lunes, 26 de abril de 2010

AQUÍ

Era el que mejor lo hacía. Y desde entonces todos lo hacen. Me lo dijo el viejo el mismo día en que llegué, mucho antes de que sucediese: “Es la única manera”. Pero yo los vi. Con absoluta claridad los vi. Recuerdo que el traslado había durado toda la noche y no había pegado ojo. Cuando me sacaron era ya mediodía. Me encontraba muy cansado y me senté en las gradas de cemento que forman un semicírculo de unos tres metros de altura y diez metros de diámetro. El sol estaba en lo alto y caía a plomo. No había una sola sombra. La luz cegaba y te obligaba a bajar los ojos; pero el suelo reverberaba, y entonces no sabías donde mirar y tenías que cerrar los párpados. Los hombres, en grupos o solos, en el polvo o en las gradas, parecían piedras arrojadas de cualquier manera. Yo no paraba de sudar y mi piel ardía. Me cubrí la cara con las manos y me pregunté por qué. El tiempo pasaba despacio, interminable, sin una nube, igual a sí mismo y al sol en lo alto. Busqué refugio en el lugar más recóndito de mi cerebro. Y allí, todo se me hizo negro.
Me despertaron unos zarandeos. Estaba caído sobre las gradas, de lado, hecho una bola. Quise levantarme al punto, pero una mano sarmentosa se posó en mi hombro y me lo impidió.
– ¡Despacio, despacio!
Me quedé inmóvil y miré desde el suelo. Un viejo me miraba a su vez. Delgado y de escaso pelo blanco, tenía un rostro alargado, quemado por el sol, de ojos pequeños, nariz ganchuda y boca fina. Su mentón parecía la punta de un zapato. Me sonreía, pero no con la boca o la mirada, sino con el mar de arrugas que era su cara. Entonces me di cuenta de que ya se podía mirar. Mis ojos buscaron el cielo. El sol no estaba; en su lugar, una luz imprecisa teñía el aire como de polvo rojizo. Me levanté tratando de hacer de las palabras del viejo carne de mis músculos. Cuando logré sentarme en la grada, descubrí el origen de aquella luz: un trozo del horizonte parecía envuelto en llamas. El viejo me ofreció un cigarrillo. Lo cogí y me lo puse en la boca. La mano sarmentosa encendió un fósforo y lo acercó a la punta del cigarrillo. Chupé y sentí el golpe caliente del humo. Era asqueroso aquel repentino ardor en la boca reseca, sin embargo volví a chupar con fruición. Fumamos en silencio. Cuando di la última calada, tiré la colilla al suelo y la pisé.
– No deberías fumar así – dijo entonces el viejo.
– ¿Así?, ¿cómo? – pregunté sorprendido.
El viejo no me respondió. Seguía fumando. Retenía por largo rato el humo en los pulmones y luego lo soltaba poco a poco. Cuando la brasa llegó al filtro aún dio otra calada. Entonces dejó caer la colilla y me contestó:
– Tan rápido y pisando una colilla tan grande.
– Yo fumo como quiero – fanfarroneé.
El viejo resopló y dijo:
– No hace falta que te hagas el duro conmigo. Se nota a la legua que no lo eres. Tu sudor huele a miedo… No, no te irrites. Aquí no hay sudor que no huela a miedo. Y te daría igual ser un tipo duro, en unos días sudarías miedo como todos. Lo del cigarrillo era un ejemplo. Sólo quería decirte que ha llegado la hora.
– ¡¿La hora?! ¿La hora de qué?
Fue entonces cuando me lo dijo. Recuerdo que me lo tomé a broma y me reí con ganas. El viejo volvió a resoplar y me advirtió con tono solemne:
– Ríe, ríe mientras puedas; pero pronto te darás cuenta de que es la única manera.
– ¡¿La única manera?! – logré articular aún entre risas – Pero si eso es imposible… imposible y absurdo. Además, ¡ni siquiera hay!
– Sí, sí lo hay. ¿No lo hueles? – Aspiró con fuerza, como si quisiera meterse en las narices hasta el último gramo de aquel aire polvoriento y caliente – Está escondido.
– ¿Escondido?
– Sí, escondido.
– ¿Dónde?
– En todos los lados, entre los dedos del aire.
Lo miré y me aparté un poco. En aquel momento tuve la certeza de habérmelas con un loco. El viejo no pareció percatarse ni de mi mirada, ni de mi movimiento. Y si lo hizo no los dio la menor importancia. Simplemente siguió hablando con el tono cansado de quien se ve obligado a explicar lo evidente:
– Cuando llegué aquí yo también me reí cuando me lo dijeron. Pero no tardé en comprobar lo equivocado que estaba y, al final… – se interrumpió durante unos segundos; luego añadió, señalando con un movimiento casi imperceptible –: Mira a ese tipo. Es el que mejor lo hace. Si hay alguien que pueda lograrlo es él.
Miré al hombre indicado. Estaba de pie, junto al primer escalón de la grada. Era bajo y gordo, y nada había en sus facciones que destacara o transmitiese algún tipo de excelencia: una cara mofletuda, unos ojos pequeños, una nariz ancha, una boca de labios gruesos y una barbilla breve, casi engullida por la papada. Me pareció una especie de huevo con palotes a modo de patas y brazos, y nada me habría extrañado que se hubiese abierto de repente para dar salida a un lechón sonrosado. No sin cierta ironía pregunté:
