Aquella mañana, Mariano salió de su piso alrededor de las ocho. Llevaba puesto el uniforme nuevo, que no le sentaba del todo mal, con las botas de cuero negro sujetando los bajos del ligero pantalón, que se ajustaba como un guante a su bien constituido cuerpo. Al verse reflejado en el espejo del portal, se sintió un poco menos triste.
Mariano Reigadas vivía solo desde que murieron sus padres, y apenas se relacionaba con nadie que no fueran sus vecinos o la poca familia que le quedaba. Por lo demás, era un hombre como cualquier otro. Discreto, educado, austero y servicial, hacía ya mucho tiempo que no esperaba grandes cosas.
Desayunó café con pincho de tortilla en El Frenazo, su bar de toda la vida, donde le conocían y le trataban razonablemente bien, a pesar del uniforme. Mariano era consciente de que su oficio despertaba más recelos que simpatías, más desconfianza que comprensión, y de que la mayoría de sus conciudadanos distaba de agradecer el componente de vocación de servicio que sin duda poseía su profesión. Pero también era muy cierto que a esas alturas de su vida le importaba más bien poco. Así que leyó el Diario de Castilla con toda la parsimonia de que fue capaz, y tuvo la suerte de que durante la media hora larga que empleó en su lectura, nadie le importunó. Dejó el dinero de la cuenta encima de la mesa, se puso las gafas de sol y salió a patrullar.
Su compañero de fatigas, Senén, llevaba varias semanas de baja, y lo cierto es que aunque le costaba reconocerlo, Mariano se alegraba de ello. No porque tuviera nada en contra de Senén, sino porque disfrutaba mucho más de su trabajo cuando lo hacía en solitario.
Pensó en el largo día que tenía por delante, y poco a poco, fue dejando atrás el centro y aledaños. Rodeó la plaza de toros y tomó la carretera hacia Astorga. Recorrió unos cuantos kilómetros, hizo el cambio de sentido y se llegó hasta la explanada de San Marcos. Allí, dio unas vueltas a la redonda, echó un par de miradas concienzudas a su alrededor, y tomó de nuevo la carretera en dirección al casco urbano. Pero la intensidad del tráfico a aquella hora le hizo cambiar de idea, y decidió desviarse sobre la marcha hacia una de las nuevas barriadas de la periferia.
Enfiló una avenida solitaria, aparcó sin dificultad en un sitio tranquilo, apagó el motor de su vehículo. Una vez allí, se quedó ensimismado durante un rato contemplando el reflejo del sol sobre las aguas heladas del río. Aquella mañana, el frío era mucho más intenso que las demás. Mariano no lograba entrar en calor, a pesar de la calefacción encendida y de la cazadora de cuero. Sin poder evitarlo, dirigió su mirada hacia la guantera. No tuvo que rebuscar mucho. Abierta por la página central, su revista preferida le estaba esperando, como preparada para que Mariano hiciera uso de ella. Mariano siempre utilizaba aquella revista para relajarse cuando lo necesitaba. Con esto no le hago daño a nadie, se repetía a sí mismo para intentar justificarse por algo de lo que nadie le pedía cuentas. Cómodamente instalado, empezó a ojear las fotografías, a releer las situaciones que se sabía de memoria, a soñar con los paraísos cálidos y escondidos que las imágenes recreaban, a pensar, poco a poco, que después de todo su vida no era tan horrible. Sin abandonar en ningún momento su vehículo reglamentario, sin haber ingerido una gota de alcohol, sin dejar de observar cuanto de anormal pudiera ocurrir a su alrededor, Mariano se demoró en la lectura de aquellas páginas fieles y perdió la noción del tiempo.
Se fue acercando la hora de la salida de los niños del colegio, y Mariano, pendiente del reloj, empezó a sentirse incómodo. Siempre le ocurría cuando, mientras ojeaba su revista, veía aproximarse a través del parabrisas empañado a los grupos de jóvenes madres con los escolares de la mano.
Arrancó el motor de su vehículo y se dirigió hacia la rotonda de salida a la autovía, decidido a comenzar, esta vez sí, su labor de vigilancia.
Pasó por delante de la fachada del Museo de Arte Contemporáneo. Uno de estos días me tengo que animar a conocerlo, musitó para sí mismo, como solía hacer cada vez que contemplaba las vidrieras multicolores refulgiendo al sol de mediodía. Continuó circulando por el paseo paralelo al río, sombreado por los árboles, todavía resbaladizo por el hielo. Y Mariano, que aborrecía el hielo desde su primera infancia, aminoró la velocidad, mientras sentía un escalofrío que le recorría la espalda. Yo no estoy bien, pensó, este frío no es normal. Le embargó un mal presentimiento, una necesidad inmediata de entrar en calor, de levantar el ánimo de alguna manera, olvidados ya por completo los efectos beneficiosos del café y la tortilla del desayuno. Pasó por el aparcamiento en batería que tanto le gustaba, debajo de la agradable chopera que tan buenos momentos le había deparado, y no pudo resistir la tentación de volver a estacionar y continuar contemplando su revista.
Aquellos álamos todavía descarnados, aquellas aguas heladas fueron lo último que vio Mariano. Tristemente, ceder a la tentación le costó la vida. Quizá fue feliz en sus últimos momentos. Se relajó todo lo que pudo, a pesar de que las circunstancias no eran propicias. Recorrió con detenimiento cada una de las familiares páginas, se dejó llevar por la imaginación e intentó con todas sus fuerzas olvidarse, aunque sólo fuera durante unos momentos, de la amarga realidad. Algo, que a la sazón, consiguió.
Pero el destino quiso que Mariano empujara inadvertidamente con su muslo derecho la palanca de cambios. Desgraciadamente, en ese preciso momento los reflejos corporales de Mariano estaban, en cierto modo, disminuidos, y él jamás había destacado por su capacidad de reacción ante los imprevistos. El hielo que todavía cubría la calzada, a pesar de lo avanzado de aquel mediodía de invierno, y la ligera pero suficiente inclinación del terreno hacia el río hicieron el resto.
Mariano casi no se dio cuenta de nada. Sucumbió en un abrir y cerrar de ojos, sin saber muy bien lo que ocurría, sin oponer prácticamente resistencia, braceando apenas, en las heladas aguas del Bernesga.
Isabel O.
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