miércoles, 3 de febrero de 2010

CUESTIÓN DE AMIGOS

Chuchi tenía 245 amigos. Se había propuesto alcanzar los 300 y le molestaba un tanto estar a 55 amigos de su objetivo. Sin embargo, dado el poco tiempo que llevaba abierta la página, consideraba que 245 no era una mala cifra. Por supuesto, a muchas de las personas que estaban en la lista o no las conocía o las conocía sólo por fotos. Pero esto no era un gran problema. Después de todo no es tan necesario conocerse para ser amigos. Incluso se puede llegar a afirmar que para ser amigos lo mejor es no conocerse. Ahora bien, si Chuchi sólo se sentía un tanto molesto con sus 245 amigos por estar a 55 amigos de su objetivo, no podemos ocultar que con quien estaba real y francamente irritado era con su amigo de la infancia Chema. Desde luego Chema era un tipo estupendo y, sin duda, su mejor y más íntimo amigo. Juntos habían pasado momentos inolvidables, sobre todo aquellas tardes entrañables, recogidos al calor de la calefacción central, comiendo pizza, bebiendo colas, escuchando “jevi” metal y matando a todo matar monstruos, alienígenas, guerreros, nazis, rusos y árabes en la “plei”. Mas, por mucho que su corazón se enterneciera con tan mágicos recuerdos, Chuchi ni podía comprender, ni podía soportar lo que estaba pasando. Ya desde que ambos abrieran sus respectivas páginas, la lista de amigos de Chema había sido más numerosa que la suya. Al principio, lo achacó a la casualidad, y no dudó de que pronto superaría en amigos a su mejor amigo. Sin embargo, los días transcurrían y la ventaja de Chema lejos de reducirse aumentaba. Por eso, cuando cierta aciaga mañana encendió el ordenador y comprobó que la cifra de amigos de Chema cambiaba del 2 al 3, alcanzando los 301 y ganándole en 56, Chuchi empalideció, sintió que el corazón se le paraba y apretó el ratón con tal violencia que le reventó las entrañas. La situación pasaba de castaño a oscuro. Y claro, lo empezó a ver todo negro. Entonces decidió actuar.
No me preguntéis cómo lo hizo, pero el caso fue que Chuchi logró entrar en el santa santorum de la página de Chema. Observémoslo por un instante en tan crucial momento. Está sentado frente al ordenador, el cuerpo tenso y la cabeza ligeramente adelantada, la mano derecha en el ratón y la izquierda en una bolsa de patatas fritas. Su mirada parece taladrar la pantalla, penetrar hasta el mismo tuétano del disco duro. A veces, suelta el ratón y la bolsa de patatas, y sus dedos saltan sobre el teclado y lo picotean con fuerza y precisión; otras, se impulsa hacia atrás en la silla rodante y, con gesto ceñudo, contempla desde la lejanía los jeroglíficos informáticos. De pronto, una mirada dura y una sonrisa cruel dibujan una perversa mueca de triunfo en su rostro apenas antesdeayer barbilampiño. Se abalanza sobre el ratón, lo agarra, lo aprieta, lo pulsa… y estalla en carcajadas. Acaba de borrar de un plumazo cibernético a 200 amigos de la lista de Chema. Casi llora de la risa al contemplar la cifra ridícula de 101 de su mejor amigo, frente a la imponente suya de 245. Todavía entre carcajadas, se levanta y va a la cocina a comer un pedazo de pizza.
Lo malo fue cuando volvió. Aún estaba masticando, aún no había saltado el salvapantallas. No tuvo necesidad de sentarse frente al ordenador para verlo. Ya desde la misma puerta del cuarto se percató de lo sucedido. Quiso lanzar un grito, pero de su boca abierta de par en par sólo salieron trozos de aceituna y anchoa. Tambaleándose se acercó y se dejó caer en la silla. Atónito, desencajado, sudoroso, miraba su página: ¡45 amigos, ya sólo tenía 45 amigos! Temblando de ira e indignación abrió la página de Chema: ¡301 amigos, de nuevo tenía 301 amigos! Sus piernas se encogieron, su estómago se dobló, su frente golpeó la mesa y entre sus dedos engarfiados el ratón abrió gentilmente las entrañas. Entonces hubo unos minutos de quietud y silencio absolutos. Diríase que durante aquel tiempo interminable todo rastro de vida había desaparecido del cuarto de Chuchi, de la casa de Chuchi, de la calle de Chuchi, de la ciudad de Chuchi, del planeta entero de Chuchi. Pero sólo fue por unos minutos. Luego alzó la cabeza, irguió la espalda, lanzó una mirada aviesa, masculló una maldición y, tras cambiar el ratón despanzurrado, declaró la guerra.
Desde ese preciso instante, los acontecimientos se precipitaron. Día a día, hora a hora, minuto a minuto, Chuchi y Chema entraban en la página propia y en la ajena, y se sumaban o restaban amigos en torva espiral. Con la rapidez de las pistolas de Billy el Niño o de las estocadas de los mosqueteros, se sucedían los ataques y contraataques. Tan pronto era Chuchi quien bailaba y reía en torno al ordenador, mientras Chema mordía uñas y rabia; como era Chema quien daba cortes de manga a la pantalla, mientras Chuchi, siguiendo su inveterada costumbre, destripaba con saña otro ratón. Pasó una semana, pasaron dos, pasaron tres. Ya no salían de casa, ya no dejaban su cuarto, ya no se levantaban de la silla, siempre frente al ordenador, pálidos, sudorosos, enflaquecidos, empecinados, intercambiando ráfagas cibernéticas.
Difícil era prever como iba a terminar tan igualado combate y, sin duda, un final trágico no era descabellado. A mis oídos ha llegado el rumor de que en Illinois un suceso similar terminó en sangre joven salpicando la web. Sin embargo, en este lugar y ocasión hubo un final más feliz. Cierto día, después de meses de aquel continuo sumarse y restarse amigos, tanto la lista de Chuchi como la de Chema quedaron estabilizadas. Por más trampas y celadas que se tendieran, por más mandobles informáticos que se sacudiesen, ni Chuchi, ni Chema, ni Chema, ni Chuchi, lograban variar el número de amigos propio o ajeno. Por supuesto, no se conformaron con el resultado y todavía perseveraron un tiempo en su empeño. Pero todos los esfuerzos eran inútiles: ambas listas mostraban siempre el mismo dígito de amigos. Al cabo, más a regañadientes que felices, comiendo pizza en lugar de perdices, admitieron que el equilibrio al que se había llegado era definitivo y se resignaron a tener sólo 1 amigo en su lista de amigos. El de Chuchi era Chema; y el de Chema era Chuchi. Equilibrio inevitable. Equilibrio suficiente. Equilibrio necesario. Y, a fin de cuentas, equilibrio justo, pues, después de todo, Chuchi y Chema eran amigos y, como es bien sabido, la amistad sólo se da entre iguales.

Ricardo Uriarte

1 comentario:

  1. El ritmo trepidante, el lenguaje tan visual, los temas tan actuales analizados desde ese punto de vista particularmente ingenioso... Definitivamente, siempre resulta un placer volver a leer a este autor.

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