jueves, 27 de mayo de 2010


“¿Yo misma?”

Sé tú misma –me dijo mi compañero justo antes de salir a actuar. Mientras esperaba entre bambalinas el momento de mi salida a escena, la frasecita andaba... no... corría despavorida dándose contra las paredes de mi cabeza, como queriendo escapar. Y cómo soy yo en medio de mi mismidad misma –me pregunté. ¿Una misma cualquiera o una misma particular?, la de ayer o la de hoy, si ni la de ahora y no sé si la de después de ahora será la misma tú. Cómo voy a hacer para mismizarme en el tú y no perderme en la mismidad de otros. Cómo voy a actuar siendo yo misma si lo que se pretende es que sea un personaje, qué frase puede sonar más fatídica antes de salir a escena, a ficcionar, a ser otro, pero qué clase de compañero tengo, ¿será un enemigo oculto bajo él mismo...?
... Uhm... uff... empiezo a olvidarme de quien soy y de quien tengo que ser... yo misma no conozco este sitio, parece un teatro, ¡dónde trabajo? ¡Ay!¡ Mi cabeza!, qué golpe me ha dado la frase del desconocido. Tengo que entrar en mí misma antes de que entre otro, o que el mismo de otro se apodere de cualquiera de mis mismas; las luces están encendidas, un montón de mismos esperan ver a una misma actuar de otra misma, ella no puede huir ahora mismo cuando la misma mismidad de ellos esperan ver a otra.
Se abre el telón, una ambulancia aparece en el escenario, un par de enfermeros intentan desplegar unas camisas de fuerza que se resisten, mientras dos espontáneos que parecen mismamente cuerdos suben para ayudarles y empeñados en ser ellos mismos quienes la desplieguen acaban atándose las correas unos mismos a otros mismos, entonces en ese momento mismo salgo a escena con la frase incrustada en el cerebelo, rendida, sin salida; y me doy cuenta que camino con un tambaleo propio de mi mismo tambalear cerebeloso cuando soy otra, los empujo dentro de la ambulancia sin ningún reparo y sin hacer caso a sus gritos: ¡líbranos a unos de otros!!, arranco ensimismada y:¡Oh!, el teatro se viene abajo por los mismos aplausos de los mismos todos, y mi personaje no tiene más remedio que salir del vehículo a saludar desoyendo los gritos de los mismos encorreados ellos, mientras la frase del conocido, engarrada, me desgarra la cabeza y por fin sale corriendo refugiándose en un tramoyista ensimismado. Buff... qué descanso... espero no ser nunca yo misma –concluyo- mientras me subo al vehículo y me dirijo a una cara que me suena a una frase y frente a él, con la misma ambulancia le digo: o te apartas o te atropello, tú mismo.
mamen

