- ¡¿Importante?! – exclamó el hombre como sorprendido por la pregunta. Luego añadió con tono dramático: – Es nuestra última oportunidad.
Estaban de pie en el vestíbulo. La mujer trataba de colocar bien el abrigo y la bufanda al hombre, que no paraba de moverse.
- Seguro que tenemos suerte – le animó la mujer.
- ¡Más nos vale!
- Pero no te pongas muy nervioso, ¿me lo prometes?
“Te lo prometo” contestó el hombre. Había abierto la puerta del piso. En la escalera reinaba el silencio. La luz de la caída de la tarde penetraba por una pequeña ventana y dibujaba un recuadro amarillento en el suelo. El hombre cogió el ascensor. El ruido del mecanismo ronroneó durante unos segundos. Cuando cesó, la mujer se asomó por el hueco de la escalera.
- Y no te quites la bufanda que hace mucho frío – gritó la mujer.
Esta vez el hombre no contestó. La mujer siguió asomada hasta que oyó el golpe de la puerta del portal; entonces suspiró y entró en el piso. Cerró el armario del vestíbulo y se dirigió a la sala de estar. La televisión, encendida pero sin sonido, mostraba imágenes de hombres en camiseta y pantalones cortos detrás de un balón. La mujer sonrió, se sentó y cambió de canal. Escogió uno que daba imágenes de parajes naturales. Le gustaban aquellos paisajes de ríos estrechos, de valles encajonados, de laderas empinadas pobladas de bosques, de paredes rocosas cubiertas en las altas cumbres de mantos de nieve. Si antes había sonreído como una madre ante las travesuras de un niño, ahora sonreía como una muchacha. Recordaba las excursiones que hiciera con su marido en los tiempos en que empezaban a ser novios, apenas tres años atrás. Habían caminado por riberas similares, aturdidos por el fragor de las aguas jóvenes y bravas; habían explorado valles y bosques semejantes, avanzando, retrocediendo, subiendo, bajando, según lo abrupto del terreno o lo espeso de la vegetación les cerrara o les abriera el paso; incluso habían ascendido cumbres parecidas por caminos empinados, estrechos, pedregosos, de excitantes vértigos. Su sonrisa se amplió con hoyuelos de travesura, cuando la imagen de un gran roble junto a una cabaña de montaña le trajo a la mente la primera vez que hicieron el amor. “¡Eso sí que eran buenos tiempos!” exclamó de repente. Se asustó al oír el sonido de su propia voz. No era que temiese hablar a solas porque lo creyera síntoma de locura. Desde niña había tenido esa costumbre y de mayor la había conservado sin que nunca le hubiese preocupado lo más mínimo. Por el contrario, le gustaba hablar en voz alta consigo misma. Le ayudaba a pensar, a concentrarse, a realizar con más empeño y eficacia las tareas que en cada caso le ocuparan. No, no era eso. Era que últimamente temía lo que se pudiese decir. No se le escapaba que, hasta cierto punto, ese temor era absurdo. Después de todo, su voz era suya y ella era ella, ¿qué se podía decir que ya no supiese? Aunque, por otro lado, ¿no sería ese precisamente el problema? Siempre había respetado mucho las palabras. Para ella no eran simples sonidos con significados más o menos precisos, más o menos importantes; para ella, cada vez que una palabra salía de la boca de alguien, se convertía en un ser invisible, pero activo, que permanecía ya para siempre en la vida de los que habían hablado y escuchado, bien como ángel, bien como diablo.
Apagó la televisión, se levantó y salió al vestíbulo. Fue recorriendo el piso de setenta metros cuadrados, habitación por habitación. Primero la cocina, amplia, luminosa, con todos los electrodomésticos recién estrenados: la cocina con horno, el frigorífico de tres estrellas, el microondas inteligente, el calentador estanco, y los armarios tan cómodos, chapeados con melamina imitación a cerezo, a juego con la mesa y las cuatro banquetas; después el baño, de dimensiones demasiado reducidas para su sueño de una bañera de hidromasaje, aún más empequeñecido por la imprescindible presencia de la lavadora pero, al fin y al cabo, limpio y funcional; luego, la futura habitación de los niños, todavía sin amueblar, mucho dinero todo de golpe, utilizada a la sazón como trastero y cuarto de la plancha; por último, su orgullo, el dormitorio, donde había desarrollado, sin más trabas que las dimensiones, sus particulares gustos decorativos. Las paredes, de un suave tono gris perla, roto por media docena de litografías de cuadros abstractos e impresionistas, contrastaban con los muebles: la cama de bancada invisible y sin cabecero, con una gran plataforma color ébano; las mesillas en el mismo color, con soportes livianos y detalles en acero; el armario de puertas correderas estilo japonés; la cómoda ancha, sencilla, bajo un gran espejo de marco color ceniza. La mujer entró en el dormitorio y acarició las hojas del Ficus y las ramas colgantes de la esparraguera que daban una pincelada de verde vivo a ambos lados de la ventana. Apoyó la frente en el cristal y miró al exterior. La nueva urbanización languidecía en una quietud descarnada. Los bloques de pisos, simétricamente distribuidos, parecían darse la espalda, como absortos en la reflexión sobre su propio sentido. Filas de árboles jóvenes, clavados como delgados mástiles desnudos, pugnaban por enraizar en las tiras de tierra que flanqueaban las amplias calzadas y aceras. Había unos pocos coches aparcados; y las farolas, altas y estilizadas, aún esperaban su hora. La mujer se apartó de la ventana, se giró con brusquedad y contempló por unos segundos el alegre colorido de los cojines coquetamente distribuidos sobre la cama estilo Zen. “¡No!, ¡no!, ¡no!” gritó de repente como tratando de contener con aquella triple negación las palabras que pugnaba por salir de la garganta. Casi corriendo salió del dormitorio y volvió a la sala de estar. Se sentó y trató de concentrarse en la respiración. Los minutos pasaban lentamente, de puntillas, como temerosos de romper el silencio. La presión en la garganta fue desapareciendo poco a poco. Sumida en la creciente oscuridad, la mujer miraba el vacío. En el exterior, a las farolas ya les había llegados su hora e iluminaban, con una luz todavía amarillenta, a un hombre y un perro que pasaban junto a un gran cartel de promoción inmobiliaria.
