miércoles, 9 de junio de 2010

ELLOS

He huido. Hace unos días. Del apartamento. Por eso estoy aquí en esta pensión. Por eso os escribo. Para que sepáis, para que tengáis cuidado con ellos. Sí, con ellos… Voy a tratar de calmarme, voy a intentar contaros lo que ocurrió con fría objetividad. No quiero que penséis que estoy loco. No quiero que toméis mis palabras por delirios o fantasías. Haríais mal. En cualquier momento os puede pasar a vosotros lo que me ha sucedido a mí. Porque yo hasta entonces había llevado una vida normal. Sí, normal; todo lo normal que puede ser la vida de un profesor cincuentón, divorciado, con dos hijos ya mayores y que vive solo en un apartamento alquilado. Pero ellos lo cambiaron todo. Todo. Hará una semanas, quizás dos, no sé… Ellos… Sí, ellos… Porque ellos son así: astutos, seductores, traicioneros, bajo su cubierta inocente, se abre un abismo… pero debo calmarme, contar las cosas con objetividad, no quiero que me creáis loco y no os deis cuenta de su amenaza…
Empezó una noche. Estaba dormido cuando de pronto me desperté sobresaltado. Había oído un ruido. Me incorporé. En la penumbra del dormitorio no distinguí nada anormal. Escuché con atención durante unos segundos. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. Me tumbé de nuevo y no tardé en volver a dormirme. Al levantarme de la cama en la mañana lo vi en el suelo. Supuse que se había caído de la mesilla y que ese era el ruido que me había despertado. No le di mayor importancia, ¿por qué iba a dársela? No había ningún motivo lógico para conceder relevancia a tan nimio accidente. Muchas veces he pensado después que si entonces hubiera sabido lo que ahora sé, quizás el curso de los acontecimientos hubiese sido distinto, pero ¿cómo iba a saberlo?, ¿cómo iba a sospechar lo que estaba ocurriendo en mi casa, delante de mis propias narices? La noche siguiente dormí profundamente. Cuando me levanté no pude menos de dar un grito de sorpresa. De nuevo estaba en el suelo, pero esta vez no junto a la mesilla, resultado natural de una caída, sino en el umbral de la puerta, como si hubiera sido arrojado con fuerza. Me preocupé un poco. Deduje que en sueños lo había cogido de la mesilla y lanzado lejos de mí. Tengo cierta perversión psicoanalítica y aquel supuesto acto realizado en sueños me hizo suponer oscuras tormentas en mi inconsciente. Sin embargo, pronto olvidé el suceso. Por aquel entonces me creía sumido en problemas más transcendentales. Os lo podéis imaginar dada mi edad y situación: el definitivo fracaso de los sueños juveniles, el desencanto de una vida gris, la sensación del tiempo perdido, la cercanía de la muerte, el deseo de unas formas de mujer entre los brazos… Ahora añoro esos dolores teñidos de melancolía. Sin embargo, ya nunca podré volver a gozar de esas penas agridulces. Ellos me descubrieron su mentira y vanidad.
Fue a la tercera mañana cuando empecé a preocuparme. La noche anterior había preparado una prueba o quizás una trampa, no sé como llamarlo. Lo había puesto en el centro de mesilla, con un cenicero bien pesado encima. Me reía para mis adentros de mi propia astucia. Risa un tanto estúpida, lo sé, pues en aquel momento pensaba que la prueba o trampa era para sorprenderme a mí mismo en inconscientes actos nocturnos. El caso es que me dormí tranquilo y relamiéndome por anticipado del éxito de mis medidas. Cuando desperté encendí de inmediato la luz. Un grito se atoró en mi garganta. El corazón se aceleró y las manos comenzaron a sudar. No podía dar crédito a mis ojos. El cenicero estaba allí en el centro de la mesilla, pero debajo no había nada. Desde la cama recorrí con la mirada el suelo de la habitación. Ni rastro de él. Me levanté de un salto. Miré debajo de la cama, de la mesilla, de la cómoda: nada. Una idea imposible se fue abriendo en mi cabeza. No podía ser me repetía, sin embargo… Aspiré con fuerza y me dirigí al salón, que siempre dejo cerrado para que el humo del tabaco no se haga dueño del apartamento. Aún dudé un buen rato, en el pasillo, frente a la puerta, en pijama, con los pies desnudos y la mano derecha a unos centímetros de la manilla. Al fin me decidí, abrí y fui directamente al sitio que mi loca idea me había sugerido. Esta vez el grito salió de la garganta. Estaba allí, donde había imaginado, en el hueco que dejara cuando una semana atrás lo había cogido. Me volví a la cama con la certeza de que era sonámbulo.
