lunes, 28 de marzo de 2011

Colinas como elefantes blancos (Ernest Hemingway)


Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
— ¿Qué tomamos? — preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
— Hace calor — dijo el hombre.
— Tomemos cerveza.
— Dos cervezas — dijo el hombre hacia la cortina.
— ¿Grandes? — preguntó una mujer desde el umbral.
— Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
— Parecen elefantes blancos — dijo.
— Nunca he visto uno — . El hombre bebió su cerveza.
— No, claro que no.
— Nada de claro — dijo el hombre— . Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
— Tiene algo pintado — dijo— . ¿Qué dice?
— Anís del Toro. Es una bebida.
— ¿Podríamos probarla?
— Oiga — llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
— Cuatro reales.
— Queremos dos de Anís del Toro.
— ¿Con agua?
— ¿Lo quieres con agua?
— No sé — dijo la muchacha— . ¿Sabe bien con agua?
— No sabe mal.
— ¿Los quieren con agua? — preguntó la mujer.
— Sí, con agua.
— Sabe a orozuz — dijo la muchacha y dejó el vaso.
— Así pasa con todo.
— Si dijo la muchacha— - Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
— Oh, basta ya.
— Tú empezaste — dijo la muchacha— . Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
— Bien, tratemos de pasar un buen rato.
— De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
— Fue ocurrente.
— Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
— Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
— Son preciosas colinas — dijo— . En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
— ¿Tomamos otro trago?
— De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
— La cerveza está buena y fresca — dijo el hombre.
— Es preciosa — dijo la muchacha.
— En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig — dijo el hombre— . En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
— Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
— Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
— ¿Y qué haremos después?
— Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
— ¿Qué te hace pensarlo?
— Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
— Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
— Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
— Yo también — dijo la muchacha— . Y después todos fueron tan felices.
— Bueno — dijo el hombre— , si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
— ¿Y tú de veras quieres?
— Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
— Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
— Te quiero. Tú sabes que te quiero.
— Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
— Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
— Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
— No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
— Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
— ¿Qué quieres decir?
— Yo no me importo.
— Bueno, pues a mí sí me importas.
— Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
— No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
— Y podríamos tener todo esto — dijo— . Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
— ¿Qué dijiste?
— Dije que podríamos tenerlo todo.
— Podemos tenerlo todo.
— No, no podemos.
— Podemos tener todo el mundo.
— No, no podemos.
— Podemos ir adondequiera.
— No, no podemos. Ya no es nuestro.
— Es nuestro.
— No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
— Pero no nos los han quitado.
— Ya veremos tarde o temprano.
— Vuelve a la sombra — dijo él— . No debes sentirte así.
— No me siento de ningún modo — dijo la muchacha— . Nada más sé cosas.
— No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
— Ni que no sea por mi bien — dijo ella— . Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
— Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
— Me doy cuenta — dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
— Tienes que darte cuenta — dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
— ¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
— Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
— Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
— Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
— ¿Querrías hacer algo por mi?
— Yo haría cualquier cosa por ti.
— ¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
— Pero no quiero que lo hagas — dijo— , no me importa en absoluto.
— Voy a gritar — dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
— El tren llega en cinco minutos — dijo.
— ¿Qué dijo? — preguntó la muchacha.
— Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
— Iré llevando las maletas al otro lado de la estación — dijo el hombre. Ella le sonrió.
— De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
— ¿Te sientes mejor? — preguntó él.
— Me siento muy bien — dijo ella— . No me pasa nada. Me siento muy bien.

Ernest Hemingway

miércoles, 2 de marzo de 2011

La maestra Sherwood Anderson



Las calles de Winesburgo se hallaban cubiertas de una espesa capa de nieve. Había empezado a nevar a eso de las diez de la mañana; se levantó el viento y empujó a la nieve en torbellinos por Main Street. Las carreteras que iban a parar al pueblo y que solían estar convertidas en barri¬zales se hallaban ahora heladas y lisas; en algu¬nos sitios el barro estaba cubierto por una corte¬za de hielo. «Se podrá andar bien en trineo», dijo Will Henderson, de pie junto al mostrador de la taberna de Ed Griffith. Salió a la calle y se tro¬pezó con Sylvester West, el droguero, que anda¬ba con unos pesados zuecos, llamados «árticos». «La nieve hará que la gente venga al pueblo el sábado —dijo el droguero. Los dos hombres se detuvieron a conversar de sus asuntos. Will Hen¬derson, que llevaba un abrigo delgado y no tenía zuecos, se golpeaba el tacón del pie izquierdo con la punta del pie derecho—. La nieve vendrá bien para el trigo», observó el droguero sabiamente.
El joven George Willard, que no tenía nada que hacer, se alegró porque no se sentía con ganas de trabajar aquel día. El semanario estaba ya ti¬rado y había sido llevado al correo el miércoles por la noche; la nieve había empezado a caer el jueves. A las ocho, después de que pasó el tren de la mañana, se echó al bolsillo un par de pati¬nes y se fue hasta el depósito de aguas corrientes; pero no patinó. Siguió más allá del depósito, por un sendero que bordeaba el arroyo Wine hasta que llegó a un bosquecillo de hayas. Una vez allí, encendió una hoguera junto al tronco caído de un árbol y sentóse a un extremo de éste, para me¬ditar. Cuando empezó a caer la nieve y a soplar el viento, se dio prisa en recoger combustible para la hoguera.
El joven reportero tenía el pensamiento en Kate Swift, que había sido su maestra de escuela. La noche anterior había ido a casa de Kate para que le diese un libro que ella tenía interés en que leyese George; habían estado solos durante una hora. Era la cuarta o quinta vez que aquella mu¬jer le hablaba con gran interés, y no acertaba él a comprender lo que sus palabras podían signifi¬car. Empezó a pensar que tal vez estuviese ena¬morada de él; este pensamiento le resultaba agra¬dable y penoso al mismo tiempo. Se levantó del tronco en que estaba sentado y se puso a echar ramas a la hoguera; miró alrededor para ver si estaba solo y empezó a hablar en alta voz como si se hallase frente a Kate. «Me parece que usted está a punto de caer, y usted lo sabe —exclamó—. Voy a descubrir lo que hay de cierto. Espere y ya lo verá.»
El joven se levantó y regresó por el mismo sendero hacia el pueblo, dejando el fuego en bra¬sas. Cuando caminaba por las calles, resonaban los patines en su bolsillo. Llegado que hubo a su habitación de New Willard House, encendió la estufa y se tumbó encima de la cama; empezó a pensar cosas voluptuosas; bajó la cortina de la ventana, cerró los ojos y se volvió de cara a la pared. Cogió una almohada entre sus brazos y la estrechó con fuerza, pensando primero en la maestra, que había despertado algo dentro de él con sus palabras, y luego pensó en Helen White, la esbelta hija del banquero del pueblo, de la que estaba hacía tiempo medio enamorado.
A las nueve de la noche, la nieve formaba una espesa capa en las calles y la temperatura se ha¬bía hecho muy rigurosa.
Era difícil caminar. Las tiendas estaban a os¬curas y la gente se había refugiado en sus casas. El tren nocturno de Cleveland traía mucho re¬traso, pero a nadie le interesaba su llegada. A eso de las diez, los mil ochocientos vecinos del pue¬blo, a excepción de cuatro, estaban acostados.
Hop Higgins, el sereno, estaba medio despier¬to. Era cojo y caminaba apoyándose en un grueso bastón. Cuando las noches eran oscuras, se alum¬braba con un farol. Entre nueve y diez de la no¬che fue a hacer su correspondiente ronda. Reco¬rrió dando tropezones Main Street de un ex¬tremo a otro, viendo si las puertas de las tiendas se hallaban cerradas. Se metió luego por las ca¬llejuelas y comprobó que las puertas traseras se hallaban también cerradas. Encontrando todo en orden, dobló una esquina, marchó precipitada¬mente a New Willard House y llamó a la puerta. Llevaba intención de permanecer todo el resto de la noche al calor de la estufa. «Acuéstate; yo tendré cuidado de que no se apague el fuego», dijo al chico que dormía en un catre en el des¬pacho del hotel.
Hop Higgins se sentó junto a la estufa y se quitó los zapatos. Cuando el muchacho se dur¬mió, se puso él a meditar en sus cosas. Tenía el propósito de pintar su casa por la primavera y calculaba, sentado junto a la estufa, lo que le costaría la pintura y la mano de obra. Esto lo llevó a realizar otros cálculos. El sereno había cumplido los sesenta, y quería retirarse. Cobraba una pequeña pensión porque era veterano de la Guerra Civil. Pensaba buscar la manera de ga¬narse la vida de otro modo y aspiraba a llegar a ser un profesional de la cría de hurones. Tenía ya en la bodega de su casa cuatro de esos extraños y salvajes animalitos, que los cazadores em¬plean para cazar conejos. «Tengo ahora un solo macho y tres hembras —masculló—. Con un poco de suerte será fácil que para la primavera tenga doce o quince. Al año siguiente podré empezar a poner anuncios en los periódicos deportivos.»
El sereno se arrellanó en su asiento y dejó de pensar. Pero no dormía. Un entrenamiento de muchos años le había enseñado a permanecer sentado durante las largas noches entre dormido y despierto. Al llegar la mañana se encontraba tan descansado como si hubiese dormido.
Una vez que Hop Higgins se recogió en su silla, al abrigo de la estufa, sólo tres personas queda¬ban despiertas en Winesburgo. George Willard estaba en las oficinas del Eagle, haciendo como se ocupaba en escribir una novela, pero en realidad siguiendo con los mismos pensamientos que tenía por la mañana cuando estaba junto a la hoguera, allá en el bosque. El reverendo Curtis Hartman se hallaba sentado en la torre del campanario de la iglesia presbiteriana esperando que Dios se le apareciese, y Kate Swift, la maestra, salía de su casa para dar un paseo en medio de la tormenta. Eran las diez pasadas cuando Kate Swift salió. Su paseo no tenía una finalidad determinada; era como si los pensamientos de aquel hombre y de aquel muchacho, concentrados en ella, la hu¬biesen empujado a las calles heladas. Tía Eliza¬beth Swift se hallaba en el pueblo cabeza del distrito por ciertos asuntos relacionados con unas hipotecas en que tenía invertido dinero, y no regresaría hasta el día siguiente. La hija se hallaba sentada en el comedor de la casa, junto a una gran estufa de las llamadas centrales, leyendo un libro. De pronto se levantó como movida por un resorte y, cogiendo una capa de un perchero que había junto a la puerta de la calle, salió corrien¬do de la casa.
Kate Swift tenía treinta años y no estaba con¬siderada en Winesburgo como una mujer hermosa; su constitución no era sana y su cara estaba cubierta de pequeños granos que eran un indicio de mala salud. Pero sola y en aquellas calles he¬ladas resultaba encantadora. Era erguida de espaldas, sus hombros eran cuadrados y sus faccio¬nes como las de una estatua fina de diosa, colocada sobre un pedestal, en medio de un jardín, en la penumbra de un anochecer veraniego.
La maestra había ido aquella tarde a ver al doctor Welling para consultarle acerca de su sa¬lud. El doctor habíala reprendido, diciéndole que estaba a punto de quedarse sorda. Era una locura lo que hacía Kate Swift al salir a la intemperie en medio de una tormenta semejante; una locu¬ra y tal vez un peligro.
Aquella mujer que caminaba por las calles no se acordaba de las palabras del médico y no ha¬bría vuelto atrás aunque se hubiese acordado de ellas. Sentía mucho frío, pero a los cinco minutos de pasear no le importaba ya la temperatura. Caminó primeramente hasta el final de su calle, cruzó luego las dos pesas del heno, encajadas en tierra delante de un depósito de forrajes, y luego salió a Trunion Pike. Siguiendo por Trunion Pike llegó hasta el hórreo de Ned Winter y, doblando hacia el Este, pasó por una calle de casitas de madera que desembocaba, por Gospel Hill, en Sucker Road, carretera que seguía por una pequeña hondonada hasta más allá de la granja avícola de lke Smead, terminando en el depósito de aguas. Aquella audacia y excitación que la ha¬bían empujado fuera de casa se desvanecieron conforme iba caminando, pero volvieron más tarde.
El temperamento de Kate Swift tenía algo de arisco y repelente. A todos les producía idéntica impresión. Su actitud en clase era callada, fría y rígida, aunque en cierto y extraño sentido era también de intimidad. De vez en cuando, parecía invadirla una extraña sensación y era feliz enton¬ces. Todos los niños de la escuela sentían los efectos de aquella felicidad. Se quedaban un rato sin estudiar, apoyados en el respaldo de sus asien¬tos, con la vista fija en su maestra.
La maestra paseaba entonces de un lado a otro de la clase, con las manos en la espalda, y hablaba con gran rapidez. El tema que se le ocurría no parecía tener importancia. En cierta ocasión les habló a los niños de Charles Lamb y les relató anécdotas íntimas y sorprendentes que tenían relación con la vida del difunto escritor. Contaba las anécdotas como quien ha vivido en la misma casa que Charles Lamb y conoce todos los secre¬tos de su vida privada. Los chicos estaban algo desorientados, creyendo que Charles Lamb debía de ser una persona que había vivido en Winesburgo.
En otra ocasión habló a los muchachos acerca de Benvenuto Cellini. Esta vez se echaron a reír. ¡Qué jactancioso, turbulento, valeroso y simpático resultaba aquel viejo artista, tal como ella lo pintaba! También inventó anécdotas acerca de éste. Una de ellas se refería a un alemán, profesor de música, que vivía en la ciudad de Milán, encima de las habitaciones de Benvenuto Cellini, y que hizo desternillar de risa a los muchachos. Sugars McNutts, un muchacho gordinflón, de me¬jillas coloradas, se rió con tal gana que se mareó y se cayó de su asiento; Kate Swift se rió con él. Pero de pronto adoptó otra vez su actitud fría y rígida.
Durante aquella noche en que caminaba por las calles desiertas y cubiertas de nieve, la vida de la maestra había entrado en una crisis. Aunque nadie lo sospechaba en Winesburgo, aquella vida había tenido mucho de aventurera. Y continuaba siéndolo. Un día tras otro, cuando atendía la es¬cuela o cuando paseaba por las calles, libraban batalla en su interior la pena, la esperanza y el deseo. Detrás de aquella apariencia de frialdad, sumergíase su imaginación en los más extraordi¬narios episodios. Para la gente de aquel pueblo era una solterona empedernida; y como hablaba con dureza y no se mezclaba con los demás, die¬ron por sentado que carecía de todas aquellas pasiones humanas que tanto influían, para bien y para mal, en sus vidas. A decir verdad, era el tem¬peramento más ardiente y apasionado que había en el pueblo; más de una vez, durante aquellos cinco años que llevaba establecida en Winesbur¬go, como maestra, después de volver de sus via¬jes, había tenido que salir de su casa a media noche, ech ndose a pasear, mientras se libraban dentro de ella fieras batallas. Cierta noche de llu¬via permaneció fuera de casa seis horas, y cuando regresó riñó con tía Elizabeth Swift. «Me alegro de que no hayas salido hombre -díjole áspera¬mente su madre-. Más de una vez he tenido que estar esperando a que tu padre volviese a casa, sin saber en qué nuevo lío se habría metido. He tenido ya mi buena parte de inquietudes y no debes extrañarte de que no quiera ver reprodu¬cidas en ti sus peores cualidades.»
. . .
El alma de Kate Swift ardía pensando en Geor¬ge Willard. Había creído distinguir la chispa del genio en algunos de los trabajos hechos por el muchacho en la escuela, y quería avivar aquella chispa. Cierto día de verano fue a las oficinas del Eagle y, encontrando al muchacho desocupado, se lo había llevado a pasear por Main Street hasta el Campo de la Feria, donde se sentaron sobre la yerba en un ribazo y estuvieron conver¬sando. La maestra quiso que el joven se hiciese una idea de las dificultades con que tropezaría para ser escritor. «Tiene usted que estudiar la vida -le dijo, con voz temblorosa y llena de an¬siedad. Cogió a George Willard por los hombros y le hizo volverse hacia ella, de manera que pu¬diese mirarle a los ojos. Alguien que pasara por allí hubiera pensado que iban a abrazarse-. Si quiere llegar a ser escritor, no se deje embaucar por la palabrería -explicóle-. Sería preferible que no pensase en escribir hasta que estuviese me¬jor preparado. Ocúpese ahora en vivir. Yo no qui¬siera que usted se desanimase, pero me gustaría hacerle comprender la importancia de eso a que usted aspira. Tiene que ser usted algo más que un simple buhonero de vocablos. Hay que aprender a percibir lo que la gente piensa, no lo que dice.»
La víspera de aquella tormentosa noche del jueves, al atardecer, mientras el reverendo Curtis Hartman se hallaba sentado en la torre de la iglesia esperando poder contemplar su cuerpo, llegó el joven Willard a visitar a la maestra para que le prestase un libro. Ocurrió entonces algo que sorprendió y dejó al muchacho en un mar de confusiones. Tenía ya el libro bajo el brazo y se disponía a marchar. Otra vez Kate Swift le habló con gran ansiedad. Anochecía y el cuarto iba quedando en la penumbra. Al ciar media vuelta para retirarse, pronunció ella su nombre con dul¬zura y le cogió la mano con un movimiento impulsivo. Su corazón de mujer solitaria se puso a latir, respondiendo al atractivo viril, porque el reportero se estaba haciendo rápidamente hom¬bre, pero respondiendo al mismo tiempo a su en¬tusiasmo de adolescente. Se sintió invadida por un deseo ardiente de hacerle comprender la im¬portancia de la vida, de enseñarle a interpretarla fiel y honradamente. Se inclinó hacia adelante, y rozó con sus labios su mejilla. Y en aquel mismo instante reparó el joven por vez primera en la notable belleza de sus facciones. Los dos estaban cohibidos y ella, para dominar sus sentimientos, adoptó una actitud de dureza y altivez. «¿Para qué? Transcurrirán diez años antes de que em¬pieces a comprender el sentido de mis palabras», exclamó apasionadamente.
. . .
La noche de la tormenta, mientras el ministro estaba sentado en la iglesia esperándola, marchó Kate Swift a las oficinas del Winesburg Eagle, con el propósito de volver a charlar con el mu¬chacho. Después de su largo paseo por la nieve, sentíase helada, solitaria y cansada. Cuando pa¬saba por Main Street, vio que la luz se filtraba por el escaparate de la imprenta y reverberaba por la nieve; sintió un impulso, abrió la puerta y entró. Y estuvo durante una hora en aquella ofi¬cina, junto a la estufa, hablando de la vida. Se expresaba con un interés apasionado. Aquella fuerza que le había impelido a caminar por la nieve se derramaba ahora en su charla. Se sintió inspirada, como solía estarlo a veces en la escue¬la, frente a los niños. Se había apoderado de ella un gran deseo de abrir las puertas de la vida a aquel muchacho que había sido alumno suyo y al que juzgaba con talento para comprenderla. Tal era su vehemencia, que se convirtió en una sensación física. Otra vez sus manos se agarraron a sus hombros, haciendo que se volviese hacia ella. Sus ojos llameaban en la habitación débil¬mente iluminada. Se puso en pie y se echó a reír; no era aquella risa seca, habitual en ella, sino una risa extraña, insegura. «Es necesario que me marche —dijo—. Si permanezco aquí un momen¬to más, no voy a poder contenerme y te voy a besar.»
Reinó súbitamente la confusión en la oficina del periódico. Kate Swift se volvió y echó a andar hacia la puerta. Era una maestra, pero también era una mujer. Al mirar a George Willard se apo¬deró de ella el deseo ardiente de ser amada por un hombre, un deseo que ya mil veces había in¬vadido su cuerpo como un torbellino. Visto a la luz de la lámpara George Willard no parecía un muchacho, sino un hombre que reunía ya condi¬ciones para desempeñar el papel de varón.
La maestra dejó que George Willard la tomase en sus brazos. La atmósfera de aquella oficina pequeña y templada se hizo de pronto abrumado¬ra, y la maestra sintióse desfallecer. Esperó, apo¬yada en un pequeño mostrador. Cuando él se acercó y la puso una mano en el hombro, ella se dio vuelta y se dejó caer sobre el joven. La con¬fusión de George Willard aumentó instantánea¬mente. Estrechó durante unos momentos con fuerza el cuerpo de la mujer; pero de pronto aquélla se puso rígida y dos puños menudos y puntiagudos se pusieron a golpearle en la cara. Cuando la maestra salió huyendo, dejándolo solo, empezó el joven a dar vueltas por la habitación, echando pestes y maldiciones.
Y en semejante estado de confusión se encon¬traba cuando asomó el reverendo Curtís Hart¬man. Cuando estuvo ya dentro, empezó George a creer que el pueblo se había vuelto loco. El ministro, agitando su puño que manaba sangre, afirmaba que aquella mujer que George acababa de tener entre sus brazos, había sido enviada por Dios para proclamar sus verdades.
. . .
George apagó la lámpara del escaparate, cerró la puerta de la imprenta y se marchó a su casa. Pasó por el despacho del hotel, dejando allí a Hop Higgins perdido en sus sueños de criador de hurones, y se metió en su cuarto. La estufa se había apagado y se desvistió en el cuarto frío. Cuando se metió en la cama, las sábanas le pare¬cieron dos mantas de nieve seca.
George Willard se revolvía en la misma cama en que había estado tumbado aquella tarde aca¬riciando la almohada y pensando en Kate Swift. Resonaban en sus oídos las palabras del ministro, que le pareció se había vuelto loco. Su mirada vagaba por la habitación. Se desvaneció el resen¬timiento propio del macho burlado, y se esforzó por comprender lo que había ocurrido. No lo con¬seguía. Repasaba una y otra vez en su imagina¬ción todos los episodios. Transcurrieron horas, y pensó que debía estar ya clareando el nuevo día. A las cuatro de la madrugada se tapó la cara con las ropas de la cama y se esforzó en dormir. Cuando se quedó amodorrado y se le cerraron los ojos, alzó la mano y tanteó en las tinieblas. «Me he quedado sin saber algo..., sin saber algo que Kate Swift quería decirme», murmuró entre sueños. Y se quedó dormido, y fue él la última persona que se acostó en Winesburgo aquella no¬che de invierno.