La primera llamada se produjo durante el cambio de turno de guardia en el hospital, y fue su propia compañera, Verónica, quien le entregó con expresión de extrañeza el auricular del teléfono, entre las cinco y las seis de la madrugada de un sábado de invierno.
Dejó que Verónica ocupara su puesto, se levantó y se alejó en dirección al otro extremo del pasillo, y una vez sola, se decidió a responder. Cuando escuchó aquella voz masculina de timbre grave, con fuerte acento extranjero, pronunciando su nombre a hora tan intempestiva, ni siquiera pudo contestar.
La voz dejó pasar algún tiempo, el suficiente como para tener la seguridad de haber provocado la duda, el desconcierto, la excitación necesarios; de que ella estaría empezando a preguntarse si de verdad acababa de escuchar susurrar su nombre de madrugada, durante su turno de guardia en el hospital, no una, sino tres veces seguidas. Después, volvió a nombrarla, esta vez de forma diferente, como se nombra a alguien a quien se conoce desde siempre, a quien se espera desde hace mucho tiempo. ¿Quién eres?, pudo por fin preguntar ella entonces, ¿Y qué quieres de mí?, se atrevió a insistir todavía, justo antes de escuchar, estremecida, colgar definitivamente el teléfono al otro lado de la línea.
También ella acabó por abandonar el auricular en cualquier sitio, pero después de unos segundos en los que permaneció con él en la mano, mirándolo detenidamente, como si esperara de aquel aparato que pudiera devolverle la calma, concederle alguna explicación, volver a transportar otra vez hasta su oído al propietario de aquella voz que había sido capaz de desposeerla de su tranquilidad en algo menos de medio minuto.
Se dirigió temblorosa hacia la máquina de café, y se sirvió uno bien cargado. Lo tomó de pie, allí mismo, sola, muy despacio, sintiendo como el calor atravesaba el vaso de plástico y llegaba hasta sus manos, apoyada de espaldas contra el radiador, con el cuerpo encogido por la inquietud y por el frío de la noche.
Sin poder dejar de darle vueltas al mismo pensamiento, apuró el café y regresó a su puesto de trabajo; su turno había terminado. Su compañera la interrogó con la mirada. Verónica nunca le había interesado demasiado, le parecía apenas una niña, alguien que aún sabía muy poco de casi todo, que sólo hablaba de encontrar al hombre de su vida, nunca hubiera podido entender lo que ella estaba sintiendo. Me encontraba mal y he tenido que ir al baño, pero ya estoy mucho mejor, fue toda la explicación que consideró necesario concederle.
Cogió su abrigo, su bufanda y su bolso, se despidió brevemente de ella, y salió del hospital cuando faltaba muy poco para que empezara a amanecer. Recorrió su camino a pie, caminando deprisa, con la mirada baja, intentando protegerse del viento del mar que azotaba las esquinas de las calles que atravesaba.
Se encontró muy pronto en el dormitorio congelado del piso en el que vivía desde hacía más de veinte años. Cerró la puerta, tiritando, deseando sólo dormir. Cogió del cajón del armario el comprimido de siempre, dejó la lámpara de la mesilla encendida como siempre, se desnudó y se acostó, sintiendo que su deseo era urgente, que necesitaba dormir profundamente, olvidarse aunque sólo fuera durante un par de horas de aquella voz, y de lo que la repentina aparición de aquella voz podía llegar a significar para ella. Pero a pesar de sus esfuerzos para dejarse vencer por el cansancio, para intentar caer de una vez en lo más profundo de un sueño muy largo, en ningún momento consiguió borrar de su pensamiento el sonido de aquella voz pronunciando su nombre, invadiendo su vida, sintiéndola vulnerable aunque no pudiera verla, sabiéndola, todavía, sola.
Pasó unas cuantas horas escuchando la lluvia que golpeaba la ventana, hasta que pensó que sería mejor levantarse. Entonces se produjo la segunda llamada. Supo que era él; por desgracia, nadie más podía ser. Tenía el teléfono muy cerca, encima de la mesilla, junto a la lámpara encendida. Dejó que el teléfono sonara, apagó la lamparilla, se acercó hasta la persiana y la bajó todo lo que pudo, forzándola para impedir que la más mínima rendija de luz se filtrara hacia la calle.
Habían transcurrido sólo cinco minutos cuando a oscuras, temblando, escuchó la tercera llamada. Dudó, se decidió a descolgar, creyó arrepentirse, por fin cogió el auricular entre las manos y respondió. Volvió a escucharle otra vez pronunciar su nombre, repetirlo una y otra vez, con esa cadencia perezosa que había querido dejarse reconocer desde el principio en la primera llamada al hospital. Después, el mismo silencio calculado. Por fin, aquellas palabras que siempre había sabido que acabaría por volver a escuchar. Palabras murmuradas muy suavemente, en un idioma extranjero, unas palabras que no eran su nombre, que no comprendía, pero que no pudo dejar de reconocer. Palabras que él pronunció una vez solamente para ella, la única muestra de deseo que alguien le había regalado, palabras que se había repetido a si misma cada una de las noches de los últimos veinte años en su dormitorio congelado. Palabras que de pronto le recordaban que el poseedor de aquella voz podría volver a sentir la necesidad de murmurar en su oído, aunque ella no lo quisiera. O que en cualquier momento podría desear calentar su cuerpo contra el suyo, aunque ella no tuviera frío. Como aquella madrugada de la que también él recordaría cada detalle, a la salida de su primera guardia en el hospital, cuando ella era todavía apenas una niña, que no sabía nada de casi nada, que sólo hablaba de encontrar al hombre de su vida, que no tenía miedo a enfrentarse al viento y al frío de la noche para regresar a su casa recién estrenada.
Esta vez no preguntó quien la llamaba, hubiera sido inútil preguntarlo. Tampoco colgó el teléfono; supo que si lo colgaba, sentiría más miedo todavía. Estrechó el auricular contra su cuerpo, y le dejó que siguiera hablando para ella. Encogida sobre si misma, con la cabeza bajo las sábanas, intentó no pensar. Poco a poco fue entrando en calor, queriendo olvidarse del día siguiente, dejarse arrullar por las palabras del extranjero.
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Después de algunos días(pocos)sin poder visitar estas páginas, entro y me encuentro con un nivelazo impresionante, tanto en poetas como en narradores. Felicidades a todos. Por mi parte, vuelvo a reintentar publicar este relato que tanto se me está resistiendo. Seguramente tendré que volver a corregirlo, pero mientras tanto, espero que disfruteís con las vicisitudes de mi infortunada celadora. Besos para todos.
Isabel O.
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Hace 9 años
En mi opinión, el mayor problema que presenta este cuento es que la historia que se quiere contar no cabe en la extensión que se le ha dado al relato. Por otro lado, la voz narrativa escogida, que gusta de recrearse en el detalle, de periodos largos, de cadencias lentas, de redundancias y acercamiento en espiral a las cosas, sufre tambien con la brevedad del texto. Así, el texto se ve obligado a ir a uña de caballo, a emplear en exceso los resúmenes y el lenguaje abstracto. Creo que este relato pide a gritos una mayor extensión para que tanto la historia como la voz narrativa puedan desarrollarse con la amplitud que ambas requieren. Salud, Ramón.
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