jueves, 13 de mayo de 2010

UNA HUMILDE CEBOLLA

Érase una vez un cocinero de gran fama y talento. Tenía un restaurante con un montón de estrellas, tenedores y gente adinerada. Su carta elevaba al olimpo del paladar a sacrificados representantes del mundo animal, del vegetal e incluso del mineral. En sus bodegas atesoraba las añadas más codiciadas. Entrevistado por periódicos, revistas, radios y televisiones, gustaba de decir que “la cocina es una metáfora de la vida”. Era un titular asegurado; ligero y digestivo como su premiada “sopa de hierbas aromáticas”
Cierto día se encontraba solo en su casa. Atardecía y desde el ventanal abierto del salón podía ver los últimos pasos del sol, titilando en el mar camino de un horizonte encendido de rojos y dorados. En el cielo las gaviotas trazaban lenguajes secretos. Un rumor con gusto de sal acariciaba la atmósfera tibia y serena. Suspiró, embargado por los pensamientos que parecía posar ante sus ojos el batir constante y blando de las olas. Empezaba a comprender el sentido último de todas las cosas, cuando sintió la llamada inoportuna del apetito. Volvió a suspirar, encantado con aquella aleccionadora paradoja que le tornaba al cuerpo en el preciso momento en que se perdía en el alma. Se levantó del sillón ergonómico y se dirigió a la cocina. Arrebatado por la conciencia de la vanidad de las vanidades, optó por una respuesta estoica a la demanda de su estómago: haría una tortilla de patatas con cebolla. Rió para sus adentros, orgulloso del desafío prometeico que con aquel sobrio plato lanzaba a la totalidad del universo indiferente y frío. Cogió un par de huevos, una patata grande y una humilde cebolla. Quizás entonces una gaviota estuviese trazando en el cielo un símbolo arcano; o una ola dejando en la arena el pecio de una verdad profunda; o el rayo verde se hubiera disparado en el horizonte como lejano faro de esperanza… Sí, quizás estuviesen sucediendo todas estas maravillas allí fuera, mientras la noche sacaba del armario de la galaxia su capa de leche y lentejuelas; pero ¿qué importaba?, ¿acaso aquella humilde cebolla no había sido cocinada en el horno de una supernova?, ¿acaso no estaba hecha también de polvo de estrellas? Porque, en aquel preciso momento, nuestro afamado y talentoso cocinero miraba la cebolla que sostenía frente a sí con hamletianas maneras. Y de esa guisa permaneció un buen rato, olvidados el estómago y la tortilla de patatas, ajeno a la música de las esferas y al eterno girar de los cielos, hasta que por alguna inefable razón comenzó a pelar la cebolla. Desprendió la piel, que cayó al suelo en ligero vuelo como una inútil envoltura de crisálida. De pronto colombino, alargó el brazo cuán largo era y se quedó contemplando con ojos de infinito océano el desnudo, redondeado y rojizo bulbo; luego, acercó a su oronda panza el preciado descubrimiento y empezó a quitar capa tras capa de las entrañas de la indefensa cebolla. Al principio sus dedos se mostraron mecánicos y hábiles, de cocinero experimentado; pero, según se iban acercando al centro del bulbo, fueron adquiriendo un progresivo temblor de ansiosa búsqueda. La cada vez más disminuida cebolla parecía saltar y bailar entre las yemas, como si pugnara por huir del creciente hervor de las manos. Las capas caían blandas al suelo, al modo de trozos aún curvados de pelota. Al final, ya menor que una canica, exhaló su última capa y el cocinero se quedó sin nada entre las manos. Fuera, la noche ya había desplegado su capa de leche y lentejuelas, las gaviotas dormían en los acantilados, el rumor del mar salaba el silencio y el débil resplandor de la espuma trazaba líneas fantasmales a los pies de la arena. Pero el cocinero no lloró. Nunca había llorado en su vida, ni siquiera cuando de pinche cortaba ajos, patatas y cebollas, ¿por qué iba a hacerlo ahora? No, no había motivo alguno, por más que la Luna fuera nueva y se escondiese de la sed de plata de la Tierra. Después de todo, quizás la cocina fuese una metáfora de la vida, pero si de algo estaba ahora casi seguro era de que la vida nunca sería una metáfora de las humildes cebollas.
Se fue a la cama sin cenar y soñó con sopa de estrellas.

Ricardo Uriarte

miércoles, 5 de mayo de 2010

"Spiderman"

