sábado, 18 de diciembre de 2010

GUY DE MAUPASSANT

En el invierno del año 16 me presenté en San Petersburgo con un pasaporte falso y sin dinero. Me dio cobijo Alexei Kazántsev, profesor de literatura rusa.
Él vivía en Peski, una calle helada, amarillenta y apestosa. A su paupérrimo sueldo añadía lo que ganaba traduciendo novelas españolas; por aquel entonces estaba de modaBlasco Ibáñez.
Kazántsev nunca había estado en España, pero su amor hacia ese país colmaba todo su ser, conocía todos los castillos, jardines y fincas de España. Aparte de mí, se arrimaba a Kazántsev una caterva de personas marginadas por la sociedad. Comíamos penosamente. De vez en cuando, algún periódico de mala muerte publicaba en letras pequeñas nuestras crónicas de sociedad.
Yo pasaba todas las mañanas en depósitos de cadáveres y comisarías de policía.
El más feliz de todos era Kazántsev. Tenía patría: España.
En noviembre se me ofreció un puesto de oficinista en la fábrica Obújov; una tarea nada desdeñable, que me proporcionaba la oportunidad de librar del servicio militar.
Lo rechacé.
Con mis veinte años me auto convencí de que prefería pasar hambre, ir a la cárcel o vagabundear antes que penar diez horas diarias ante un escritorio. Nunca violé este principio ni lo violaré. Tenía la convicción de mis antepasados de que venimos al mundo para gozar del trabajo, de la pelea, del amor, de que nacemos para eso y no para otra cosa.
Kazántsev escuchaba mis argumentos y ensortijaba con sus dedos algunos pelos rubios de su cabeza. En su mirada se atisbaban a la vez horror y admiración.
Llegó la Pascua y la suerte nos fue favorable. El abogado Benderski, propietario de la editorial Alciona, emprendió la publicación de una nueva edición de las obras de Maupassant. De su traducción se encargaba Raisa, a la sazón esposa del abogado. Del antojo de la señora no salió nada bueno.
A Kazántsev, que solo traducía del español, le preguntaron por alguien que pudiese ayudar a Raisa Mijáilovna. Kazántsev me recomendó.
Al día siguiente, vestido con una chaqueta que me prestaron, fui al domicilio del matrimonio Benderski. Vivían en el cruce de las calles Nevski y Moika, en un edificio de granito finlandés, rodeada por columnas rosas, con aspilleras y blasones de piedra. Oscuros banqueros que antes de la guerra se hicieron ricos con los suministros, construyeron en San Petersburgo una gran cantidad de estos vulgares edificios, de una exagerada y ficticia magnificencia.
La escalera estaba cubierta con una alfombra roja. En los descansillos se mostraban amenazadores unos osos de peluche.
En sus fauces abiertas se encendían bombillas de cristal.
La pareja Benderski vivía en el tercer piso. Me abrió la puerta una criada con uniforme, de busto erguido. Me hizo pasar a un salón amueblado al estilo eslavo antiguo. En las paredes colgaban cuadros azules de Rerich, con rocas y monstruos antidiluvianos. En los rincones sobre unos atriles descansaban iconos antiguos. La criada del busto erguido se movía solemnemente por la habitación. Era alta, miope y arrogante. En sus ojos grises abiertos quedó petrificada la lascivia. La joven se contoneaba lentamente. Pensé que haciendo el amor se revolcaría con frenesí. La cortina de terciopelo que colgaba ante la puerta osciló. Una mujer de cabello negro y ojos rosados entró en la habitación mostrando un generoso pecho. No era difícil de reconocer en la Bendérskaya a esa deliciosa clase de judía procedente de Kiev y de Poltava o de las ricas ciudades de la estepa plantadas de castaños y acacias. Esas mujeres transforman el dinero de sus maridos en rosadas grasas en su vientre, su cuello y sus redondeados hombros. Su somnolienta sonrisa es la delicia de los oficiales de la guarnición.
– Maupassant es la única pasión de mi vida – me dijo Raisa.
