Marie, era una chica francesa que se fue a vivir a un pueblo de Cuenca por su altitud. Era astrónoma. Alquiló la casa más alta y desplegó el telescopio por la ventana del tejado. A los oriundos les caía bien, les era exóticamente simpática, aunque algunos no podían evitar mirarla por el rabillo del ojo porque les parecía algo lunática, por antojadiza más que por loca, ya que solía decir que el antojo de su vida era”pisag la liuna”.
Cierto día caminaba por la calle mirando al cielo con un andar desgarbado y un atuendo impropio para la primavera que emanaba rabiosa, cuando uno de sus zapatos pisó una piel de plátano y salió volando. Hasta el día de hoy, y de esto pasó un año, nada se supo de ella. No volvió, ni se la encontró a pesar de que la buscaron durante meses, no solo por tierra, también por aire. Y no solo en su pueblo, también en los pueblos de alrededor, e incluso, en toda la comarca. Se estudiaron en ese tiempo la trayectoria de los vientos, la dirección y la fuerza con la que caía el pedrisco y la lluvia, el punto de derretimiento de la temperatura solar, el de congelación del aguanieve, y un largo etcétera de fenómenos interestelares.
Hubo quien la quiso subir a los altares. Y quien llamó a la NASA. Aquél fue un fenómeno entre fenómenos.
Desde ese día todos los del pueblo caminaban mirando al suelo, por si acaso. Y dejaron de comer plátanos, por supuesto.
He de confesaros que esta historia me la contó un compañero de Guadalajara mientras hacíamos la mili en el mismo Cuenca, cuando aún la búsqueda seguía abierta. Corría el año mil novecientos sesenta y ocho después de Cristo y de otros muchos. La actividad espacial estaba en pleno apogeo, se libraban encarnizadas luchas entre todos los países para conseguir llegar el primero a pisar el suelo lunar: Rusos, americanos... americanos y... rusos... y otros a lo callandito.
Así las cosas, andaba yo tomando un café en el bar de ese pueblo, la tele hablaba sin parar en blanco y negro, nadie la miraba, cuando el noticiero interrumpe el programa que aparecía y, en color, un hombre anuncia que alguien ha llegado a la luna, ahí, todos a una la atienden, y todos a una dan un grito de admiración: ¡Oooooohhh!
El abanderado astronauta, imposible de reconocer porque la escafandra le tapaba la cara, daba saltitos pequeños y suavemente desgarbados, a la vez que emocionado hacía gestos aspavienteros con la bandera blanca, azul y roja, intentando clavarla en aquella tierra inhóspita y sabe Dios de qué naturaleza hecha, cuando por efecto de la misma fuerza que hacía, levanta uno de sus zapatos de astronauta y todos en el bar lo pudimos ver sin excepción, ni duda: llevaba pegado a la suela lo que parecía una piel plátano. De ahí ese ¡Ooooohhhh! En ese momento la tele se llenó de rayas. Pero fue demasiado tarde.
Todos los televidentes se miraron entre ellos sin poder deshacer la postura de sus bocas. ¿Has visto lo que yo? -parecían preguntarse con los ojos. Sí, sí -respondían los otros ojos. ¡Es ella!, se atrevió a decir alguien por fin ¡Marie! ¡ Nuestra Marie! –exclamaron, entonces, todos a una.
El que llamó a la NASA preguntando por ella recibió una llamada de vuelta, le preguntaban, a su vez, por la tecnología empleada por la tal Marie y dónde se ubicaba el centro espacial al que pertenecía.
“Un pequeño salto para un hombre y un gran salto para la humanidad” exclamó un año después un tal Amstrong, pero, para ellos, el gran salto lo dio Marie, la francesa, a pesar de las rayas, desde un pueblo de Cuenca casi pegado a la luna y a bordo de una cápsula hecha de piel de plátano. Y si no, que se lo pregunte el que sea capaz de encontrarla. Nadie en el pueblo la buscó más, pues ya sabían donde estaba. Marie consiguió cumplir su antojo de “vivig en la liuna”.
Aquello reconozco que me marcó y cuando terminé la mili, mi compañero se volvió a Guadalajara y yo, sin saber en ese momento por qué, me quedé a vivir en aquel pueblo. Alquilé la casa más alta y desplegué un telescopio por la ventana del tejado. Casi os puedo asegurar que una noche de luna llena, la vi, ella se quitó la escafandra para decirme algo, y juraría que pude leer en sus labios:
“¡Oh, la, la, los sueños, sueños son, pego en un instante pueden hacegse gealidad!”
A día de hoy sé porqué me quede allí y a partir del día de hoy, salgo a pasear con un atuendo impropio para la estación del año, miro al cielo y rezo para que los oriundos de este pueblo vuelvan a comer plátanos.
mamen
Me ha gustado mucho la escena del bar con la televisión, que está muy bien descrita. Y lo que tiene de sueño todo el cuento.
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