La cuarta noche no dejé nada sobre la mesilla. La verdad es que temía poder causar alguna desgracia con mis excursiones nocturnas. Tardé mucho en dormir, incluso hasta pensé pasar la noche en vela, pero al final el sueño me venció. Me desperté a eso de las tres de la madrugada. Había dejado la persiana subida y por la ventana entraba la luz templada de las farolas. Recorrí con la vista el cuarto. No vi nada anormal. Escuché con atención. Todo permanecía en silencio, salvo una especie de murmullo de origen incierto. Supuse que era algún vecino con la televisión o la radio encendida. Me levanté para ir al baño. Abrí la puerta del dormitorio, que había dejado cerrada como un obstáculo un tanto inocente para mi sonambulismo. Temía tontamente las tópicas leyendas del sonámbulo que camina ignorante del peligro por cornisas y tejados. Salí al pasillo. El murmullo se hizo más intenso. Mascullé una imprecación. Los vecinos, me dije, deberían ser más cuidadosos con los ruidos: el sueño ajeno es sagrado. No había dado tres pasos cuando me entró la sospecha de que aquel murmullo no provenía de un apartamento vecino sino del mío. Al llegar a la puerta del salón ya no me cupo la menor duda: el murmullo salía de allí dentro. Era yo, pues, quien me había dejado la televisión encendida; sin embargo, no recordaba haber estado viendo la televisión aquella noche, es más, estaba seguro de no haberlo hecho. Pensé entonces que quizás el mando a distancia se había caído al suelo, o quizás alguna orden memorizada, o quizás, y más probable, había sido yo mismo en una reciente excursión de sonámbulo. Rabioso y desalentado, abrí la puerta del salón y entré. La televisión no estaba encendida, nada estaba encendido, en realidad en la estancia reinaba el mayor de los silencios. Sí, nada más había puesto la mano en la manilla y presionado hacia abajo, el ruido había cesado por completo, como la luz cuando das al interruptor. Un escalofrío recorrió mi espalda. El corazón comenzó a latir con fuerza en el pecho. Salí corriendo del salón y me derrumbé en una banqueta de la cocina. El recuadro de la ventana dejaba ver las primeras luces del día: pálidas, imprecisas, desvelando apenas el gris de los edificios de la urbanización donde vivía. No sólo era sonámbulo, también tenía alucinaciones.
Estaba equivocado, muy equivocado, pero ¿no os hubieseis equivocado también vosotros?, ¿no hubierais sacado la misma conclusión? ¡Decidme!, ¿qué otra explicación podía haber? Sí, era un error comprensible, inevitable, me atrevería a decir que hasta necesario. Cuando logré calmarme, tomé la decisión de ir al médico. Desayuné, me vestí, salí de casa y me encaminé al trabajo. Desde allí pedí hora para la consulta. Era viernes y me la dieron para el lunes a las diez de la mañana. Nunca fui. La verdad de lo que ocurría me esperaba aquella misma noche…
¡Aquella misma noche! Aún ahora tiemblo al pensar en aquella noche. Levanto los ojos del papel y miro con miedo a mi rededor. Sí, recorro con la mirada el cuarto de la pensión: la cama estrecha, la mesilla que cojea, el armario empotrado, el sucio color hueso de las paredes con dos baldas vacías y una burda litografía. No, no hay ninguno. Sé que no hay ninguno. He mirado cada cajón, cada esquina, cada hueco. He mirado una, dos, cien veces. Sin embargo aún temo; aún, cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Y me parece escucharlos, a cada poco me parece escucharlos. Porque los escuché, aquella noche los escuché, tan cierto como que ahora estoy aquí, encerrado en este cuarto, en esta pensión, escribiendo para advertiros, para que sepáis, para que no os cojan desprevenidos…
Me acosté a las doce y no apagué la luz. Estaba dispuesto a permanecer despierto todo el fin de semana, hasta la cita con el médico el lunes. No quería dormir, no quería pasear sonámbulo por la casa o sufrir una nueva alucinación. A eso de las cuatro de la madrugada apagué la luz. No para dormir, sino para descansar, ya que los ojos me picaban. Sin embargo, la tensión nerviosa que había soportado durante todo el día me había agotado y, sin darme cuenta, caí en una especie de inquieta duermevela. No sé cuanto tiempo permanecí en ese estado; no debió ser mucho, pues cuando salí con un sobresalto de él, todavía era de noche. Encendí la luz y me levanté para matar el tiempo comiendo algo. Antes de abrir la puerta del dormitorio supe que lo oiría. Y lo oí. Sí, de nuevo escuche ese murmullo que tan sólo un día antes había confundido con la televisión del vecino. A punto estuve de volver a la cama y taparme entero con las sábanas, pero me contuve. Todavía me creía presa de una alucinación y el hecho de que de alguna manera fuese consciente de ello, me daba la esperanza de que mi razón no estuviera perdida del todo. Me daba la esperanza y también un valor que me desconocía. Iluso: aún no sabía, ni sospechaba la verdad. Con una decisión que incluso ahora me estremece, salí al pasillo y me dirigí al salón. Mis pasos desnudos no hacían el menor ruido. Contenía la respiración y adelantaba los brazos en una instintiva postura de defensa. A cada paso, el murmullo aumentaba en intensidad. Era idéntico al que oyera la noche anterior. Por fin llegué frente a la puerta. Me detuve. El murmullo de voces llegaba ahora a mí como si sólo me separase de él una cortina. Entonces, mi cuerpo entero empezó a temblar.

