder allí los zapatos y caminé unos pasos, pero me volví enseguida, pues no acababa de comprender qué tipo de hazaña debía hacer en ese lugar de nombre tan irrisorio.

Contaban que él había estado allí toda la noche y fue al amanecer cuando le vieron regresar tambaleándose por el peso de un gran bulto. Era el cofre que adorna nuestra entrada, decían, ese que tanto me gustaba. Y que, gracias a él, yo podía tomar tantos chocolates y de mayor podría estudiar lo que quisiera y tener todo lo que me apeteciera. Le vió primero la tía María, que era de la edad mía entonces, desde la ventana de lo que quedaba de cocina. La tía Rosa decía que también ella había sido la primera, que pudo verle con el brazo que aún tenía algo de carne arrastrando la caja. Que el abuelo gritó llamando a mi abuela, decía mi padre, y que no hiciera caso a las tías, que el primero había sido él, aunque era mucho mas pequeño que yo. La tía Ernestina que ella no pudo verlo pues era un bebé, pero que sabía que el abuelo se subió al cofre bajo la nogala y que todos le vieron arrojar una soga sobre la rama y anudarse a ella. Y que no se atrevieron a salir hasta que el sol se alzó tras los montes e iluminó al abuelo, lo que quedaba de él, decían, colgado del árbol y a aquel cofre gracias al cual yo podría hacer de mi vida lo que desease. Como subirme a él y lanzar una soga por esa viga.

MARIAN

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