Quería ser un zorro justiciero, un batman, cualquier superhéroe al uso. Con antifaz. Las lecturas de su infancia se le habían quedado de alguna manera tatuadas en el entramado de su ser. Y una vez adulto no había podido deshacerse de las injusticias que sin pretender le habían impregnado la piel. De tal forma, que se sentía pegajoso, como sucio, incómodo. No podía ausentarse del dolor ajeno que se hacía propio en el momento de acariciarse. Sí, acariciarse. Por rara que suene esa situación. Harry era un hombre. Eso creía. Y un hombre no puede deshacerse sin más de ser hombre -pensaba. Los hay que optan por disfrazarse de gusanos, serpientes, ratas o palomas. Pero él creía que el planeta precisaba un superhéroe con alma. Y Harry quería seguir viviendo. Y quería conocer a las siguientes generaciones. Pero un día se suicidó. Por qué, no lo sabe nadie, ni sus más allegados. No dejó la típica carta aclaratoria y que de paso pide perdón a todos y les excusa de cualquier sentimiento de culpa. Simplemente se suicidó sin dar explicaciones. Su familia, respetuosa con las propias decisiones, aceptó el hecho y no se habló más del asunto. No pasó como con el caso de Enri, en el que nadie acudió a su entierro, estaban todos enfadadísimos con la decisión que tomó, de nada sirvió la carta póstuma que recibieron con matasellos del día de autos. Su conservadora familia no consideraba que la angustia vital fuese motivo suficiente. ¡Bobadas! –decían. Nunca le perdonaron. Claro que Melisa lo hizo mejor. Su afición a la colombofilia le dio un toque de romanticismo a su pérdida que no pudieron pasar por alto. Cuando la descubrió su padre colgada de la viga maestra del zaguán, tenía posada en el hombro una hermosa paloma con una misiva en su pico, la paloma lejos de asustarse con los gritos del hombre, voló, se posó en su hombro y como arrullándole, hinchó el pecho, batió sus alas y dejó caer la nota en sus manos. Ese acto, por hermoso, dio la vuelta al mundo. Y entre unos y otros, hay casos intermedios. Hermi tuvo dividida a la familia durante años. Su afición por lo nipón le hizo acumular una cantidad considerable de todo tipo de sables, catanas y demás espadas orientales. Hermi tenía un carácter claroscuro, ensimismado, como entretenido en pensares que nunca decía. Sus padres no se atrevían a interceptarlo por miedo a que se molestara y les dejase de querer, o algo así le confesaron a la policía cuando hicieron las pesquisas propias del hecho. Lo cierto es que se hizo el haraquiri en la misma bañera. Y la madre, viendo que no salía del baño, ese día se armó de valor y se atrevió a interceptarlo, pero fue tarde, los azulejos rojos fueron la nota que les comunicaba que los quería. Así lo dijeron a la policía. Pero no así los hermanos, de ahí la división de opiniones en el seno familiar. Al cabo del tiempo decidieron entre todos que los quiso mientras vivió. Y es que es difícil enfrentarse a casos tan poco naturales, tanto casi como olvidarse de los superhéroes de la infancia. El forense, el policía y todo el personal implicado en un asunto de esa naturaleza, acaban por acostumbrarse por un efecto multiplicativo, pero no así el que lo vive como caso único, esporádico, inesperado o aunque sospechado, imprevisible. A veces, uno en principio no se atreve ni a llorar, como le ocurrió al novio de Selena. Cuando llamó a su puerta aquella tarde, le abrió la ausencia. Traspasó el umbral como el hombre invisible y atravesó las paredes hasta su dormitorio donde contempló a una bella durmiente. Aún sobre la mesita había unos tubos vacíos y en el suelo esparcidas algunas pastillas de colores. El novio no se atrevió a llorar por temor a despertarla con sus gemidos y porque desconocía si debía sentir pena ante lo que era una resolución de su amada. La misma contrariedad lo hizo visible y fue cuando empezaron a abrazarle miembro a miembro a su casi pariente político vertiendo en su cara y su ropa lágrimas que por no ser suyas resbalaban por su cuerpo sin mojarle siquiera. En ese momento no lloró por no ofenderla porque la amaba. Pero no hubo boda. Enseguida todos los miembros ante ese hecho le hicieron invisible de nuevo y él atravesó las paredes hasta salir fuera. Al cabo de unos meses un día, visible, se puso a llorar y no puedo decir hasta cuando porque las lágrimas le hicieron, de nuevo, invisible. Sin embargo, más o menos pasados tres meses encontraron a un tipo con una capa similar a la de superman incrustado en la acera, que resultó ser él según contrastaron las huellas digitales. Lo qué es la vida -comentó alguno de los funcionarios. No hay duda de que esto se contagia, es como pegajoso –concluyó. Pero su madre no le oyó porque se afanaba en quitarle esa capa que consideraba ridícula. ¿Adónde pretendía volar? –se preguntó. Otras veces no hay lugar para las pesquisas, son los casos químicos. Pero lo de Harry fue diferente. Después de acariciarse, como dije, sintió que la mano como untada de una brea le impedía separarla de su piel y decidió protestar. Desempolvó su traje de spiderman y con la intención de desplegar una pancarta contra lo insalubre que provocaba tal pringue pegajosa decidió escalar a lo alto de un rascacielos. La seda de sus manos perdió consistencia, la tela de araña se deshacía a medida que subía y a pesar de su traje de superhéroe nada pudo hacer y cayó al vacío. El forense y las autoridades implicadas en este tipo de asuntos consideraron que el hecho fue un suicidio. La pancarta se la llevó el viento y la encontraron varias yardas más allá de espaldas a una pared, por lo que decidieron que nada tenía que ver en el asunto. No dejó ninguna carta. Y su familia aceptó el hecho sin más y procedió a enterrarle con honores de héroe. Sin antifaz.

