domingo, 24 de enero de 2010

MONTE PERDIDO


“Tambaleándose fuera, en lo abierto… Como si ya no necesitara un nombre para estar perdido. Escucha pacientemente la luz volviendo a él. Pacientemente la luz le absuelve”
(Jaques Dupin, Canciones del Rescate)


“Los hechos que voy a relatar acontecieron en julio de 1953, durante una de las grandes marchas que la Escuela Militar de Montaña realizaba todos los años durante el verano. Tenían un mes de duración, y en ellas los aspirantes a mandos a tropas de montaña se ejercitaban para poder conseguir su título de profesores de montaña, escalada, y esquí posteriormente.”
El joven cabo primero de la Compañía de esquiadores y escaladores forma parte del pelotón que acompaña a un grupo de alumnos de los cursos. Han dormido en una campa cerca de la ermita de Pineta. Su objetivo, llevar a los alumnos al circo de Marboré.
“La noche había sido plácida: cielo azul marino, estrellas a millares y una gran sensación de paz allá arriba por encima de los murallones de piedra, que subían hasta el cielo para sujetar a los altos colosos de hielo y su potente belleza. (…) Amaneció con una explosión de luces una mañana limpia y luminosa; arriba y a la izquierda, la cadena de Monte Perdido, y enfrente la gran muralla del fondo del valle, por donde discurría la fantástica senda que nos conduciría al circo de Marboré y Tuca Roya.”
Es día de descanso para el pelotón y los alumnos, y durante la mañana, mientras hacen planes sentados en la hierba, cuatro oficiales –dos capitanes de la Compañía y dos tenientes, todos bien conocidos por ellos-, equipados como para una gran escalada, pasan por el campamento. Van a hacer la cara norte del Monte Perdido, y ésta es su ruta de aproximación. El corazón del cabo primero se llena de deseo y admiración, está tentado de pedir que les dejen acompañarles, a él y a su compañero de cordada, pero no se decide ¡Hay demasiada distancia jerárquica! Con ellos parte, en cambio, un grupo de oficiales de los cursos como acompañantes visuales y de posible ayuda.
Sigue un día tranquilo en aquel lugar que se le antoja un paraíso. “…El río tenía el fresco aroma de los torrentes de montaña y la alegría del sol jugando entre la fronda formaba una paleta de luminosos verdes, maravillosos.” El cabo primero no deja de pensar en esa magnífica escalada en el glaciar del Monte Perdido que sueña con hacer algún día.
A la mañana siguiente la columna se pone en marcha. El paisaje, nuevo para él, le hace sentir una gran alegría “aunque estaba encajado en una unidad de combate me sentía libre y absorto, como encantado y disfrutando del sol, el cielo azul y el paisaje lleno de luz y de colores que hacían que mi alma volara en una romántica libertad”. Pasan junto al torrente que cae desde más de mil metros de altura por el muro de fondo del valle. Ruido atronador y agua pulverizada llena de fuerza. Van ascendiendo por el camino que trepa por la montaña, que se enturbia a veces con nieblas transparentes. Se siente feliz.
De pronto, unos tramos más arriba, unos alumnos de los cursos aparecen bajando tan precipitadamente que a cada momento tropiezan, incluso alguno rueda varios metros. Gritan que la cordada de los oficiales ha caído con un alud al derrumbarse la cascada de serac, y que dos de ellos han quedado colgando a media pared. Alarmado, el cabo primero envía a dos soldados en busca de material de escalada a la compañía de esquiadores que sube cercana a ellos, y después corre durante mucho tiempo, junto a sus compañeros, hasta que llegan a la gran extensión glacial a los pies del Monte Perdido, jadeando, agotados. “…el lugar del accidente, la cara norte de Monte Perdido, con su gigantesco desplome, estaba a la vista. No era bella como la había imaginado, su cascada de hielo era como una visera oscura que sobresalía varios metros de la vertical. A medida que nos acercábamos su altura crecía y crecía, y se escuchaba un impresionante crujido del coloso de hielo. Caían bloques continuamente y sus estallidos al chocar entre sí eran espeluznantes, llegando a ahogar el ruido del agua que corría en el interior del glaciar”
