El repartidor tenía la mirada más triste que había visto en su vida. Al menos eso pensaba Roberto Güemes. Se lo encontraba todas las mañanas desde que le trasladaran a las nuevas oficinas de la Delegación. De eso hacía ya un par de meses. Sobre los sesenta años, bajo, menudo y con un bigote un tanto ridículo, llevaba bandejas de pasteles y tartas de una furgoneta a una lujosa cafetería de aquella zona céntrica de la ciudad. Los primeros días no reparó en él. Embutido en un abrigo ya un tanto raído, con paso cansino y la vista baja, siempre caminaba hacia el trabajo ensimismado. Lo había hecho así durante los casi veinte años que había estado trabajando en las antiguas oficinas y así lo hacía ahora, sin que el cambio de lugar y trayecto despertase en él la más mínima curiosidad. Sin embargo, una mañana sus respectivos trayectos los aproximaron tanto que estuvieron a punto de chocar. Fue entonces, aún con el sobresalto de quien es arrancado de súbito de sus pensamientos, cuando las miradas de ambos se tropezaron por primera vez. El encuentro apenas duró un instante. El viejo repartidor, cargado de bandejas, le sorteó con gran habilidad y, sin decir una palabra, siguió su camino en dirección a la cafetería. Roberto Güemes, en cambio, se quedó parado en medio de la acera. Pegada al costado, su mano derecha agarraba con fuerza el asa del portafolio; la izquierda, alzada hasta el pecho, había quedado paralizada en el instintivo ademán de amortiguar el choque. La inmovilidad duró unos segundos, luego reanudó el camino. Su andar era ahora más rápido y balanceaba el portafolio con fuerza, como si se empujara con él. Sentía un nudo en el estómago. Llegó a la oficina, saludó con un gesto a los compañeros y se sentó a su mesa. Quiso entonces ponerse a trabajar pero no pudo. Aún veía frente a sí la mirada del repartidor. Y la siguió viendo durante todo el resto de la jornada. Cuando se fue a dormir, decidió que a la mañana siguiente buscaría los ojos del repartidor para comprobar si su mirada era tal y como la había sentido o si todo había sido producto de la ocasión y de la mente. La mirada más triste del mundo flotó en sus sueños.
Salió de casa más temprano de lo habitual. Al llegar a las cercanías de la cafetería pudo comprobar que el repartidor no había llegado. Consultó el reloj: era demasiado pronto. Se demoró mirando los escaparates de las tiendas, aún cerradas. Pasaron veinte largos minutos. Roberto Gúemes tenía la impresión de que todos los adormilados viandantes que pasaban junto a él sabían la razón de la espera y le miraban riendo para sus adentros. Cuando ya su paciencia y vergüenza llegaban al límite, observó con el rabillo del ojo que la furgoneta estaba aparcando. Esperó a que el repartidor saliera del vehículo y cargase con las bandejas de pasteles y tartas. Calculó la velocidad de los pasos y la distancia que los separaba. Echó a andar. Con la cabeza inclinada, miraba por debajo de las cejas. Poco a poco los trayectos de ambos se fueron acercando. Diez metros, cinco metros, dos metros. Roberto levantó apenas lo necesario la vista... La mirada del repartidor le estaba esperando. Le pareció que brotaba mortecina de unos ojos oscuros, se asomaba tímida al mundo por un instante, para languidecer en unas cuencas hundidas, y extenderse y depositarse como una niebla cenicienta por todo el rostro. Al verla, sintió un chasquido de hojas secas, un olor a lluvia, un tacto de sombras, como si, de repente, caído de algún ayer, estuviera sosteniendo en la palma de la mano un ser frágil en el último pálpito. Roberto fue el primero en apartar la vista. Empujándose con el portafolio, se alejó con paso rápido y un nudo en el estómago. Tenía la sensación de que la mirada del repartidor le seguía, clavada en su espalda. Cuando llegó a las puertas de la Delegación, se volvió con torpe disimulo. El repartidor ya no estaba a la vista, pero la mirada más triste que había visto en la vida parecía aún flotar ante a sus ojos.