Eran las diez de la noche. La mujer acababa de hacer la cena. Oyó el ruido del ascensor, la llave deslizándose en la cerradura, la puerta abriéndose y cerrándose, los pasos en el vestíbulo. Esperó sonriente. El hombre apareció en el umbral de la cocina. No se había quitado el abrigo y llevaba la bufanda en la mano. Tenía los hombros hundidos y la cabeza baja.
- ¿Qué ha pasado? – preguntó ansiosa la mujer.
El hombre dio un paso; levantó la cabeza; su rostro era una caricatura de la desolación.
- ¿No ha habido suerte? – volvió a preguntar la mujer, dando a su vez un paso.
El hombre negó y se cubrió la cara con la mano que sostenía la bufanda. Sus hombros comenzaron a agitarse, contenidos.
- No te preocupes – trataba de consolarlo la mujer, sinceramente preocupada por el disgusto de su marido.
La agitación de los hombros crecía por momentos.
- Seguro que la próxima vez…
De pronto, desde detrás de la mano, brotaron unas carcajadas incontenibles. El hombre descubrió el rostro y exclamó:
- ¡Ha sido grandioso!, ¡épico!, ¡histórico! Nunca agradeceré bastante a Esteban que me haya invitado.
- Entonces, ¿habéis ganado?
“Sí, tonta, sí: ¡hemos ganado!” proclamó con entusiasmo el hombre, enarbolando la bufanda. Luego, se abrazó a la mujer y la llevó bailando todo a lo ancho y largo de la cocina.
- En el tiempo de descuento, mi niña, en el tiempo de descuento metimos el gol.…
Siguieron bailando. Giraban y giraban en torno a la mesa. La mujer se dejaba llevar, se apretaba contra él, reía. Cerró los ojos. Pegado el rostro al pecho del hombre sentía los latidos, la respiración que acariciaba su cabeza; agarrada con fuerza, sus pies apenas tocaban el suelo. Aguas bravas y jóvenes. Valles y bosques. Cumbres. Vueltas y más vueltas. Un roble. Una cabaña. Volaba.
Al cabo, exhaustos y jadeantes, se separaron y se dejaron caer en las banquetas. Mientras recuperaban el aliento, se miraron sonrientes, en silencio, todavía las manos enlazadas. Cuando sus respiraciones se aquietaron, el hombre comenzó a contar los pormenores del partido. Ella lo escuchaba sin prestar atención a sus palabras. Se dejaba llevar por la música de su voz, disfrutando por adelantado del momento en que él terminara y ella, como si nada pretendiese, lo condujera adonde ya cada poro de su piel deseaba y abría. El hombre continuaba narrando el encuentro. Con tono sesudo y didáctico, habló de la disposición táctica de su equipo: la defensa adelantada y en línea, la superioridad numérica en el centro del campo, la subida de los laterales, la presión asfixiante de los delanteros, el buen trato del balón. Lamentó las múltiples oportunidades perdidas; citó con tintes proféticos la vieja verdad futbolística de “quien perdona, pierde”; recordó estremecido como a diez minutos del final el equipo contrario les cogió en una contra y a punto estuvo de marcar... Entonces el hombre se interrumpió y se puso en pie. Tras unos segundos de calculado silencio, continuó su relato con énfasis apasionado. Se movía y gesticulaba, representando dramáticamente sus palabras.