– Y de lograrlo, ¿qué pasaría?
– ¡¿Qué pasaría?! ¡Valiente pregunta! Lo que todo el mundo quiere que pase.
– ¿Te refieres…?
– ¿A qué me voy a referir si no? – me cortó con impaciencia. Ya más calmado, añadió: – Lograrlo es muy difícil, algunos como tú dicen que imposible. De hecho, aquí nadie recuerda que alguien lo haya conseguido. Yo ya soy muy viejo y nunca lo lograré, pero si hay alguien que pueda es él. De eso no te quepa la menos duda. Y lo logrará cualquier día; mañana, pasado, dentro de un año o de veinte, incluso, ¿por qué no?, ahora mismo, pero tarde o temprano lo verá, y entonces…
– ¿Lo has hablado con él? – volví a preguntar. Esta vez interesado a mi pesar.
– ¡¿Para qué?! – exclamó, agitando las manos sarmentosas en el aire – Él nunca habla; aquí nadie habla.
– Tú has hablado conmigo.
– ¡Oh, eso es porque eres nuevo! Y a los nuevos les hablo una única vez para advertirlos.
– ¿Una única vez? ¿Quieres decir que no volverás a hablar conmigo?
– Ni yo, ni nadie, muchacho, ni yo, ni nadie. Por eso grábate bien en la mollera lo que te he dicho: fíjate y trata de aprender de él cómo se hace. Recuerda que es la única manera de que aquí el tiempo no te pudra por dentro y lleguen los buitres.
– ¿Los buitres?
– Sí, los buitres. Cuando mueres te arrojan lejos, muy lejos, en la llanura y entonces aparecen los buitres…
El viejo se levantó. Traté de retenerlo con nuevas preguntas, pero no me hizo caso: descendió por las gradas y se situó junto al hombre con aspecto de bola. Los dos estaban inmóviles. Miraban con fijeza a un punto elevado frente a sí. Y no sólo ellos. Algunos de los hombres que se desparramaban por el recinto hacían lo mismo. No todos. La mayoría parecía no hacer nada. Sentados, tumbados o de pie tenían la vista en el polvo. El incendio del horizonte se iba extinguido poco a poco en una oscuridad progresiva. Nubes bajas fueron cubriendo el cielo como la tapa de un ataúd. El silencio era completo. La tierra exhalaba el calor retenido durante el día. El punto hacia donde miraban era tan negro como cualquier otro. Sonó la hora de ir a dentro. En una única fila, como hormigas, fuimos entrando.
Desde aquel día, todos los días fueron el mismo día. Nos sacaban al amanecer, cuando el aire aún guardaba rastros de la frescura de la noche. Pero aquella atmósfera tibia pronto desaparecía y, más que un alivio del que se podía gozar, era como un malévolo recordatorio de lo que habías perdido para siempre. Porque enseguida llegaba el sol. El sol aplastando la tierra con su enorme presencia, secando el aire con aliento de horno, golpeando sobre nuestras cabezas, penetrando en el cerebro, agrietando la conciencia. Y al cabo, el atardecer, el incendio en el horizonte, la luz rojiza, el último sudor en las cosas, las nubes bajas, la progresiva oscuridad que se cerraba como la tapa de un ataúd y la vuelta a dentro en fila de hormigas. Y así, día, tras día, siempre el mismo e inevitable día…
Al principio, me negué a aceptar la realidad. Subía y bajaba las gradas, iba de un lado a otro, buscando una forma de escapar. Pero pronto comprobé la completa inutilidad de mis esfuerzos: aquí no hay salidas, ni entradas, sólo está la llanura, polvorienta y sin una brizna de vegetación, que se extiende por todos los lados, mucho más allá de lo que puede abarcar la vista. Innumerables veces traté de reanudar mi charla con el viejo. Me acercaba a él, le hablaba, le rogaba, incluso llegaba a zarandearlo. Era inútil. No me contestaba, no me miraba, como si no existiese. Y lo mismo ocurrió con todos aquellos a los que me dirigí. Desesperé entonces y empecé a pasar los días hecho un ovillo en el polvo o en las gradas. No sé cuanto tiempo duró esa situación. Quizás fuesen semanas, meses o años. No lo sé. Simplemente recuerdo que quería acabar, que de hecho me estaba acabando. Y sin duda así habría ocurrido, si no llega a ser porque una mañana, poco después de que nos sacaran, noté que el viejo no estaba entre nosotros. No di importancia a su ausencia. En realidad, nada, ni nadie me importaban. Aún quedaban restos de tibieza en el aire cuando descubrí, lejos, muy lejos, puntos que se desplazaban en el cielo. Al pronto no supe muy bien que podrían ser, pero no tardé en imaginar que eran. Grité, señalé, traté de llamar la atención del resto de los hombres. Fue inútil. Nadie me hizo caso, nadie miró a los puntos que seguían planeando lejos, muy lejos, y si alguien lo hizo no dio la más mínima señal de ver nada. Reí; reí entonces como si todo en mí fuese risa; reí mientras el sol avanzaba hacia lo más alto; reí hasta caer al suelo; reí hasta que mi conciencia se adormeció en la negrura; reí hasta que de pronto comencé a sentir que un pitido taladraba mis oídos. No hice caso y creí