miércoles, 27 de enero de 2010

EL CAFÉ

Se apoyó en la barra y pidió un café. El bar calentito con su olor a tostadas turruscantes y señoras perfumadas le resultó acogedor. Un café, ¡qué ganas!, para quitar el frío y degustarlo con calma. Vio venir al camarero con su café en la mano y la jarrita humeante de leche en la otra, y el espectáculo le hacía relamerse y darse cuenta de lo feliz que era. A mitad de camino, otro cliente, de voz chillona y aspecto dicharachero, interpeló al camarero que como un ángel se acercaba: “Arturo, ¡dichosos los ojos!” Un oscuro presagio se cernió sobre el inocente café que permanecía inerme sobre el platito. El camarero Arturo y el cliente dicharachero hablaban animadamente, mientras el café hacía las veces de banderín, o de estandarte, en las manos del camarero que lo balanceaba con sus ademanes expresivos: lo subía, lo bajaba, lo utilizaba para señalar... El paradisíaco bar empezó a no tener el mismo encanto. El olor a tostada crujiente se le clavaba en las mucosas con saña, el perfume de las señoras le hacía renegar de todo el género femenino… Un gran interrogante empezó a formarse dentro de él: “¿Le llamaré la atención? ¿Le avisaré amablemente? ¿O más bien me acerco y le espeto un insulto?” Arturo, el camarero, iba cambiando de aspecto. Ya no era un ángel que traía un maravilloso café como ofrenda. Empezaba a convertirse en un despreciable diablo de tercera que agitaba en el aire un café cada vez más tibio, más espeso, más insípido. Y el cliente dicharachero entre la bruma maligna de la barra adquiría la apariencia de un Satanás manipulador. Crecía su malestar interior a medida que el café, abandonando en esas inconscientes manos, perdía todo su atractivo. Y finalmente, cuando Arturo, el ángel caído, lo colocó delante de él sobre la barra, su sistema digestivo, inundado ya de bilis, le hizo decir:
-Mejor dejemos el café. Tráigame una manzanilla.

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