A sus cuarenta años, Roberto Güemes ya no esperaba nada de la vida, pero tampoco pensaba desesperar por nada. Si bien admitía que no había alcanzado sus sueños juveniles, consideraba que estos no se habían tornado, con el paso del tiempo, en pesadillas que le atormentasen con la frustración o el arrepentimiento, sino en desvaídos recuerdos merecedores tan sólo de una sonrisa comprensiva o, simplemente, de un completo olvido. Sin aparente nostalgia por el pasado, al parecer sin temor al futuro, su existencia transcurría en un presente que estimaba inmutable y hasta quizás eterno. Llevaba una vida bien organizada, aunque algo solitaria. No gustaba de sobresaltos, ni de complicaciones, prefiriendo una monótona tranquilidad a la excitación de las novedades. Orgulloso de sus principios, detestaba a quienes pretendían defender valores morales elevados, cuando, en realidad y según él, tan sólo recubrían de bellas palabras inconfesables intereses y debilidades. A su entender, cada individuo era una fortaleza en un paraje repleto de trampas, trincheras y escaramuzas. Combatir era absurdo; pactar, racional. “Vive y dejar vivir” le gustaba sentenciar desde un cómodo y amable egoísmo.
Roberto Güemes se tenía, pues, por hombre pragmático, con gran control de sí mismo y poco dado a fantasías y sentimentalismos, por eso no lograba entender la razón de que la mirada del repartidor le perturbase de tal forma. Pero así era. Los encuentros se fueron sucediendo y, cada vez que su mirada se cruzaba con la mirada del repartidor, el mismo doloroso sentimiento invadía su ser y ya no le abandonaba. Mucho reflexionó al respecto y muchas teorías elaboró para tratar de explicarlo, pero ni el mucho tiempo, ni las muchas teorías lograron satisfacer su razón y evitar el malestar. Dada su forma de ser y de ver el mundo, parecía evidente que la mejor manera de resolver el problema era salir de casa unos minutos antes. De hecho, pasados unos días del primer encuentro, todas las noches se acostaba con ese propósito; pero, para su propia sorpresa y aunque hubiese madrugado media hora más, siempre había algo que le demoraba el tiempo suficiente para cruzarse con el repartidor. Eran demoras absurdas, sólo justificables por el deseo inconfesado de ver la mirada más triste del mundo. Y, en el fondo, él lo sabía. Con el transcurrir de las semanas, la situación llegó al extremo de afectar a su trabajo. Por unos descuidos incomprensibles en su probada eficiencia, traspapeló dos importantes expedientes. El caso no llegó a mayores porque otro funcionario advirtió el error; pero, para su vergüenza y humillación, recibió una advertencia del director. Entonces decidió tomar cartas en el asunto: abordaría al repartidor.
A la mañana siguiente de tomar la resolución, Roberto Güemes no vio al repartidor de mirada más triste del mundo; en su lugar, un joven transportaba las bandejas de pasteles y tartas de la furgoneta a la cafetería. Dio un suspiro de alivio, relajó el paso y llegó al trabajo con una alegría desbordante. Durante toda la jornada charló de forma animada, y hasta hizo un par de torpes bromas para sorpresa de sus compañeros de oficina. Desafiante, tuvo incluso la audacia de tomar un café y un croissant a media mañana en la cafetería donde el viejo repartidor llevaba las bandejas de pasteles y tartas. Volvió a casa sintiéndose el de antes, el de siempre, él mismo. Por primera vez en mucho tiempo durmió sin soñar con la mirada más triste del mundo. Ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro, apareció el viejo repartidor. Sin embargo, existía la posibilidad de que estuviese de baja o de vacaciones, por lo que, aunque esperanzado, decidió no echar las campanas al vuelo. Cuando pasó una semana sin que apareciese, estuvo casi seguro de que el joven repartidor había sustituido de forma definitiva al viejo.
