- Ahora cúbrase de cintura para arriba y descúbrase de cintura para abajo, pidió el hombre, señalando con la cabeza el biombo del otro extremo de la habitación, y entregando a la mujer una sabanilla doblada.
La mujer enrojeció, retiró la mirada, cogió la sabanilla casi a tientas y se dirigió hacia el biombo a toda prisa, sus hombros blancos hundidos, intentando en vano rodearse el cuerpo con los brazos.
El hombre suspiró. Avanzó con paso lento hacia el escritorio de caoba, se sentó y continuó anotando, escrupulosamente y con letra menuda, los datos pertenecientes a la mujer, utilizando una pluma estilográfica como las de antes.
Se escuchaba el roce de la ropa al resbalar sobre el cuerpo. El sonido del aire apenas rasgado por los torpes movimientos. Los suspiros, el esfuerzo. El hombre imaginó aquel cuerpo blanco y blando. Aquella tardaba más que ninguna otra de entre todas las mujeres que se habían desvestido a lo largo de los años detrás de aquel biombo. Estaba asustada, y a él le correspondía intentar que recuperase la tranquilidad.
Terminó de escribir y dejó que su vista descansara sobre el biombo. Parecía asiático, estaba decorado con caracteres caligráficos orientales y con dragones, afortunadamente de aspecto poco amenazador. Se lo había regalado su mujer durante el primer año de matrimonio, y se había visto obligado a emplazarlo en la habitación. Hacía mucho tiempo que su mujer ya no estaba, y él jamás se desharía del biombo.
Pudo entrever la silueta de esta otra mujer con la que tendría que vérselas de un momento a otro. Era lenta, gruesa e indecisa, y sólo un poco más joven que él.
Dudó antes de apremiarla. Pero llevaba más de cinco minutos escondida detrás de su parapeto.
Quiso seguir esperando un poco más. Esbozó en el papel los dos círculos correspondientes a los pechos de la mujer, localizó las posibles zonas problemáticas en cada uno de ellos. Adelantó las figuras correspondientes a los ovarios, seguramente dormidos desde hacía más de dos décadas, al útero y a las trompas, a la espera de poder consignar algún detalle más preciso tras el reconocimiento. Casi no necesitaba examinarla para hacerlo, pero debía examinarla. Si es que la mujer se decidía alguna vez a abandonar su refugio del otro lado del biombo.
Cuando terminó, dejó la pluma sobre la mesa. Apoyó los codos en el escritorio y la cara sobre las palmas de las manos. Cerró los ojos y los mantuvo cerrados durante dos o tres minutos. Respiró el aire húmedo y cargado. Dejó que el resplandor del tubo fluorescente atravesara la piel transparente de sus manos y sus párpados cansados. Se imaginó a sí mismo frente a la persiana polvorienta cerrada a cal y canto, al cortinaje que alguna vez fue blanco, dentro de aquella habitación en la que resultaba impensable la luz del día desde hacía ya mucho tiempo.
Su paciencia no se había agotado todavía, pero decidió que ya había transcurrido tiempo suficiente como para que la mujer se desvistiera y se volviera a vestir dos o tres veces. - Cuando termine se cubre usted con la sabanilla y se acerca por aquí, si es tan amable - pidió desde el otro lado del biombo con voz tranquila, dedicándole una sonrisa resignada que ella no pudo ver.
A falta de respuesta, el hombre optó por preparar la camilla. Dispuso con esmero los estribos en la posición correcta, enfocó el flexo hacia el lugar preciso, situó la almohadilla adecuadamente, se ajustó los guantes con calma. Aquella, como todas las mujeres que acudían a él para quedarse tranquilas, se merecía todo el tiempo necesario.
Pero no acababa de salir.
- ¿Le ocurre algo, Evangelina? – preguntó por fin.
La mujer dudó. Su voz se escuchó cautelosa desde el otro lado del biombo. - Me va usted a perdonar, pero es que yo sólo he venido a que me examine de cintura para arriba.
El hombre también dudó. Después recordó a su mujer. Como siempre cuando surgía algún problema con alguna de las escasas mujeres asustadas que le visitaban cada tarde desde hacía más de cuarenta años. Como cuando se desanimaba, como cada vez que estaba a punto de venirse abajo.
- Sería conveniente una revisión completa anual – respondió sin alterarse - Ya que está aquí, deberíamos aprovechar para hacerla.
Ella no dio señal de haberle oído.
- Muy bien – continuó él después de esperar en silencio otro medio minuto - Haga el favor de vestirse y acérquese.
La mujer obedeció. Se vistió, salió con paso vacilante desde detrás del biombo y se acercó al escritorio. Él la invitó a sentarse con un gesto de su mano.
- A partir de cierta edad es necesario revisarse, Evangelina. Es la única manera de prevenir ciertas enfermedades.
- De cintura para abajo estoy perfectamente - respondió la mujer, enfrentando por primera vez su mirada a la del hombre.
Él se quitó las gafas y la miró con curiosidad.
- ¿Cuánto tiempo hace que no la reconocen?
- Nadie me ha reconocido en mi vida – contestó ella, casi desafiante.
- ¿Y no cree que ya va siendo hora?
- No señor, contestó la mujer, mientras se esforzaba por seguir mirándole a los ojos.
El hombre volvió a colocarse las gafas y empezó a escribir algo.
- Como usted quiera, señora. Pero si le soy sincero no entiendo a qué ha venido.
- Mi hermana. La enterramos hace un par de meses. Nos parecíamos mucho, vivíamos en la misma casa, éramos uña y carne. Sufrió mucho antes de morir. Pero su enfermedad era de cintura para arriba, se lo dijeron desde el principio. Por lo demás estaba como un roble, siempre gozó de muy buena salud.
- Comprendo – dijo el hombre, volviendo a mirar a la mujer. Pues en ese sentido puede quedarse tranquila. De cintura para arriba la exploración es completamente normal, teniendo en cuenta su edad. Vuelva por aquí el año que viene y le hacemos otra revisión.
Se levantó, retiró el respaldo de la silla de la mujer hacia atrás y estrechó su mano, incluso sonrió con amabilidad a modo de despedida.
Pero mientras lo hacía, su pensamiento ya no estaba con ella. Debía concentrarse en la mujer siguiente. Aquella tarde todavía le quedaban otras dos. O quizá era sólo una; porque la última, recordó, había cancelado la visita aquella misma mañana.
Isabel O.
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Yo creo que este cuento es una escena, una visión de dos personajes, de un conflicto en sus formas de ser y de vivir... (y me gusta mucho cómo lo cuenta y cómo el lector sabe perfectamente quien es quien y qué le pasa. Me gusta este tipo de cuentos, que, quizà podría llamarse costumbrista, un reflejo de realidad.
ResponderEliminarComo cuento con dos cuentos (de los que habla el señorito Francis) o como flecha que va a un objetivo, es decir, una transición de un estado a otro o de cambio en los personajes, no lo veo. ¿qué les ha pasado? Se me ocurre que quizá la mujer esté enferma y se quiera contar en este cuento que no da opción a ser tratada, dados sus recelos... Pero no lo tengo claro. Resolvedme la duda!
Más que la historia de la paciente cuenta la historia del médico a través de ella, el recuerdo constante de su mujer muerta. No parece que haya transición de los pesonajes porque creo que la autora no lo ha querido.Un biombo de color separa y une a la vez a los grises personajes.
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