Somos seres extraños, tan extraños que, a veces, en los momentos de mayor zozobra, cuando el miedo o la desesperación hacen presa de nosotros, lejos de actuar de forma acorde a las circunstancias excepcionales, tomamos actitudes propias de situaciones cotidianas. Yo estaba allí, frente a la puerta, oyendo un murmullo que creía nacido de mi mente enferma y, en lugar de correr al teléfono a demandar ayuda, fui vencido por una repentina e irreprimible curiosidad. Sí, aterrado como estaba, sólo se me ocurrió espiar aquellos murmullos. Y así lo hice. Conteniendo la respiración, temiendo que los fuertes latidos del corazón revelaran mi presencia, apliqué con sumo cuidado el oído a la puerta. Al principio no logré entender nada, pero de forma paulatina empecé a distinguir, primero palabras aisladas, luego frases casi completas, por ultimo la totalidad de la conversación. Entonces la verdad se me hizo clara y evidente. No me hizo falta abrir la puerta para comprobar quienes eran los que hablaban. Las cosas que decían, la forma en que se llamaban, el sonido de las voces… todo indicaba que eran ellos, que sólo podían ser ellos. No me creeréis, lo sé. Pensaréis que fue una alucinación de mi mente enferma. No os lo reprocho: yo también lo pensé. Sí, allí, en medio del pasillo, con el oído pegado a la puerta, lo pensé ¿qué otra cosa se podría sanamente pensar? Sin embargo, poco a poco fui adquiriendo la certeza de que aquello no podía ser fruto de mi imaginación. Yo no sabía hablar de aquella manera o, mejor dicho, de aquellas maneras. Porque cada uno hablaba de una forma diferente. Unos eran cortantes, otros prolijos; unos irónicos, otros trágicos; unos se adornaban, otros se despojaban de todo atavío. Los había cálidos y los había gélidos; los había que susurraban y los que alzaban la voz; los había oscuros y profundos como un pozo, y los que se mostraban claros y elevados como una torre. Sí, cada uno hablaba a su manera, y supe que su conversación era real, tan real como el frío que me iba penetrando por los pies desnudos. Quise despegar el oído de la puerta y ya estaba a punto de hacerlo, cuando algo me retuvo. De pronto, como el rayo recorta en luz el paisaje oculto en la noche, comprendí de qué hablaban. Lo que hasta entonces habían sido pinceladas en el aire, opiniones sobre un tema para mi desconocido, de súbito se plasmaron en un retrato preciso. Mi curiosidad se centuplicó. Todo mi ser se convirtió en atención ansiosa. Aferraba cada una de las palabras como el avaro sus piezas de oro, y cada una de ellas quemaba mis manos como plomo fundido. Sí, lo sé: debí apartarme de la puerta; pero seguí escuchando presa del vértigo de aquellas voces, hasta que el horror de la caída me hizo gritar. La conversación cesó como si nunca hubiera sido. Pero yo ya no podía engañarme. Los había oído hablar, había escuchado de qué hablaban, y el silencio que sucedió a mi grito era un eco desde donde sus palabras se volvían a abalanzar sobre mi. Entonces sí, entonces me despegué de la puerta, corrí al dormitorio, me vestí de cualquier manera y huí del apartamento. Y seguí huyendo y huyendo por las calles aún desiertas, donde las espigadas farolas se dejaban vencer por las primeras luces del día.
Y desde entonces estoy aquí, en esta pensión de mala muerte. Por ellos. Y os escribo para que sepáis, para que tengáis cuidado. De ellos. No me creáis loco; mi única locura es haber conocido la verdad. Porque ellos son así: astutos, seductores, traicioneros, bajo su cubierta inocente, se abre un abismo, tu propio abismo. Jamás podré olvidar lo que dijeron. A cada instante me parece escucharlo. Ahora también. Sí, ahora mismo, mientras os escribo, vuelven todas y cada una de sus palabras a mí, como si estuviera de nuevo con el oído pegado a la puerta del salón. Y levanto la vista del papel y recorro con la mirada el cuarto y me levanto y registro por enésima vez cada cajón, cada esquina, cada hueco. Sé que no hay ninguno, pero aún temo; aún, cuando miro a un lado, sospecho su presencia en el que doy la espalda. Y los escucho, a cada poco los escucho; escucho al que se jactaba de haberme tenido entre sus manos días y noches; al que se reía por haber modelado mi cerebro con sus quimeras; al que alardeaba de haber acelerado o detenido mi corazón al compás de su voz; al que había hecho huir mi mirada de su mirada; al que arrojó mis entrañas contra mis ojos; al que reveló mis deseos inconfesados; al que desnudó mis ambiciones ocultas; al que dio luz a mis miserias; al que me supo nombrar… Sí, los escucho, a todos los escucho, ahora mismo los escucho. Yo que creía saberlo todo sobre ellos y eran ellos los que sabían todo sobre mí.
Ellos, sí, ¡ellos!

Ricardo Uriarte

1 comentario:

  1. No termino de entender qué es lo que se caía de la mesita ni de relacionarlo con "ellos". Que alguien me lo explique, creo que cuando lo entienda me parecerá un relato perfecto.

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