sábado, 30 de enero de 2010

Cerdos

A las cinco de la mañana, la madre de Manuel entró en el cuarto. Le tocó en el hombro con suavidad. Manuel se levantó de un salto, se vistió rápidamente y se lavó los ojos a oscuras en la pila de la cocina.

A través de la ventana, distinguió la silueta de su padre arrancando la moto, recortándose contra la luz de la farola, un poco desdibujada por la niebla.

Subió a la moto detrás de su padre. Avanzaron bostezando por la carretera, sin hablar y sin rozarse, sorteando baches y a algún que otro perro madrugador. Manuel, con la espalda derecha y mirando hacia el mar, contaba las curvas que faltaban para llegar a la ciudad, y deseaba que no se acabaran nunca. El mar no podía verse en la oscuridad, pero sí respirarse, y escucharse desde muy cerca.

Seguía siendo de noche cuando llegaron. Otros obreros bostezaban al paso de la moto, sin levantar la vista del suelo, camino de la Fábrica de Embutidos que daba de comer a media ciudad. La Fábrica de Embutidos siempre había estado donde estaba, era el orgullo de la comarca y pertenecía a la misma familia desde que todo el mundo podía recordar.

El padre aparcó la moto delante de la Fábrica. Empezaba a amanecer, y las últimas luces de las calles se iban apagando, mientras se iluminaban las primeras ventanas del viejo edificio de ladrillo. El portón de entrada, tan grande que ocupaba casi media manzana en toda su longitud, todavía estaba cerrado. Sin embargo, las chimeneas llevaban ya muchas horas humeando a pleno rendimiento.

Manuel cogió el termo, el hule y la bolsa de los bocadillos. Padre e hijo fueron remontando la ladera, a buen paso el uno, renqueando el otro y haciendo alguna parada de cuando en cuando. Se sentaron en el alto sobre la hierba mojada, después de haber extendido el hule de plástico negro carcomido por los bordes. Todavía tenían media hora.

Poco a poco, la niebla se fue disipando. Despacio, la luz del sol fue mostrando los detalles de aquella cara de la ciudad que tan bien conocían los trabajadores de la Fábrica de Embutidos, que veían amanecer cada mañana por la carretera de la costa, y volvían hacia sus casas cuando empezaba a anochecer.

Frente a ellos, en el barranco, empezaban a distinguirse los perfiles de las gaviotas, sobrevolando la montaña de basura sin descansar nunca. Después de tanto tiempo, el padre de Manuel ya no las oía, pero sí Manuel, aunque poco a poco había conseguido comportarse como si no las oyera. El mar seguía estando muy cerca, pero desde allí nadie hubiera podido escucharlo, ni respirarlo, ni imaginarlo.

Un día más, el padre desplegó su servilleta sobre las rodillas, y la de Manuel sobre las suyas. Se sirvió un café en el vaso del termo, y ofreció a Manuel su bocadillo de chorizo. Manuel empezó a morder sin hablar, pensando lo de todos los días. Bocadillo de chorizo para desayunar, patatas con chorizo para comer, choricillos fritos para cenar. Sin querer, se le fue la vista hacia el barranco.

Algo nuevo, vivo y sonrosado se recortaba contra la montaña de basura, entre la mancha blanca de pájaros y el negro fugaz de las ratas grandes como gatos. Puede que fueran más de cien cerdos adultos, gordos, lustrosos y todavía felices, correteando con alegría entre los montones humeantes de desperdicios. Frutas descompuestas, espinas de pescado con sus cabezas, calcetines, aceites requemados en infinitas frituras, esqueletos de pollo, libros que ya nadie leería, lo que quedaba de ciertos perros y gatos arrojados allí por sus dueños, algún cochecito de bebé, masas de despojos carbonizados procedentes de la Fábrica, todo cubierto por un tenue velo de plumas de gaviota.

Dicen que lo que no mata engorda, insinuó Manuel pensativo, y se atragantó al decirlo con un trozo de bocadillo.

Tú come y calla, niño, contestó el padre preparando la petaca para echar el primer trago de coñac de la mañana. Esta gente sabe lo que se hace.

En ese momento se escuchó la sirena de la Fábrica. Había que prepararse para entrar. Manuel envolvió lo que le quedaba de bocadillo en el pañuelo y se lo metió en el bolsillo. Recogió el hule y el termo y se levantó con desgana, mirando a su padre a la cara como si esperase algo de él.

Toma un poco de esto, anda, fue la única respuesta. Ya sabes que ahí dentro hace un frío de muerte. Y le ofreció la petaca.



Isabel O.


1 comentario:

  1. Detallada y buena descripción de la naturaleza muerta a través de unos ojos que, antes de vivir,aprenden a resignarse a morir sin rebelarse. Una frase al principio, cuando oye el mar, te hace esperar alguna revolución en el niño. Al terminar, parece que solo los cerdos se mueven, están vivos, aunque sea por poco tiempo. Quizá debía pasar algo más. Los personajes se ocultan detrás del paisaje y solo se ve el paisaje. No sé si es lo que pretendes.Ni sé si estoy en lo cierto. Ánimo y a seguir...

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