Mamen

sábado, 1 de mayo de 2010

El biombo

- Ahora cúbrase de cintura para arriba y descúbrase de cintura para abajo, pidió el hombre, señalando con la cabeza el biombo del otro extremo de la habitación, y entregando a la mujer una sabanilla doblada.
La mujer enrojeció, retiró la mirada, cogió la sabanilla casi a tientas y se dirigió hacia el biombo a toda prisa, sus hombros blancos hundidos, intentando en vano rodearse el cuerpo con los brazos.
El hombre suspiró. Avanzó con paso lento hacia el escritorio de caoba, se sentó y continuó anotando, escrupulosamente y con letra menuda, los datos pertenecientes a la mujer, utilizando una pluma estilográfica como las de antes.
Se escuchaba el roce de la ropa al resbalar sobre el cuerpo. El sonido del aire apenas rasgado por los torpes movimientos. Los suspiros, el esfuerzo. El hombre imaginó aquel cuerpo blanco y blando. Aquella tardaba más que ninguna otra de entre todas las mujeres que se habían desvestido a lo largo de los años detrás de aquel biombo. Estaba asustada, y a él le correspondía intentar que recuperase la tranquilidad.
Terminó de escribir y dejó que su vista descansara sobre el biombo. Parecía asiático, estaba decorado con caracteres caligráficos orientales y con dragones, afortunadamente de aspecto poco amenazador. Se lo había regalado su mujer durante el primer año de matrimonio, y se había visto obligado a emplazarlo en la habitación. Hacía mucho tiempo que su mujer ya no estaba, y él jamás se desharía del biombo.
Pudo entrever la silueta de esta otra mujer con la que tendría que vérselas de un momento a otro. Era lenta, gruesa e indecisa, y sólo un poco más joven que él.
Dudó antes de apremiarla. Pero llevaba más de cinco minutos escondida detrás de su parapeto.
Quiso seguir esperando un poco más. Esbozó en el papel los dos círculos correspondientes a los pechos de la mujer, localizó las posibles zonas problemáticas en cada uno de ellos. Adelantó las figuras correspondientes a los ovarios, seguramente dormidos desde hacía más de dos décadas, al útero y a las trompas, a la espera de poder consignar algún detalle más preciso tras el reconocimiento. Casi no necesitaba examinarla para hacerlo, pero debía examinarla. Si es que la mujer se decidía alguna vez a abandonar su refugio del otro lado del biombo.
Cuando terminó, dejó la pluma sobre la mesa. Apoyó los codos en el escritorio y la cara sobre las palmas de las manos. Cerró los ojos y los mantuvo cerrados durante dos o tres minutos. Respiró el aire húmedo y cargado. Dejó que el resplandor del tubo fluorescente atravesara la piel transparente de sus manos y sus párpados cansados. Se imaginó a sí mismo frente a la persiana polvorienta cerrada a cal y canto, al cortinaje que alguna vez fue blanco, dentro de aquella habitación en la que resultaba impensable la luz del día desde hacía ya mucho tiempo.
Su paciencia no se había agotado todavía, pero decidió que ya había transcurrido tiempo suficiente como para que la mujer se desvistiera y se volviera a vestir dos o tres veces. - Cuando termine se cubre usted con la sabanilla y se acerca por aquí, si es tan amable - pidió desde el otro lado del biombo con voz tranquila, dedicándole una sonrisa resignada que ella no pudo ver.