- ¿Te imaginas? El empate nos llevaba a segunda… y el balón que no quería entrar y el reloj que corría y corría como una liebre… Entonces, el muy hijoputa del cuarto árbitro saca el luminoso y ¿lo querrás creer?: ¡sólo añade dos minutos!, ¡dos míseros minutos, cuando por lo menos tenían que ser cinco! ¿Te das cuenta?: ¡sólo dos puñeteros minutos nos separaban del abismo de segunda! ... Había que dar el último arreón, atacar con todo. Los disparos desde fuera del área, los centros a la olla se sucedían pero ellos, colgados del larguero, eran como un frontón. ¡Ya solo quedaba un minuto!, ¡un solo minuto!... Entonces, un defensa suyo saca el balón de la raya y lo manda a corner. Es nuestra última oportunidad, suben todos al remate ¡hasta el portero!, en la grada se produce un silencio estremecedor, la tensión es insoportable, Gandarillas saca al primer palo, Quique la peina y Cagigal solo en el segundo palo remata, y ¡¡¡Gooooooolllllll…!!!
Y el hombre levanta los brazos, agita la bufanda, corretea por la cocina. La mujer ríe y aplaude. Tras dar unas cuantas vueltas, el hombre se detiene en el mismo sitio de antes. Aún enarbola la bufanda y sonríe por unos segundos, pero, poco a poco, los brazos caen y el rostro se vela en un progresivo silencio. Sus ojos están inmersos en un punto donde no puedan encontrar la mirada de la mujer, que ya no aplaude, ni ríe. La bufanda pende de la mano, toca el suelo, movida apenas por un ligero temblor. Los labios también se estremecen y el ceño fruncido marca en la frente dos arrugas paralelas. De pronto, como si volviera de ningún sitio, como despertado por un resorte, con tono febril y el rostro descompuesto, el hombre vuelve a contar ese último minuto. Y de nuevo finge ser Gandarillas oteando el área desde el banderín, haciendo el gesto secreto con la mano, golpeando el balón con la zurda y el interior del pie; de nuevo simula que es Quique saltando, moviéndose, fajándose, saliendo disparado hacia el primer palo para peinar el balón; de nuevo es Cagigal, desmarcado en el segundo palo, rematando a placer, alzando los brazos, celebrando el gol. Y, ante la mirada ya alarmada de la mujer, el hombre aún se aferra por tercera vez a su relato. Ahora lo repite inmóvil, sin un gesto, sin una inflexión en la voz, con la mirada perdida en el vacío, hasta que el grito de gol se le ahoga en la garganta. Entonces se derrumba en la banqueta y sume el rostro en las manos, la cabeza vencida a las rodillas.
La mujer, paralizada, le contempló en silencio por unos segundos. Luego, con tono lleno de temor, le preguntó:
- ¿Qué te pasa?
El hombre no contestó. Y ella lo prefirió así: que callara, que no respondiese ni en un minuto, ni en una hora, ni en el día siguiente, ni en todos los días siguientes. Sí, lo prefería de esa manera… sin embargo, volvió a preguntar:
- ¿Qué te pasa?
Y el silencio todavía duró un poco más. Y la mujer se agarró, se apretó y se dejó llevar por él. Y en ese breve tiempo detenido creyó escuchar el fragor de aguas bravas y jóvenes, el tremolar de las hojas, el viento de las cumbres, los chasquidos del roble y los quietos susurros de la cabaña. Pero entonces el hombre habló.
- ¡¿Qué me pasa?! ¡Qué crees que me puede pasar! – exclamaba, descubierto el rostro, mirando con fijeza a la mujer – ¡Qué absurdo!, ¡qué estúpido y absurdo soy! ¡Qué me importan a mi Gandarillas, Quique, Cagigal y todos los goles del mundo! Nosotros sí que vamos a bajar a segunda; nosotros sí que estamos en el tiempo de descuento. Dos semanas, sólo quedan dos semanas y para nosotros no habrá gol en el último minuto, ¿entiendes?, ¡no lo habrá!
La mujer percibió entonces su bullir en la garganta. Sintió su sabor amargo, la quemazón en la lengua, el empuje brutal con el que pugnaban por salir. Apretó los dientes, cerró los labios, se llevó las manos a la boca. Pero nada pudo. Las palabras saltaron, inevitables, una por una, en toda su extensión y exacto significado:
- Vamos a perder el piso, ¿verdad?
El hombre se levantó y se fue. La mujer oyó el golpe seco de la puerta del dormitorio. Sola, en la cocina, supo que ya estaban allí. En el piso. Invisibles y vivas, entre ellos.
Ricardo Uriarte
LO NUEVO SI VIEJO, DOS VECES VIEJO
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En cada cultura y en cada época hay palabras que gozan de más prestigio que
otras. Estas palabras selectas tienen un gran carisma. Por un lado, poseen
el...
Hace 9 años
Sorprendente final para un cuento que, como siempre, está muy bien escrito, te mantiene interesado de principio a fin, y aborda en tono ligero un tema que no lo es en absoluto. Sorprendente también la capacidad de Ricardo Uriarte para iluminar este rincón cada semana.
ResponderEliminarBien descrito. Bien desarrollado. La lámpara se ha ido encendiendo poco a poco, con una luz tenue, primero, que se hacía más intensa ... para, al final, fundirse y confundirse con la luz del día.
ResponderEliminarLa tercera
Perdón: que se hace
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