Cabría pensar que las aguas volvieron a su cauce y Roberto Güemes a ser definitivamente quien era: el funcionario serio y eficaz, ni atraído, ni rechazado por el resto de sus compañeros. Sin embargo, no fue así. Su obsesión – como acabó por calificarla – tomó un inesperado curso. Lejos de temer el encuentro con el viejo repartidor, ahora iba cada mañana camino del trabajo con la esperanza de verlo… y cada mañana sólo hallaba al joven que tarareaba canciones de moda mientras transportaba las bandejas de pasteles y tartas. Entonces su paso se ralentizaba y su portafolio pendía inerte de la mano, como a punto de desprenderse. El doloroso nudo en el estómago que sintiera antes cuando se cruzaba con el viejo repartidor, se había transformado en un no menos doloroso vacío por su ausencia. Ahora, donde quiera que estuviese, le parecía sentir un chasquido de hojas secas, un olor a lluvia, un tacto de sombras; ahora, pusiera la vista donde la pusiese, veía aquella mirada mortecina que brotaba de unos ojos oscuros y unas cuencas hundidas, y le cubría con una niebla de tristeza. De nuevo volvió a no entender lo que le pasaba, de nuevo volvió a tener problemas con su trabajo, de nuevo volvió a soñar que sostenía en la palma de la mano un ser frágil en el último pálpito. Como caído de algún ayer. Al cabo, reconoció que necesitaba saber que había sido del hombre con la mirada más triste que había visto en su vida.
Aquella mañana, Roberto Güemes se levantó a la hora habitual y salió de casa dispuesto a interrogar al joven repartidor. Le encontró en el lugar acostumbrado, descargando las bandejas de pasteles y tartas, mientras tarareaba una conocida canción de amores desgraciados. Se acercó a él y, tras presentarse, le preguntó si conocía al antiguo repartidor.
- ¿A Paco se refiere, usted? – Le contestó el joven – ¡cómo no! Desde que entré en la empresa hace ya tres años, le conozco… ¡Pobre! Con lo alegre y simpático que es…
- ¡¿Alegre y simpático?!... ¿está usted seguro de…? – Roberto Güemes se interrumpió de pronto y, con tono alarmado, preguntó: – ¿Por qué ha dicho pobre?, ¿le ha ocurrido algo?
Entonces el joven repartidor le contó que Paco había enfermado de gravedad y que estaba en el hospital en un estado “sin esperanza”. Roberto Güemes se informó del nombre completo de Paco y del hospital en el que se hallaba. Aquella misma tarde fue a visitarlo.
La puerta de la habitación que le habían indicado en el vestíbulo del hospital estaba abierta. Llamó con suavidad pero no obtuvo respuesta. Se animó a entrar. El único ocupante de la habitación parecía dormir. Ya estaba a punto de darse la media vuelta, cuando los ojos del hombre tendido en el lecho se abrieron y le miraron. Reconoció de inmediato la mirada más triste que había visto en su vida. Tras unos instantes de vacilación, dijo:
- Perdone que le moleste, usted no me conoce pero…
- Sí que le conozco, sí – le interrumpió el enfermo – Me he cruzado con usted muchas mañanas mientras descargaba la mercancía en el Central. ¿Sabe? me fijaba en usted por… por la forma tan ensimismada que tiene de caminar.
El enfermo calló y trató de incorporarse. No pudo. Dejó caer la cabeza en la almohada. Respiraba con dificultad y su tez pálida había enrojecido por el esfuerzo. Hubo unos segundos de silencio. Todavía con la respiración anhelante, dijo con extrema amabilidad:
- Pero acérquese y tome asiento, uno ya no es quien era y le cuesta hablar en voz alta.
Roberto Güemes se acercó y tomó asiento. Tosió, carraspeó, se removió en la silla. Su mirada vagaba por la habitación, temerosa de posarse en el rostro del repartidor que, sin embargo, le observaba con atención y simpatía.
- ¿De modo que usted también se fijaba en mí? – preguntó el repartidor.
Roberto Güemes asintió, sus ojos fijos en los encendidos colores de la caída de la tarde que penetraban por la ventana y teñían de tonos rojizos y amarillentos la atmósfera del cuarto, seca y caliente en exceso por la calefacción.
- Me lo preguntaba, ¿sabe? Muchas veces me lo pregunté. Pero siempre me contestaba que no, hombre, que no. Después de todo ¿qué motivo iba a tener usted para fijarse en mi?
La mirada de Roberto Güemes había caído al suelo, se había detenido por unos instantes en unas zapatillas a cuadros, había ascendido por la pata de la cama y, lentamente, recorría ahora el pequeño bulto que se formaba en las sábanas.