Procurando disimular el contoneo de sus anchas caderas, la mujer salió del cuarto y regresó con la traducción de Miss Harriet. En su versión no había rastro de las frases de Maupassant, de su pasión tan libre, de su fluidez y de su profundo aliento. La Bendérkaya escribía con tediosa concreción, sin vida, desenfadada, como escribirían antiguamente el ruso los judíos.
Me llevé el paquete a casa. En el ático de Kazántsev, entre gente que dormía, me dediqué toda la noche a corregir la traducción ajena. No resulta una tarea tan mala como parece. Una frase nace buena y mala a la vez. El secreto está en un giró apenas perceptible. La manivela debe permanecer en la mano y calentarse. Hay que darle vuelta una sola vez, no dos.
Al día siguiente temprano le entregué el manuscrito rehecho. Raisa no exageraba al manifestar su pasión por Maupassant. Mientras leía, permaneció inmóvil en su asiento, con los dedos entrelazados. Sus suaves manos se deslizaban hacia el suelo, su frente palidecía, el encaje se escurría entre los oprimidos pechos, jadeaba.
– ¿Cómo lo ha hecho?
Fue entonces cuando le hablé del estilo, del ejército de las palabras, donde se manejan todo tipo de armamento. No hay hierro que pueda penetrar de forma tan efectiva en el corazón humano como un punto colocado en su sitio. Ella me escuchaba con arrobo, entreabriendo sus labios pintados. Un rayo se reflejaba sobre sus negros y lustrosos cabellos, muy peinados y separados por una raya. Moldeadas por las medias, sus piernas y pantorrillas descansaban un poco separadas sobre la alfombra.
La criada, desviando la mirada de descarado libertinaje, sirvió el desayuno.
El turbio sol de San Petersburgo caía ahora sobre la irregular y descolorida alfombra. Los veintinueve volúmenes de Maupassant se alineaban en una estantería encima de la mesa. El sol brillaba sobre el tafilete dorado que adornaba el lomo de los libros, enorme tumba del corazón humano.
Tomamos el café en tazas azules y comenzamos a traducir El Idilio. Todos recordarán el cuento del joven obrero hambriento que mamaba del pecho de una matrona que necesitaba aliviar su carga de leche. Eso ocurría un caluroso mediodía en el tren de Niza a Marsella, en el país de las rosas, en la patria de las rosas, allí donde los macizos floridos descienden hasta el borde del mar.
Salí de casa de los Benderki con veinticinco rublos que me habían adelantado.
Nuestra comunidad de Peski estuvo esa noche completamente borracha, como un tropel de patos embriagados. Tomábamos el caviar a cucharadas y lo comíamos con salchichas asadas. Totalmente borracho comencé a proferir insultos contra Tolstoi.
– Vuestro conde estaba asustado, acobardado… El miedo es su religión… Temeroso del frío, de la vejez y de la muerte, el conde tejió una camisa de fe…
– ¿Y qué más? – me preguntó Kazántsev moviendo su cabecita de pájaro.
Nos quedamos dormidos junto a nuestras camas. Soñé con Katia, la lavandera cuarentona que vivía en el piso de abajo. Por las mañanas le pedíamos agua caliente. Nunca tuve ocasión de detenerme a examinar su rostro, pero en el sueño solo Dios sabe lo que Katia y yo hacíamos. Nos matábamos a besos el uno al otro. No pude resistirme y al día siguiente bajé a buscar agua.
Salió a mi encuentro una mujer envejecida, con un chal cruzado sobre el pecho, descolgados rizos de color canoso ceniciento y manos húmedas.
A partir de ese día opté por desayunar en casa de los Benderski. En nuestro ático se instaló una estufa nueva, y hubo arenques y chocolates. Raisa me llevó dos veces a la isla. No pude contenerme y le conté mi niñez. La narración resultó muy lúgubre, para gran sorpresa mía. Bajo el sombrerito de piel de topo me miraban unos ojos brillantes, asustados. Las pestañas palpitaban con compasión.
Me presentaron al marido de Raisa, un judío de tez amarillenta, calvo, cuerpo plano y fornido, dispuesto a levantar un oblicuo vuelo. Corrían ciertos rumores de sus estrechas relaciones con Rasputín. Los beneficios conseguidos con los aprovisionamientos al ejército le daban un aspecto de poseso. Sus ojos parecían inquietos, para él se había resquebrajado el tejido de la realidad. Raisa enrojecía al presentarme su marido a nuevos amigos. Tal vez debido a mi juventud, me di cuenta de
este extremo una semana más tarde de lo debido.