seguir riendo ovillado en el polvo. Sin embargo, el pitido, agudo e interminable, no tardó en verse acompañado de unos golpes como de martillo en las sienes. Al principio leves, fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta el punto que temí que mi cráneo se partiese en pedazos. Dejé de creer que reía y me llevé las manos a la cabeza con la vana pretensión de usarlas de escudo; pero los golpes continuaron, al tiempo que miles de agujas, tan pronto al rojo vivo, como hechas de hielo, se clavaban en mi cerebro. El aire ya no entraba en mis pulmones y el corazón latía desbocado. Imágenes de tacto arenoso, bailaban por dentro de mis párpados cerrados; se estiraban y se encogían, se retorcían y fragmentaban en un fondo de sangre y entre destellos blancos. Eran buitres, decenas de monstruosos buitres. Algo dentro de mí se rebeló y me puse en pie de un salto. Sudoroso, jadeante, temblando, me vi en medio del atardecer. Busqué con los ojos al hombre que mejor lo hacía. Como siempre, allí estaba, junto a las gradas, de espaldas a la caída del sol, mirando hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Fue en aquel momento cuando me acerqué a él y comencé a imitarlo. Y lo seguí imitando no sólo aquel atardecer, sino también el siguiente y el siguiente y el siguiente, por un tiempo del que mi memoria no guarda medida. Nunca logré ver otra cosa que el progresivo avance de las tinieblas y las nubes bajas, cayendo sobre nosotros como la tapa de un ataúd. Sin embargo, aquella repetida visión de nada no disminuyó un ápice mi necesidad de intentarlo cada atardecer; muy por el contrario, la aumentó, como si se alimentara y creciese con la repetición del fracaso. Los días seguían siendo iguales a sí mismos; sin embargo, yo ya no me sentía el mismo. Había dejado de pasar el día ovillado en el polvo o en las gradas, esperando y deseando el fin. Ahora, mientras el sol recorría lentamente el cielo haciendo suyas todas las cosas, yo pensaba que ya no era de él, que ya había vuelto a pertenecerme a mí mismo, que, en cuanto llegase el atardecer, lo volvería a intentar y, ¡esta vez, sí!, lo lograría.
Ocurrió un atardecer. Estaba dando mi paseo diario, dispuesto ya a acercarme al hombre que mejor lo hacía, cuando oí un grito a mis espaldas. Aquello era extraordinario, así que alarmado me giré y busqué el origen del grito. Era uno de los que también miraban. Señalaba a las gradas. Miré en la dirección indicada. Yo estaba algo alejado, pero podía imaginar lo que tantas veces había visto: el hombre que mejor lo hacía. Vestía la misma ropa tosca que todos llevábamos, pero en él daba la impresión de mayor ligereza y menor bastedad. De espaldas a la caída del sol, miraba hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Tenía la cabeza ligeramente adelantada con respecto al tronco, que, a su vez, se inclinaba hacia el frente. Su inmovilidad era completa y los ojos parecían flechas a punto de volar, impulsadas por el tenso arco que formaba su ceño alzado. Incluso la pequeña barbilla pugnaba por salir de la bolsa de la papada, aferrándose a la repentina solidez que le ofrecían las mandíbulas apretadas con fuerza y la sonrisa que parecía llenar de firmeza el rostro. Sus brazos y piernas, cortos y delgados, parecían resortes en el instante previo a saltar lejos, muy lejos… El hombre que había gritado, volvió a gritar. Hacía tanto tiempo que no escuchaba una voz humana que, al principio, no entendí sus palabras. Pero pronto logré captar el significado. Exclamaba:
– ¡Mirad! ¡Las ropas! ¡Se mueven! ¡Lo está viendo, lo está viendo!
Desde mi posición y a la luz turbia y enrojecida del atardecer no alcancé a ver el movimiento de las ropas. Quise acercarme, pero un pensamiento me retuvo. Si él lo estaba viendo, si estaba moviendo sus ropas, es que estaba allí, entre los dedos del aire, y entonces yo también podría verlo. Miré. Miré con todo mi ser. Miré como nunca antes había mirado. Miré hasta que la oscuridad y las nubes bajas cayeron como la tapa de un ataúd. Miré hasta que llegó la hora de entrar. Mire y miré, pero no logre ver nada, absolutamente nada.
A la mañana siguiente el hombre que mejor lo hacía no apareció, ni nunca más volvió a aparecer. Antes de que el silencio cayera de nuevo entre nosotros, corrió de boca en boca el rumor de que había logrado escapar. Pronto ese rumor se convirtió en convicción absoluta. Desde entonces ya nadie duda de que sea la única manera, y todos lo hacen. Yo no. Sé que no escapó. El mismo día de su desaparición lo supe. Se lo dije a los demás, pero no me creyeron. Se los señalé, pero no quisieron mirar. Por eso he dejado de hacerlo. Porque yo los vi el día de su desaparición. Los vi con claridad, en la lejanía, como puntos en el aire, sobrevolando la ardiente e interminable llanura.

