domingo, 28 de febrero de 2010

Recordando a Jorge

Se acordó de Jorge. Acodado en la barra de la cafetería del Hotel Central, algo decadente ya por entonces. Su cabeza sobresaliendo por encima de las demás cabezas, sentado en el taburete de cuero del rincón más oscuro. Delgadísimo, con su traje gris desgastado un poco corto de pierna, dejando al descubierto los calcetines de rombos y dos pequeños trozos de carne muy blanca. Siempre pendiente de su llegada, esperando prudentemente a que ella tomara asiento y se acomodase del todo frente a él, antes de llamar al camarero para poder pedir los dos juntos. Cariñoso, afable, vanidoso, así era Jorge. Casado y con hijos mayores, sus sólidas convicciones morales solían ocasionarle algún que otro remordimiento de conciencia cada vez que se veía con ella en la habitación de aquel hotel algo rancio, pero no le duraban demasiado. Jorge era un hombre de otro tiempo, con ideas muy particulares acerca del presente, infatigable conversador, una joya comparado con el resto.
Así le recordaba mientras conducía despacio, con la ventanilla abierta y la música muy baja haciéndole compañía. El verano terminaba, y el aire que respiraba olía a tierra mojada. La tormenta había quedado atrás, y aunque seguía lloviendo, el cielo se iba aclarando poco a poco al acercarse al mar; y a lo lejos, podía ya vislumbrarse la ciudad. Pequeña, clara, despejada de nubes, tentadora a aquella hora de la tarde.
Estaba contenta. Todavía conservaba en el cuerpo la sensación placentera del masaje de la mañana, los músculos relajados y la piel suave. Y el vacío que le había dejado en el pecho la llamada desde el hospital, justo antes de la comida, confirmándole que después de haberlo deseado durante tanto tiempo, de haber llegado a pensar que aquel momento no llegaría nunca, la analítica había resultado, por fin, completamente normal.
Contenta no era la palabra. Sentía como si le hubiesen quitado de pronto una losa muy pesada del centro del estómago, y no supiera que hacer con el hueco. Quizá todavía tenía que acostumbrarse.
Había salido al encuentro de Jorge con tiempo de sobra, para poder demorarse en el camino, conducir distraídamente siguiendo la carretera de la costa, saboreando aquella sensación de levedad tan desconcertante. Aún tronaba a lo lejos, muy por detrás de ella. De pronto, al doblar una curva, el mar se dibujó ante sus ojos. Inesperado, perfecto. Entonces sí lo sintió de verdad. Un agradecimiento hacia no sabía quien, una alegría plena por poder vivir ese momento. Por poder disfrutar de aquel atardecer que ya comenzaba, aunque tuviera que ser precisamente en compañía de Jorge. Fue consciente de esa sensación, la disfrutó con intensidad durante unos segundos, aspiró profundamente el aire con olor a tierra mojada que entraba por la ventanilla entreabierta. Pero esa especie de felicidad casi física, imposible de mantener durante mucho tiempo, se fue desvaneciendo.
Entonces fue el miedo el que la inundó poco a poco. El miedo a perder esa calma que todavía sentía, a la desgracia, a tener que vivir otras muertes como las que ya había vivido. El miedo a la soledad, al fracaso, el miedo a la enfermedad. A la suya, a que volviera, pero también a otras nuevas, todavía desconocidas para ella.
Tampoco el miedo duró mucho. Cuando llegó a la ciudad, acogedora, que empezaba a iluminarse para recibir el último fin de semana del verano, logró quitárselo de la cabeza.
La mujer estacionó su coche en el aparcamiento del Hotel Central. Se perfumó de nuevo y se retocó en el espejo retrovisor. Jorge la esperaba. Jorge, el único que no había salido huyendo. El único que había continuado en contacto con ella, que se había ocupado de telefonearla para conocer la evolución de su enfermedad. Que la había llamado como un amigo llama a una amiga. Y es que Jorge no era para ella sólo un cliente. Era, también, su único amigo.
Tomó el ascensor en el piso subterráneo y accedió por fin a la cafetería, tan añeja como la recordaba. Enseguida le reconoció. Algo mayor que entonces, con su eterno traje sastre de color gris, esta vez sin corbata, con el trozo de carne tan blanca del cuello al descubierto. Sonriéndola, en una mesa del fondo, entre el barullo de grupos de ancianas que hablaban muy alto y hacían tintinear sus pulseras cada vez que se llevaban a los labios la taza de chocolate. Tan tiernas como Jorge.
Él la miró mientras se acercaba, por detrás del humo denso de los cigarrillos que flotaba en el aire. Ella, aún desde lejos, creyó atisbar en su mirada algo parecido al cariño, y emocionada, avanzó hacia él radiante, segura, sonriente. Intentando prolongar esa placidez todo el tiempo posible, queriendo olvidarse de que, inevitablemente, más tarde o más temprano, el miedo acabaría por volver.

Isabel O.

1 comentario:

  1. Por como esta narrado, consigue transmitir el miedo que subyace o sobrevuela en la protagonista, un miedo que intenta olvidar dejándose llevar por el olvido de ella misma.

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