Después de Año Nuevo, acudieron a casa de Raisa sus dos hermanas de Kiev. Yo había traído el manuscrito de La Confesión, y al no encontrar a Raisa, regresé por la tarde. Estaban cenando en el comedor. Llegaba de allí una singular cacofonía femenina y el bramido de voces masculinas en exceso exaltadas. En las casas ricas carentes de tradición se come ruidosamente. El jaleo era judío, con explosiones y armoniosas terminaciones. Raisa salió a recibirme vestida de noche, con la espalda al desnudo. Sus pies calzaban unos zapatos de charol y pisaban dubitativamente.
– Estoy ebria, amiguito, – Y me tendió los brazos, ensartados en cadenas de platino y en estrellas de esmeralda.
Su cuerpo serpenteaba como el de la cobra que se levanta hacia el cielo a impulsos al ritmo de la música. Movía su rizada cabeza y hacía tintinear las sortijas. De pronto calló en un sillón de antiquísima talla rusa. Unas cicatrices apenas casi imperceptibles se dejaban apreciar sobre su empolvada espalda.
Tras la pared estalló una vez más la risa femenina. Salieron del comedor las hermanas, algo bigotudas, pero tan altas y tan exuberantes de pecho como Raisa. Este pecho se proyectaba hacia delante, su negra cabellera ondeaba. Ambas estaban casadas con sendos Benderski. La habitación se saturó de un alocado jolgorio femenino, alegría de mujeres maduras. Los maridos ayudaron a las hermanas a poner los abrigos de nutria, las mantillas de Orenburgo y las embutieron en botas negras, bajo la nívea visera de las mantillas solamente quedaron al descubierto las coloradas mejillas, narices de mármol y ojos con miope brillo semítico. Se fueron con estrépito al teatro, donde representaban “Judith” con Saliapin.
– ¡Quiero trabajar! – dijo Raisa, tendiendo sus brazos desnudos –, hemos perdido una semana ya…
Trajo del comedor una botella y dos copas. Su pecho descansaba holgado en la sedosa tela del traje; los pezones se dilataron enhiestos, escondidos por la seda.
– Lo anhelado – dijo Raisa sirviendo el vino –, moscatel del año ochenta y tres. Cuando mi marido se entere, me mata…
Yo, que nunca me las había visto con moscateles del año 83, sin pensarlo mucho me tomé, una tras otra, tres copas que de inmediato me transportaron a unos callejones con llamaradas de color naranja y con música.
– Estoy borracha, amiguito… ¿Qué hacemos hoy?
– Hoy tenemos La confesión…
– Muy bien, La confesión. El protagonista de ese relato es el sol, el sol de Francia…
Gotas de sol se derramaban sobre la rubia Celeste y se transformaron en pecas. El sol con sus rayos cayendo a plomo, el vino y la sidra abrillantaron el rostro del cochero Polyte. Dos veces por semana, la joven Celeste vendía en la ciudad crema, huevos y gallinas. Le pagaba a Polyte diez sueldos por ella y cuatro por la mercancía. En cada viaje el pícaro Polyte preguntaba a la pelirroja Celeste guiñándole un ojo: «¿Cuándo es la fiesta, hermosa?» – «¿Qué quiere decir con eso Sr. Polyte?» El cochero dio un salto en el pescante y explicó: «Una fiesta es una fiesta…¡diablos!... Un mozo y una moza sin
música se bastan…»
– No me gustan esas bromas, Sr. Polyte. – respondío Celeste apartando del muchacho sus faldas, que colgaban sobre potentes pantorrillas con medias rojas.
Pero aquel bribón de Polyte seguía riéndose, continuaba tosiendo – alguna vez será la fiesta, hermosa mía– y alegres lágrimas corrían por su cara del tono de la sangre, del ladrillo y el vino.
Bebí otra copa de moscatel. Raisa brindó conmigo.
La criada de ojos pétreos atravesó la habitación y desapareció.
