viernes, 21 de enero de 2011

"El caballo y el hombre" de Antonio Ferres



EL CABALLO Y EL HOMBRE
El caballo herido y jadeante había llegado buscando un espacio verde imposible.
El hombre oyó los pasos y vio la silueta borrosa del caballo.
Hacía días que arrojara las armas, dejándolas caer una a una por el suelo. No sabía a qué sitio dirigirse en aquel cruce de calzadas medio cubiertas por la arena, en un territorio desierto y sin árboles. Le dolía la pierna iz¬quierda, hinchada, con coágulos negros de sangre. Y le la-tían las sienes. Quizás, lejos, donde temblaba estremecido el aire, estuvieran las inmensas llanuras verdes por las que vagaban las almas nobles de los hombres. Se sentía per¬dido. Pensó en el caballo, que resoplaba un trecho más allá. Le dio más pena aún saber que era un caballo ene¬migo. Parecía que el sol estaba tan alto esa tarde, que no fuera a oscurecer nunca en la vida. Oyó los resoplidos del caballo, y vio que se acostaba junto a una pequeña roca blanca que emergía de la arena. El animal sabría, aunque fuese entre sueños, si empezaban cerca los extensos pra¬dos. O a lo mejor serían pueblos verdaderos llenos de mu¬jeres, de niños y ganados. Recordaba los enormes pobla¬dos con las mujeres saltando las hogueras, los tapiales frescos con las fuentes, y el portal de la casa de su madre en la última ciudad en la que él había sido niño.
Tenía tanto calor y sentía tanta fatiga, que anduvo a gatas, hasta meter la cabeza debajo del cuerpo grande del caballo. Estaba allí, pegado al sudor frío, escuchando los latidos del corazón del animal. Podía ser que el caballo sintiera la gloria de las tierras verdes y de los arroyos ru¬morosos, sin arneses, ni dueño. Pero para el hombre eran campos que daban miedo, porque no surgían como los oasis y las llanuras de la Tierra, donde había pueblos y torres. El hombre cerraba los ojos en la frescura del sudor del caballo, y temía ver las sombras de los muer¬tos. Si aguardaba un poco, desfilaban por dentro de sus ojos rostros de hombres y mujeres desconocidos.
Como había en las ciudades. Caras de gente viva que pasaba de largo en una existencia casi interminable.
Así quería esperar, mientras resollara el caballo. Sólo sentía cierta dificultad en el pecho, un pequeño ahogo. Rozaba con la yema de los dedos el cuerpo del animal. Sabía que el latido del corazón del caballo era como el latir de todo lo que existía, del entero Mundo. Así pasó un largo tiempo. Y seguramente también el ani¬mal sentía su mano suave, y la unánime vida. Ambos en aquella tregua. Los ojos cerrados en la penumbra, mien¬tras el hombre seguía viendo pasar las caras. A veces, caras de niños que huían hasta deshacerse en otros ros¬tros. Y de nuevo la calma, el frescor de la marcha de gente como él, seres humanos que seguramente iban buscando otros territorios con bosques y con ríos, o con ansiosos mares.
Tenía que hacer larga aquella espera junto al cuerpo del caballo, en el hueco en sombra del desierto. Luego, vendría una oscuridad brillante, un estallido de lumbre y deseo. El caballo y el hombre en el espacio infinito donde estuvieron siempre.



