martes, 30 de noviembre de 2010

Recuerdo

No es que aquella mujer me deslumbrara cuando la conocí, no puedo decir que fuera nada del otro mundo. Pero la expresión fatigada de sus ojos oscuros, y esa forma de moverse insegura, como si tuviera que pensar cada paso que daba antes de darlo, me llegaron desde el principio al fondo del corazón.
Por aquel entonces, yo no solía pasar más de dos o tres días en sitios como aquél. No porque me trataran mal o no me gustase la comida, ni porque me obligaran a regresar al anochecer y no me permitieran beber alcohol. La verdad es que no soportaba a la gente. Tener que encontrarme a diario con aquellas personas, escuchar sus conversaciones insulsas, verme obligado a responder a sus tonterías. Y menos aún el murmullo continuo del televisor, siempre presente, encendido cerca de mí durante más de doce horas al día.
Recuerdo que por aquel entonces yo todavía me sentía un hombre. No lo sentía todos los días, pero sí alguna que otra vez. Cuando reparaba sin motivo concreto en mis piernas velludas y fuertes, o en la piel morena de mi cuerpo, que todavía no era flaco como el de un perro. Incluso a veces pensaba en mujeres. En aquellas que me habían pedido con la mirada o con la sonrisa, con cierta actitud condescendiente, permiso para conocerme mejor. Y no es que yo no hubiera querido permitirlo, sino más bien que nunca me había atrevido; no había podido seguirles la iniciativa cuando ellas se habían decidido a tomarla.
Corría el mes de abril cuando llegué. Recuerdo el viejo jardín. Había rosas por todas partes. Y lilas, moradas y blancas, con aquel olor a dulce y a humedad. Llovió mucho aquel abril. Sé con seguridad que todo acabó el veinticuatro de junio. Porque me dijeron que era la noche de San Juan, la noche más corta del año. Y no tengo motivos para creer que me engañaran.
La recuerdo a ella, nunca he dejado de recordarla. Cada mañana pienso en ella cuando despierto, y cada noche cuando siento que me duermo sin remedio.
La mañana de domingo en que la conocí no había dejado de diluviar un solo minuto. Pero cuando apareció por la puerta del comedor con la bandeja de sopa de pescado y ternera asada con patatas, trajo con ella la luz del sol. Y esa luz se quedó en la habitación durante mucho tiempo, las dos horas largas en que permanecí allí sentado, apurando hasta la última miga de aquel extraordinario festín. Ni siquiera habló, pero sí me miró. De aquella forma en la que ella miraba. Y en ese mismo momento supe que quería quedarme en aquel lugar para siempre.
No volví a verla hasta el sábado siguiente. Otras dos mujeres se ocuparon de atender el servicio de mesas del comedor durante aquellos cinco días en que los que ya no pude dejar de imaginarla. Hasta de ellas puedo acordarme; una monja vestida de calle con un lunar abultado cerca del labio, y la otra, una chica muy joven y muy pequeña de estatura; tanto, que cuando la veías de espaldas no podías evitar preguntarte si no sería una niña disfrazada de mujer. Una de las dos me hizo saber que la que ya por entonces ocupaba prácticamente todos mis pensamientos se dedicaba a la enseñanza de adultos de lunes a viernes . Y que eran sus fines de semana, el escaso tiempo libre del que disponía, el que consumía ayudando a servir las mesas a los desgraciados que se veían obligados a comer en lugares como aquél.
No pude saber entonces, y sigo sin saberlo ahora, con que intención me miró de aquella forma. Y eso es lo que más me duele, no poder saber si me quiso de verdad, si su amor fue un amor a primera vista como lo fue el mío. Porque aunque al final insistió en negármelo, yo por supuesto no la creí.
Recuerdo su voz grave y cálida, preguntándome si prefería la ternera con patatas o el pollo asado. La imagino sonriéndome con expresión dulce, avanzando hacia mi mesa titubeando, envolviéndome con aquellos ojos que parecían saberlo todo de mí, conmoviéndome tanto que apenas fui capaz de responder que lo mismo me daba comer una cosa que otra.
La semana siguiente me pareció interminable, con sus días y sus noches, y cuando por fin llegó el sexto amanecer la inquietud me privó de tal manera del apetito que fui incapaz de desayunar. Estuve a punto de no poder acudir al comedor a mediodía. Había soñado con ella, dormido y despierto. La había imaginado teniéndome entre sus brazos, acariciando mi pelo, llevándome a su casa, haciéndome vivir los momentos más felices que hubiera vivido jamás. Sentí pánico al pensar en volver a encontrarla, pero pude vencer el miedo que me paralizaba, y presentarme a comer a la hora habitual como si tal cosa.
Esperaba verla avanzar una vez más con la luz del sol a su espalda, el delantal blanco, el pelo suave recogido en un moño, la bandeja temblándole entre las manos.
Pero aquel mediodía no acudió a la cita. En su lugar otra desconocida, una advenediza sin otro encanto que su juventud, dejó ante mí la comida sin esbozar una mala sonrisa.
Y después llegó otro fin de semana. Y luego otro, y otro. Y ella no vino. Aguanté un mes y medio. La esperé, sábado tras sábado, asombrándome de no verla, defraudado, sintiendo que, al fin y al cabo, no era tan diferente de las demás.
Hasta aquel domingo de junio, el maldito día de San Juan. Cuando ya había decidido marcharme de allí para siempre. Había paella para comer, y yo lo sabía. Quise probarla antes de lanzarme de nuevo a la calle con mi mochila raída, que aún conservo como único testigo de lo que ocurrió entre nosotros, y el par de bocadillos para la cena que me habían preparado en la cocina la niña y la monja.