Ricardo Uriarte

3 comentarios:

  1. Hola, R. U. Me gusta mucho el relato, el ambiente agobiante que crea, el suspense, la descripción de la luz, la evolución de los estados de ánimo del protagonista, la caracterización de los personajes, la sensación de absurdo, la racionalidad entremezclada con todo eso... Tan sólo una pequeña matización gramatical (para seguir en la línea de lo que hablábamos el otro día mis colegas y yo): en la frase "no los di importancia", el objeto directo es "importancia", y "los" el indirecto, así que me parece que debería ser más bien "no les di importancia" ¿qué opinas?

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  2. Otro cuento redondo. ¿Leeremos todos lo mismo?. Yo leo la lucha inútil por la vida. El aferrarse a la esperanza que puede suponer el viento, el movimiento, a pesar de que el espacio sea inmóvil, árido, y los hombres seamos rocas en él. Y veo el empeño, y, al final, en el protagonista narrador, la inutilidad de tal empeño, la conciencia de tal inutilidad. El abandono de la esperanza. El protagonista ha visto los buitres y deja de buscar la brisa con la mirada. Una duda gorda: ¿por qué se titula Aquí?. Ya que en esta "tertulia" escrita de los comentarios puede participar el autor ¿podría contarnos porqué?. (y, ya de paso, ¿podría decirnos si en el cuento de los zapatos de napa el hombre se ríe de cosquillas?. Ah! ha riesgo de ser impertinente, he visto una coma que creo que sobra, pero ahora no la encuentro. Mañana la detectaré. Mientras tanto, gracias por los cuentos.

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  3. marian abochornada2 de mayo de 2010, 21:04

    siento haber puesto a riesgo con "H"... y siento no poder entrar en los comentarios y borrarlo.. por favor, no me echéis del blog.
    Gracias.

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