A falta de respuesta, el hombre optó por preparar la camilla. Dispuso con esmero los estribos en la posición correcta, enfocó el flexo hacia el lugar preciso, situó la almohadilla adecuadamente, se ajustó los guantes con calma. Aquella, como todas las mujeres que acudían a él para quedarse tranquilas, se merecía todo el tiempo necesario.
Pero no acababa de salir.
- ¿Le ocurre algo, Evangelina? – preguntó por fin.
La mujer dudó. Su voz se escuchó cautelosa desde el otro lado del biombo. - Me va usted a perdonar, pero es que yo sólo he venido a que me examine de cintura para arriba.
El hombre también dudó. Después recordó a su mujer. Como siempre cuando surgía algún problema con alguna de las escasas mujeres asustadas que le visitaban cada tarde desde hacía más de cuarenta años. Como cuando se desanimaba, como cada vez que estaba a punto de venirse abajo.
- Sería conveniente una revisión completa anual – respondió sin alterarse - Ya que está aquí, deberíamos aprovechar para hacerla.
Ella no dio señal de haberle oído.
- Muy bien – continuó él después de esperar en silencio otro medio minuto - Haga el favor de vestirse y acérquese.
La mujer obedeció. Se vistió, salió con paso vacilante desde detrás del biombo y se acercó al escritorio. Él la invitó a sentarse con un gesto de su mano.
- A partir de cierta edad es necesario revisarse, Evangelina. Es la única manera de prevenir ciertas enfermedades.
- De cintura para abajo estoy perfectamente - respondió la mujer, enfrentando por primera vez su mirada a la del hombre.
Él se quitó las gafas y la miró con curiosidad.
- ¿Cuánto tiempo hace que no la reconocen?
- Nadie me ha reconocido en mi vida – contestó ella, casi desafiante.
- ¿Y no cree que ya va siendo hora?
- No señor, contestó la mujer, mientras se esforzaba por seguir mirándole a los ojos.
El hombre volvió a colocarse las gafas y empezó a escribir algo.
- Como usted quiera, señora. Pero si le soy sincero no entiendo a qué ha venido.
- Mi hermana. La enterramos hace un par de meses. Nos parecíamos mucho, vivíamos en la misma casa, éramos uña y carne. Sufrió mucho antes de morir. Pero su enfermedad era de cintura para arriba, se lo dijeron desde el principio. Por lo demás estaba como un roble, siempre gozó de muy buena salud.
- Comprendo – dijo el hombre, volviendo a mirar a la mujer. Pues en ese sentido puede quedarse tranquila. De cintura para arriba la exploración es completamente normal, teniendo en cuenta su edad. Vuelva por aquí el año que viene y le hacemos otra revisión.
Se levantó, retiró el respaldo de la silla de la mujer hacia atrás y estrechó su mano, incluso sonrió con amabilidad a modo de despedida.
Pero mientras lo hacía, su pensamiento ya no estaba con ella. Debía concentrarse en la mujer siguiente. Aquella tarde todavía le quedaban otras dos. O quizá era sólo una; porque la última, recordó, había cancelado la visita aquella misma mañana.


Isabel O.