Y entonces apareció. Sin previo aviso. Con la luz detrás de la espalda. Sentí que me miraba desde lejos, y que sus ojos estaban llenos de esperanza. Quise levantarme, quitarle la bandeja de las manos, cogerlas entre las mías y cubrírselas con mis besos. Esperé a que se acercara y me sonriera como siempre lo hacía en mis sueños. A que depositara con delicadeza los platos y la jarra de agua frente a mí, a que me acariciara con su mirada. Yo también la miré, emocionado, asombrado de que una simple mujer pudiera concederme tanta felicidad, queriendo hacérselo saber.
Y creo que en ese momento, casi podría jurarlo, fue consciente de cuanto la quería.
Fui capaz de terminar la comida con calma, y rematarla con una taza de café. Después, recogí mis cuatro cosas y salí del que había sido mi hogar durante aquellos dos últimos meses, sin despedirme de nadie.
La esperé durante seis horas largas bajo un sol abrasador, protegido apenas por la sombra de aquella higuera raquítica que crecía en la esquina de la calle, siempre desierta, que conducía entre descampados a la carretera del sur. Llegué a pensar que no saldría hasta la mañana siguiente, pero estaba decidido a hablar con ella aunque tuviera que pasarme allí sentado toda la noche.
Hasta que por fin, cuando todavía quedaba algo de luz, la vi atravesar la cancela y dirigirse hacia mí. Tranquila, con sus pasos cortos, mirando hacia el suelo. Tan distraída que pasó por mi lado sin mirarme, sin percatarte siquiera de mi respiración agitada, de mis ansias, de mi olor. Yo sentí el suyo a colonia de niño. Dudé entre pronunciar su nombre o abordarla directamente, pero sólo tuve valor para empezar a caminar detrás de ella, como camina un perro detrás de su amo. No escuchó mis pasos al principio, la vi mirar hacia la luna un momento, mientras seguía avanzando despacio. De pronto se detuvo para continuar contemplándola. Y entonces sí presintió una presencia, se volvió hacia mí y me miró con sorpresa.
Y me preguntó qué hacía fuera a esa hora, y yo le dije, temblándome la voz, que tenía necesidad de hablar con ella, que llevaba toda la tarde esperándola. Y ella insistió en preguntar sobre lo que quería decirle, y yo respondí que por fuerza debía saberlo. Me sonrió nerviosa como si de verdad no tuviera ni idea, no hubiera llegado a imaginar lo que sentía por ella, como si nunca me hubiera hecho saber con su mirada lo que sentía por mí. Pero eso es una locura, vuelve dentro a cenar, todavía estás a tiempo, y tocó un poco mi brazo con una de sus manos, una de esas manos con las que yo había soñado tantas veces. Cogí esa mano tan querida entre las mías, la llevé hasta mi boca y comencé a besarla, con todo el amor acumulado en mí durante aquellos dos meses, durante todos los años de mi vida. Y ella la retiró y me miró, y por primera vez vi el miedo reflejado en sus ojos. Confía en mí, me atreví a decirle, e intenté besar sus labios, pero la noté rígida, la sentí apartar la cara hacia un lado, estoy cansada, por favor, me espera mi padre, recuerdo todavía sus palabras. Vuelve dentro a cenar y olvida todo esto. Olvida todo esto, como si fuera posible olvidarlo.
Era mucho más débil que yo. La abracé con fuerza, rodeé sus brazos con mis brazos y su cuerpo con el mío, abrí con mis labios sus labios y ella se dejó hacer. Seguí intentando que comprendiera que mi amor era verdadero, lo más verdadero que había sentido nunca. Confía en mí, le repetía sin parar; y ella confió, y nos tumbamos sobre el suelo reseco, todavía caliente, sin hacer caso de los cardos amarillos. Y por más que lo intento no puedo recordar nada bueno de entonces, sólo que cuando todo acabó me sentí vacío, y que ella ni por un momento dejó de negar que me quisiera. Y que yo no la creí, y que quise obligarle a que reconociera la verdad, y que pasó mucho tiempo y anocheció del todo, y transcurrieron casi todas las horas de aquella noche tan corta. Y ella me miraba con los ojos llenos de lágrimas. Hasta que por fin me di por vencido, me levanté y la abandoné allí, tendida en el suelo, y la insulté con toda la rabia del mundo contenida en mis palabras. Y mientras me iba todavía me miraba con los ojos llenos de lágrimas.
No he dejado de recordarla durante todo este tiempo. El miedo reflejado en su cara, la tristeza de su última mirada. Su cuerpo inmóvil bajo la luz del amanecer. Mi dolor, su incredulidad, mi vacío.
Y justamente esta mañana, en la hoja de periódico que envolvía mi bocadillo, inesperadamente he vuelto a encontrarla. Una hoja vieja y arrugada, a punto de deshacerse, pero milagrosamente capaz de devolvérmela de nuevo. Sin duda, era ella. Parecía mucho más joven, infinitamente más alegre. Su fotografía, su cara pequeña, sus ojos todavía soñadores aunque ya algo cansados. Ella, mi amor verdadero, en la que no he dejado de pensar una sola mañana al despertarme, ni una sola noche antes de dormirme. El mejor recuerdo de mi vida, el único que merece ser llamado recuerdo. Está muerta desde hace mucho tiempo. Hoy lo he sabido con certeza gracias a la hoja de periódico. Pero en el fondo, yo sé que la intuía muerta desde entonces, desde aquella noche lejana en que abandoné su cuerpo tembloroso; mientras me miraba, incrédula, con los ojos llenos de lágrimas.

I.O

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