Suben deprisa hacia la pendiente de hielo, y escuchan, apagados por el tremendo rumor, los gritos estremecedores de uno de los capitanes, que cuelga muy arriba, cabeza abajo, dejando un reguero de sangre por la pared blanca. Al pie de la pendiente, semienterrados en la nieve, están los dos tenientes, a poca distancia uno de otro. Uno de ellos con la frente partida y la cara llena de sangre, que tiñe su anorak blanco. El otro, enterrado en la nieve hasta las caderas y también ensangrentado. Del otro capitán no hay ni rastro. Sólo un extremo de la cuerda, que se pierde en el informe montón de nieve y bloques, puede dar una esperanza de encontrarlo. El cabo primero y uno de los tenientes de la compañía, amigo suyo, forman cordada y salen dispuestos a sacar de allá arriba al capitán accidentado. Saben que tardarán mucho en llegar. Abajo quedan los demás para ocuparse de los heridos. El cabo primero, montañero más experimentado, abre marcha. El teniente le sigue y asegura. Bien equipados con material traído por los cursillistas, se calzan los crampones, empuñan sus piolets y emprenden la escalada. El cabo primero se lanza en cabeza por una fisura entre la piedra y el hielo, sobre una gigantesca laja de agua congelada adherida a la roca. Quieren llegar al gran desplome y hacer un paso horizontal hacia la izquierda, por debajo de la enorme visera bajo la que está el capitán. Quizás aún esté vivo cuando sean capaces de llegar hasta él. Avanzan durante mucho tiempo clavando el piolet, mordiendo con los crampones, arañando con las manos desnudas, adentrándose debajo del gran techo crujiente, azulado y lleno de grietas. El agua del deshielo les empapa, cayendo como una lluvia desde el feo y tétrico techo de hielo que tienen encima y convirtiendo su ligero uniforme de verano -camisa y pantalón corto- en una mortaja helada que merma sus facultades. Luce el sol con fuerza, pero no llega hasta la tenebrosa cara norte del Monte Perdido, donde se encuentran. “Continuamente caían bloques de todos los tamaños rebotando por todas partes, chocando con todo y partiéndose en mil pedazos, creando un ambiente surrealista, aterrador. Pero había que subir a toda costa pese a todos los peligros evidentes, porque allí estaba nuestro capitán necesitando nuestra ayuda. Y como música de fondo de aquel infierno, el crujido del glaciar que parecía se fuera a derrumbar de un momento a otro”.
Muy arriba, después de varios largos de cuerda y tras detenerse a poner una clavija para asegurar la subida del teniente hasta él, al inclinarse para recoger la cuerda, el cabo primero hace un macabro descubrimiento: a unos metros por debajo de él, fuera de la diagonal por donde ha subido, ve la espalda y el brazo del otro capitán, que está encajado en la pared de hielo cara hacia dentro y rodeado de sangre. Desciende hasta él en un precipitado rápel, y, al liberarlo con el piolet del hielo que lo rodea, descubre que todos los huesos de su cuerpo están triturados: el alud lo ha machacado contra una pequeña repisa. Pasa con cuidado una cuerda alrededor del cuerpo destrozado y lo hace descender hasta su compañero. Los demás oficiales escaladores llegan enseguida a ese punto, y el comandante capellán, despreciando el rugido del glaciar, le da los últimos auxilios. “Este fue un momento emocionante que se me quedó grabado para siempre y aún hoy me llena los ojos de lágrimas.”
En mitad de la vertical, los oficiales recién llegados y la cordada del cabo primero intercambian impresiones para decidir lo que procede hacer en esos momentos. Cabe aún la esperanza de que el otro capitán esté vivo, es imprescindible continuar, de modo que en muy pocos minutos la cordada del cabo primero y su compañero reemprende su ascensión en diagonal hacia él, a pesar del inminente derrumbe de la visera de hielo. Se les ha incorporado un teniente de los alpinos italianos, y les sigue otra cordada compuesta por oficiales de su compañía, pero uno de los sargentos cae, hace un gran péndulo en el aire lesionándose fieramente, y la cordada entera tiene que abandonar. Siguen los tres ahora solos. El teniente italiano, de mayor graduación aunque parecida experiencia en escalada en hielo, ha desplazado al cabo primero en la cabeza de la ascensión. Él lo acepta decepcionado, sabe que es perfectamente capaz de realizar la labor de guía debido a su gran experiencia, pero “una orden es una orden, y más en aquellas circunstancias.” Siguen avanzando hacia su objetivo, dispuestos a todo. Tras un lomo de hielo con bastante pendiente, situado a su derecha mirando al abismo, y que parece sujetar todo el techo de hielo sobre sus cabezas, está el capitán. Aseguran al teniente italiano fijando los piolets en la gran grieta bajo el techo, y aquel empieza a pasar clavando las puntas de los crampones en la pendiente helada para llegar hasta el capitán. Mientras, el cabo primero y el teniente español van montando un pasamanos para traer hacia ellos al accidentado. En mitad de su montaje, de repente, la gran masa de hielo acumulada sobre el muro de roca a su izquierda se desploma con un terrorífico estruendo: el lugar donde hace tan poco tiempo se han reunido con los demás oficiales es barrido sin piedad. Durante unos segundos se encogen aterrados, pero rápidamente reemprenden el rescate. Sobre ellos, otro monstruo vertical, extraplomado y crujiendo sin cesar, amenaza con caer también. Corren peligro de morir arrastrados por otro alud, y eso les hace trabajar aún bajo más presión. Van recogiendo cuerda cara al vacío hasta ver aparecer el cuerpo del capitán, muerto ya hace varias horas. “…No podía creer que ese cuerpo desmadejado que estábamos atrayendo hacia nosotros fuera nuestro capitán, amigo de todos, fuerte y valiente, amable; ahora no tenía vida, ni siquiera sangraba por las numerosas heridas, tal como había visto por la mañana al llegar al lugar del suceso.”