- Sin embargo – proseguía el repartidor – a veces me decía: “con motivo o no, parece…” Pero bueno, ¡qué importa ya eso! El caso es que usted está aquí y que yo me alegro, de verdad que me alegro.
La mirada de Roberto Güemes ya había alcanzado el rostro ceniciento, ya había caído en las cuencas profundas y topado con los ojos oscuros. Sintió el chasquido de hojas secas, el olor a lluvia, el tacto de sombras.
- Pero ¡vamos!, ¡ésta sí que es buena! – exclamó de pronto el viejo repartidor – Yo aquí hablando y hablando y ni siquiera nos hemos presentado. Me llamo Francisco Alcántara, Paco para los amigos como usted…
Paco levantó trabajosamente el brazo y tendió la palma abierta; Roberto la estrechó. El último pálpito de un ser frágil en la mano. Como caído de un ayer. Entonces sintió la necesidad de levantar el ánimo del enfermo. Quería utilizar lugares comunes, pero pintándolos de tal forma que pareciesen parajes de esperanza. Y rompió su silencio y, sin percatarse al principio, dándose cuenta después de un buen rato, llevado al cabo por una fuerza irresistible, se puso a hablar de sí mismo. Le habló del padre campesino y la madre de luto, del pueblo de tejados de pizarra, de los bancos de la escuela, del mapamundi, de los prados y el bosque, de cuando acechaba nidos y cazaba ranas en las charcas; le habló de su vida de estudiante becado en la ciudad, las calles, el bullicio, la gente, las primeras inquietudes, los primeros amigos, las primeras noches en vela, el primer amor; le habló de las agotadoras horas de estudio, del triunfo en la oposición a funcionario, del empeño en los primeros años de trabajo, de aquellos ojos grandes, de aquella cabellera rizosa, de aquella risa de perlas, del noviazgo, el matrimonio, la vida en común, el divorcio. Y habló y habló, e incluso cuando llegó la cena y ayudó al viejo repartidor a tomar el alimento, siguió hablando y hablando, animado porque creía ver que sus palabras producían en aquella la mirada más triste del mundo destellos de alegría. Y aún hablaba cuando la enfermera llegó y le informó de que ya no podía quedarse más. “Mañana vendré a la misma hora ¿le parece bien?” dijo a modo de despedida. El enfermo asintió. Ya Roberto salía por la puerta, cuando oyó que le llamaba. Volvió junto al lecho:
- Usted me perdonara – dijo el repartidor tras un largo silencio – pero no es bueno que un moribundo mienta. Y antes le mentí; sí, le mentí… ¿Sabe? no me había fijado en usted por eso que le dije de su forma ensimismada de andar. No, no fue por eso… – se interrumpió; le miraba fijamente; continuó, después de otro largo silencio: – Espero que no se ofenda, pero la verdadera razón de que me fijara en su persona fue su mirada. Sí, sí, no se sorprenda: fue su mirada. ¿Sabe? usted tiene la mirada más triste que he visto en mi vida. Sin embargo, esta noche mientras me hablaba de su vida he visto saltar en sus ojos como chispas de alegría…
Diez minutos más tarde, Roberto caminaba ensimismado hacia su casa. Cuando cuatro días después volvió al hospital, le informaron que el viejo repartidor había muerto. Durante unos segundos se quedó inmóvil, apoyado en el mostrador, mirando con fijeza las rosas de aspecto frágil que la recepcionista tenía en un florero junto al ordenador. Luego balbució unas palabras de despedida, se dio la media vuelta, salió del hospital y se dirigió a su casa. De nuevo ensimismado.
Ricardo Uriarte
LO NUEVO SI VIEJO, DOS VECES VIEJO
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Hace 9 años
El argumento resulta muy original y está bien desarrollado. La descripción de la mirada, que parece la protagonista del relato, así como la de las sensaciones que produce en el personaje que la recibe, resultan muy eficaces. Creo que aligerando un poco la parte central, el cuento ganaría, porque quizá resulta excesivamente largo. De todas formas es una historia muy bonita y se lee de un tirón.
ResponderEliminarNo me parece que tenga que aligerar nada. Lo veo con la proporción justa, casi medida, para doblarlo por la mitad y quedar como una imagen viéndose en un espejo.
ResponderEliminarmamen