EL EXTRAÑO MUNDO
El ascensor bajaba muy despacio. Era la hora en que Rafael salía de casa camino del trabajo, y dejaba a su mujer en la cama. No comenzaba Teresa a impartir sus clases en el instituto hasta las diez y media, y seguía dor¬mida al otro extremo de la gran cama de matrimonio. El inmenso lecho, con las ropas revueltas, queda allí per¬dido. Rafael, antes de marcharse, solía comprobar que el despertador estaba puesto para que sonara a las nueve y media. Algunas mañanas, rozaba con la yema de los dedos el pelo negro de su mujer, y hasta la acariciaba con cuidado de no despertarla. Pero quizás de eso hacía ya tiempo. Desde luego era como el recuerdo lejanísimo del aroma acre del cuerpo de Teresa, igual que el mareo de los abrazos en los parques de la juventud.
Ahora, lo cierto resultaba ser que aquella mañana ni siquiera la había mirado. No podría jurar que Teresa se encontraba allí cuando él salió de la habitación. Sólo recordaba que después de acostarse habían hecho larga¬mente el amor. Como casi todas las noches. Hasta que¬dar extenuados.
A veces parecía que relincharan. Sobre todo Teresa relinchaba. La palabra relinchar con respecto al amor entre ellos dos, la pronunció Rafael por primera vez. Y Teresa río un buen rato.
—No se lo digas a nadie —dijo.
Pero de aquello debía de hacer ya tres o cuatro años.
El ascensor seguía bajando ahora con una lentitud enorme. Y le pareció a Rafael que había tardado una eternidad en llegar al portal de la casa.
En la calle hacía mucho frío. Cuando pasó delante de la farmacia vio que la temperatura que marcaba el ter¬mómetro luminoso era de ocho grados centígrados. Pero no parecía verdad. Hacía un frío terrible, que se metía en el tuétano de los huesos. Aunque no soplara el viento, ni corriera aire alguno.
Por otro lado según caminaba Rafael por la acera de la Avenida, hundido en el ruido incesante de los coches y autobuses que pasaban sin fin ni principio, miró al cielo cubierto de nubes bajas. Por encima de las cuales brillaba una claridad extraña, como sin constelación ni origen. Como si hubiera desaparecido el sol y sólo que¬dara encima una lámina de luz amarillenta. Casi corría Rafael por la acera de la Avenida solitaria, sin gente, solo con el deslizar de los automóviles. Tenía ganas de llegar a la cafetería, donde casi todas las mañanas se detenía a tomar café con una tostada. Era junto al mostrador, su¬bido a uno de los taburetes que había pegados a la barra. También, a veces, paraban allí algunos compañeros de la oficina, antes de comenzar la jornada. Aunque iba de prisa, braceando sin parar y se había tapado la boca y la nariz con la bufanda, tiritaba de frío. Se le hacía muy largo el camino, interminable. Y todavía lejos de la cafe¬tería, miró las cristaleras, y le pareció que en ese mo¬mento no había dentro del café nadie conocido. Hasta las camareras eran otras. A lo mejor de otro turno o de otro día. Fue en ese instante cuando le invadió la sospe¬cha de que andaba equivocado. Sentía una gran angustia.
Sobre todo volvía a reparar en el hecho de que al salir del dormitorio ni siquiera había mirado a Teresa dor¬mida. No podía estar seguro de que ella estuviera allí. Era un sentimiento que nada tenía que ver con la culpa. Sólo le parecía haber perdido a Teresa. Y aunque se sen¬tía cansado decidió que debía retroceder sobre sus pasos, y regresar a casa, comprobar que la vida continuaba siendo como siempre había sido. Se dio la vuelta. Se per-cató entonces de que el regreso por la Avenida era una leve pendiente. Nunca lo había tenido en cuenta. Iba a toda prisa, pero ahogado de miedo y de incertidumbre. Sin embargo sentía como un acicate el deseo de saber. Pasó a toda prisa delante de la farmacia. Se sacó la llave del bolsillo y abrió el portal. Había silencio. Y se metió en el ascensor, que funcionaba normalmente. Subía a la velocidad de siempre por el hueco de la escalera. En unos segundos llegó al quinto piso. Entonces anduvo sigilo¬samente por el rellano, hasta llegar a su apartamento. In¬trodujo la llave, con cuidado de no hacer ruido, y abrió poco a poco la puerta. Atravesó el saloncito tembloroso de ansiedad y de terror. No oía la respiración de Teresa. No obstante desde el umbral, vio la cama enorme y en el rincón más alejado, sobre las sábanas revueltas, el cuerpo de su mujer.
Se acercó muy despacio, de puntillas, y comprobó que dormía. Ni se atrevió a tocarla. Sólo la acarició con la mirada, largamente, y volvió a salir de la alcoba. Qui¬zás el ascensor bajara un poco lento. Igual que siempre. Y fuera algo más tarde que otros días, porque se hubiera retrasado unos minutos, antes de salir. En la calle miró el termómetro luminoso de la farmacia. Marcaba ocho grados centígrados. Para aquella época del año no hacía de¬masiado frío. Había gente por las aceras, sobre todo hombres y mujeres jóvenes que corrían para no llegar tarde al trabajo. Un poco más allá vio al negro nigeriano que ofrecía un periódico viejo, pasado de fecha, pero que en realidad pedía limosna. Veía ya las cristaleras del café donde desayunaba pegado a la barra, sentado en un ta¬burete, si es que encontraba alguno libre. Solía haber mucho vocerío. Estallaba, como si fuera a romperle los tímpanos. Y no importaba de lo que la gente hablara, porque no se entendía casi nada. El cielo tenía una lu¬minosidad que le recordaba a una pintura. «Lo mismo que cuando Corot paró la luz», pensó. Había un tráfico, casi incesante, potentes coches y autobuses. Era normal a aquella hora. Sólo una ambulancia que hacía sonar la si¬rena y trataba de abrirse paso entre la masa de coches, ponía una larga nota de muerte y de desolación. Lo demás era igual y corriente, como siempre.

domingo, 9 de enero de 2011

"A la deriva" de Horacio Quiroga



El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.