Ese diablo de Polyte… En dos años Celeste le había pagado cuarenta y ocho francos- Eran cincuenta menos dos. Al final del segundo año se hallaban los dos solos en la diligencia y Polyte, que había tomado sidra antes de salir, preguntó como era su costumbre: «¿Tampoco es hoy la fiesta, señorita Celeste? – y ella respondió bajando los ojos «Como usted guste, señor Polyte…»
Raisa cayó sobre la mesa emitiendo grandes carcajadas. Ce diable de Polyte.
La diligencia iba tirada por un jamelgo blanco. El jamelgo con labios rosados de anciano trotó al paso. El alegre sol de Francia rodeó el coche que se ocultó del mundo bajo una visera descolorida. Un mozo y una moza sin música se bastan…
Raisa me tendió una copa. Era la quinta.
– Mon vieux, por Maupassant…
– ¿Es hoy la fiesta, hermosa mía?
Me acerqué a Raisa y la besé en los labios que temblaron y se hincharon.
–Es usted divertido – respondió Raisa entre dientes y se echó hacia atrás.
Se arrimó a la pared extendiendo sus brazos desnudos, apareciendo en ellos y en sus hombros unas manchas rojizas. De todas las divinidades clavadas en cruz, aquella era la más seductora.
– Haga el favor de sentarse, monsieur Polyte…
Me indicó un inclinado sillón de factura eslava. El respaldo era un entrelazado de madera con puntas policromadas. Me dirigí a él tambaleándome.
La noche había colocado bajo mi hambrienta juventud una botella de moscatel del año ochenta y tres y veintinueve volúmenes, veintinueve petardos rellenos de piedad, de genio de pasión… Di un salto derribando una silla y tropezando con un estante. Los veintinueve tomos se desplomaron sobre la alfombra, las páginas volaron en todas direcciones, quedando luego de pie, y el jamelgo blanco de mi destino trotó al paso.
– Es usted divertido –repitió Raisa.
Abandoné la casa de granito cerca de las doce, antes de que regresaran del teatro las hermanas y el marido. Estaba cuerdo y era capaz de pasar por una tabla, pero era mucho mejor tambalearse y me contoneaba cantando en un lenguaje inventado por mí. En los túneles de las calles bordeadas por una miríada de farolas, circulaban oleadas de neblina. Monstruos rugían tras las paredes efervescentes. La calzada ocultaba las piernas a los transeúntes. Ya en casa, Kazántsev dormía. Dormía sentado, estirando las flacas piernas embutidas en botas de fieltro. En su cabeza se erizó la pelusa de canario.
Se había quedado dormido al pie de la estufa con un “Don Quijote” de 1624 sobre sus rodillas. El libro llevaba en el título una dedicatoria al duque de Broglie. Me acosté sin hacer ruido para no despertar a Kazántsev, acerqué la lámpara y me puse a leer el libro de Edouard Maynial “Vida y obra de Guy de Maupassant”.
Kazántsev movía los labios y daba cabezadas.
Aquella madrugada me enteré por Edouard Maynial que Maupassant nació en 1850, que era hijo de un noble normando y de Laure Le Poittevin, prima carnal de Flaubert. A los veinticinco años acusó el primer ataque de sífilis hereditaria. La fertilidad y alegría en él encerradas se resistían a la enfermedad. Al principio tenía dolores de cabeza y arrebatos de hipocondría. Después lo amenazó el fantasma de la ceguera. Perdía la vista. Crecía en él la manía persecutoria, la misantropía y la iracundia. Luchó denodadamente. Navegó en velero por el Mediterráneo, huyó a Túnez, a Marruecos, a África Central y
escribía sin cesar. Ya famoso, a los treinta y nueve años, se cortó la garganta y se desangró, pero quedó con vida. Lo recluyeron en un manicomio. Allí andaba a gatas. La última anotación en su triste hoja dice:
«Monsieur de maupassant vas s’animaliser» («El Sr. de Maupassant se animalizó»). Murió a los cuarenta y dos años. Su madre le sobrevivió.
Leí el libro hasta el final y me levanté de la cama. La niebla se había aproximado a la ventana, ocultando el universo. El corazón se me encogió. Me había rozado el presagio de la verdad.

Isaak Bábel

sábado, 11 de diciembre de 2010

La continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar