jueves, 13 de mayo de 2010

UNA HUMILDE CEBOLLA

Érase una vez un cocinero de gran fama y talento. Tenía un restaurante con un montón de estrellas, tenedores y gente adinerada. Su carta elevaba al olimpo del paladar a sacrificados representantes del mundo animal, del vegetal e incluso del mineral. En sus bodegas atesoraba las añadas más codiciadas. Entrevistado por periódicos, revistas, radios y televisiones, gustaba de decir que “la cocina es una metáfora de la vida”. Era un titular asegurado; ligero y digestivo como su premiada “sopa de hierbas aromáticas”
Cierto día se encontraba solo en su casa. Atardecía y desde el ventanal abierto del salón podía ver los últimos pasos del sol, titilando en el mar camino de un horizonte encendido de rojos y dorados. En el cielo las gaviotas trazaban lenguajes secretos. Un rumor con gusto de sal acariciaba la atmósfera tibia y serena. Suspiró, embargado por los pensamientos que parecía posar ante sus ojos el batir constante y blando de las olas. Empezaba a comprender el sentido último de todas las cosas, cuando sintió la llamada inoportuna del apetito. Volvió a suspirar, encantado con aquella aleccionadora paradoja que le tornaba al cuerpo en el preciso momento en que se perdía en el alma. Se levantó del sillón ergonómico y se dirigió a la cocina. Arrebatado por la conciencia de la vanidad de las vanidades, optó por una respuesta estoica a la demanda de su estómago: haría una tortilla de patatas con cebolla. Rió para sus adentros, orgulloso del desafío prometeico que con aquel sobrio plato lanzaba a la totalidad del universo indiferente y frío. Cogió un par de huevos, una patata grande y una humilde cebolla. Quizás entonces una gaviota estuviese trazando en el cielo un símbolo arcano; o una ola dejando en la arena el pecio de una verdad profunda; o el rayo verde se hubiera disparado en el horizonte como lejano faro de esperanza… Sí, quizás estuviesen sucediendo todas estas maravillas allí fuera, mientras la noche sacaba del armario de la galaxia su capa de leche y lentejuelas; pero ¿qué importaba?, ¿acaso aquella humilde cebolla no había sido cocinada en el horno de una supernova?, ¿acaso no estaba hecha también de polvo de estrellas? Porque, en aquel preciso momento, nuestro afamado y talentoso cocinero miraba la cebolla que sostenía frente a sí con hamletianas maneras. Y de esa guisa permaneció un buen rato, olvidados el estómago y la tortilla de patatas, ajeno a la música de las esferas y al eterno girar de los cielos, hasta que por alguna inefable razón comenzó a pelar la cebolla. Desprendió la piel, que cayó al suelo en ligero vuelo como una inútil envoltura de crisálida. De pronto colombino, alargó el brazo cuán largo era y se quedó contemplando con ojos de infinito océano el desnudo, redondeado y rojizo bulbo; luego, acercó a su oronda panza el preciado descubrimiento y empezó a quitar capa tras capa de las entrañas de la indefensa cebolla. Al principio sus dedos se mostraron mecánicos y hábiles, de cocinero experimentado; pero, según se iban acercando al centro del bulbo, fueron adquiriendo un progresivo temblor de ansiosa búsqueda. La cada vez más disminuida cebolla parecía saltar y bailar entre las yemas, como si pugnara por huir del creciente hervor de las manos. Las capas caían blandas al suelo, al modo de trozos aún curvados de pelota. Al final, ya menor que una canica, exhaló su última capa y el cocinero se quedó sin nada entre las manos. Fuera, la noche ya había desplegado su capa de leche y lentejuelas, las gaviotas dormían en los acantilados, el rumor del mar salaba el silencio y el débil resplandor de la espuma trazaba líneas fantasmales a los pies de la arena. Pero el cocinero no lloró. Nunca había llorado en su vida, ni siquiera cuando de pinche cortaba ajos, patatas y cebollas, ¿por qué iba a hacerlo ahora? No, no había motivo alguno, por más que la Luna fuera nueva y se escondiese de la sed de plata de la Tierra. Después de todo, quizás la cocina fuese una metáfora de la vida, pero si de algo estaba ahora casi seguro era de que la vida nunca sería una metáfora de las humildes cebollas.
Se fue a la cama sin cenar y soñó con sopa de estrellas.

Ricardo Uriarte

4 comentarios:

  1. Muy poético. Me encantan las imágenes del cielo.

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  2. Pues este cuento lo incluiría entre esos cuentos que yo llamo de "personajes". Es decir, mediante una escena podemos saber quién es el personaje: un hombre encumbrado por sus propio esfuerzo, que queda sin llorar ante el vacío de una humilde cebolla. Pero ¿qué historia cuenta, qué vemos mediante sus acciones...? pues la verdad es que me he perdido un poco con tantas metáforas y adjetivos, (es verdad que es poético el lenguaje), pero yo me he mareao un poco, parece que el cocinero está en medio de un laberinto de gaviotas... Vamos, que me ha resultado la descripción de su entorno un tanto excesiva. Quizá esa es la intención y mediante la forma del cuento sentimos mas el vacío final. Y parece que haríamos llorar al hombre al final ¿no?, que la falta de lágrimas es una carencia. En fin, que empiezo a meter la vida psíquica. Quisiera mas opiniones, pues, lo dicho, no acabo de ver la intención del cuento.

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  3. Yo creo que el relato es una parodia, y que la utilización excesiva de metáforas (con imágenes muy potentes, por otra parte), es pura ironía. Me parece que reproduce en cierto modo el lenguaje que emplean algunos cocineros en sus apariciones mediáticas; y que el final intentaría reflejar irónicamente lo que para el cocinero sería la "soledad del artista", tal y como la concibe él mismo. Isabel.

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  4. En este relato hay muchas cosas que me gustan. Yo no diría que es una parodia, porque al menos a mí me hace sentir (seriamente)de forma muy viva las sensaciones y los sentimientos de este personaje. Creo que describe cómo son los mundos ocultos que todos tenemos dentro, por detrás de la careta que utilizamos para resultar presentables en público. Este cocinero goza de la travesura solitaria que comete al disponerse a cenar una simple tortilla de patata, y medita casi sin querer acerca del sinsentido de la vida: el contraste con el reluciente paisaje convertido en metáforas hace todavía más portentosa la capacidad de maravillarse por lo que no tiene más significado que el que uno le quiera dar, es la más grande de las libertades y las rebeldías. El vacío representado por la cebolla adquiere así unas dimensiones cósmicas, pero las capas que caen y las sensaciones que rodean ese instante demuestran que en medio de ese vacío hay una ternura y corporeidad que nos hacen ser criaturas divinas.
    (perdón si os resulto muy cursi)
    El uso del lenguaje es un ejemplo de lo que en literatura se llama extensión, que en este caso, paradójicamente, logra una fuerte intensión comunicativa -muchos temas, muchas reflexiones, muchas ideas reveladoras en muy pocas líneas-.
    No sé con qué intención lo habrá escrito el autor, que no caba duda de que es muy versátil, pero a mí me parece profundamente filosófico. Quizá, como a Cervantes, se le ha rebelado el personaje. En fin, ¿tengo que volver a decir que me gusta mucho?

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