El italiano regresa y, temblando los tres de frio y congoja, bajan el cuerpo encordado hasta el pie de la pared, donde esperan sus compañeros. Han logrado su objetivo, rescatar a los capitanes, pero no han podido sacarlos de allí vivos, y la tristeza, la tensión y el terror contenidos durante tantas horas acometen de golpe al cabo primero y al teniente italiano, que sollozan sin poderlo remediar. El teniente español, más entero, les apresura suavemente: no es momento para demorarse. Montan las cuerdas y salen lo más rápido posible de aquel infierno de hielo amenazado de desplome descendiendo en rápel, hasta llegar a la pendiente de rocas y nieve. Corren cuesta abajo, arrastrando el peso de las cuerdas empapadas, hasta que por fin caen rendidos cerca de los compañeros que les esperan. “… Según bajaba corriendo me di cuenta de que no me había quitado los crampones, así que me senté en el suelo para quitármelos pero me fue imposible, mis manos estaban tan heladas que no podían soltar las cintas, me quedé sentado en el suelo con la cabeza entre las rodillas, estaba agotado. Al momento apareció un capitán amigo, que me soltó los crampones y me prestó un jersey de teniente y unas palabras de aliento. (…) Oía voces a mi alrededor pero seguía viendo como en sombras la película del día, el cuerpo destrozado de uno de los capitanes y allá arriba el otro capitán, pendiendo de la cuerda como un muñeco desvalido mientras le bajábamos del hielo. (…) Antes de abordar el camino para bajar al valle de Pineta dirigí una mirada al colgante glaciar siniestro y feo con la luz declinante de la tarde; todavía era de día pero ya no había sol. Era como un monstruo agazapado que miraba con ansia a los que tuvimos la suerte de salir vivos aquel día.”
Un terrible camino de bajada -mil metros de desnivel-, plagado aún de peligros, heridos a los que transportar y agotamiento, les espera. El cabo primero lleva casi a cuestas todo el trayecto de regreso a un alumno herido en la cadera por uno de los bloques de hielo que han llovido continuamente sobre todos ellos durante el inacabable día. Cree alcanzar el límite de sus fuerzas. No obstante, la noche es otra vez maravillosa, llena de estrellas, cuando llegan por fin al campamento. Él la mira, y, entre nebulosas negras que el cansancio y la pena acumulan en sus ojos, piensa en los dos montañeros que han muerto ese día. Muchas noches tan hermosas como ésa le aguardan en su vida, ¿podrá dejar de recordarlos alguna de ellas?
A la mañana siguiente, la caravana emprende el camino hacia Jaca. La penosa, peligrosa operación bajo el glaciar rugiente ha terminado. Los tenientes accidentados están ya a salvo, los capitanes quizá les observan desde lo alto mientras sus cuerpos martirizados son transportados hacia sus tumbas.
“He escalado la cara norte del Monte Perdido años después, aunque no llegué hasta allí por la misma ruta.
Pero todo ha cambiado, hoy apenas queda nada de aquel glaciar infernal en el que sucedió todo aquello.
Quisiera volver a recorrer aquella ruta algún día.
Sé que hay en el balcón de Pineta una gran cruz metálica dedicada a ellos, que llaman La cruz de los Capitanes.
Quisiera subir por el camino desde el valle, abrazarla y rezar por ellos.
No se si podré reprimir un sollozo cuando esto ocurra.

R. A. G., cabo primero de infantería, diplomado por la Escuela Militar de Montaña como profesor de esquí, escalada y alta montaña.”


(A partir del relato autobiográfico titulado “Tragedia en Monte Perdido” firmado por Rodolfo Amorrortu García)

Mar

2 comentarios:

  1. Preciosísimo. Consigue transmitir el sacrificio que supone llegar a la meta. La increíble aceptación de asumir los riesgos cuando se ama algo y la esperanza de volverlo a intentar cuando no se alcanza. Está exento de vanidad y lleno de solidaridad.Gracias R. A. G.
    Mamen

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  2. Buen relato de aventuras. A pesar de su extensión, se lee con gusto. Muy bien engarzado el relato autobiográfico con la ficción de la autora. Felicidades.

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