sábado, 30 de enero de 2010

Cerdos

A las cinco de la mañana, la madre de Manuel entró en el cuarto. Le tocó en el hombro con suavidad. Manuel se levantó de un salto, se vistió rápidamente y se lavó los ojos a oscuras en la pila de la cocina.

A través de la ventana, distinguió la silueta de su padre arrancando la moto, recortándose contra la luz de la farola, un poco desdibujada por la niebla.

Subió a la moto detrás de su padre. Avanzaron bostezando por la carretera, sin hablar y sin rozarse, sorteando baches y a algún que otro perro madrugador. Manuel, con la espalda derecha y mirando hacia el mar, contaba las curvas que faltaban para llegar a la ciudad, y deseaba que no se acabaran nunca. El mar no podía verse en la oscuridad, pero sí respirarse, y escucharse desde muy cerca.

Seguía siendo de noche cuando llegaron. Otros obreros bostezaban al paso de la moto, sin levantar la vista del suelo, camino de la Fábrica de Embutidos que daba de comer a media ciudad. La Fábrica de Embutidos siempre había estado donde estaba, era el orgullo de la comarca y pertenecía a la misma familia desde que todo el mundo podía recordar.

El padre aparcó la moto delante de la Fábrica. Empezaba a amanecer, y las últimas luces de las calles se iban apagando, mientras se iluminaban las primeras ventanas del viejo edificio de ladrillo. El portón de entrada, tan grande que ocupaba casi media manzana en toda su longitud, todavía estaba cerrado. Sin embargo, las chimeneas llevaban ya muchas horas humeando a pleno rendimiento.

Manuel cogió el termo, el hule y la bolsa de los bocadillos. Padre e hijo fueron remontando la ladera, a buen paso el uno, renqueando el otro y haciendo alguna parada de cuando en cuando. Se sentaron en el alto sobre la hierba mojada, después de haber extendido el hule de plástico negro carcomido por los bordes. Todavía tenían media hora.

Poco a poco, la niebla se fue disipando. Despacio, la luz del sol fue mostrando los detalles de aquella cara de la ciudad que tan bien conocían los trabajadores de la Fábrica de Embutidos, que veían amanecer cada mañana por la carretera de la costa, y volvían hacia sus casas cuando empezaba a anochecer.

Frente a ellos, en el barranco, empezaban a distinguirse los perfiles de las gaviotas, sobrevolando la montaña de basura sin descansar nunca. Después de tanto tiempo, el padre de Manuel ya no las oía, pero sí Manuel, aunque poco a poco había conseguido comportarse como si no las oyera. El mar seguía estando muy cerca, pero desde allí nadie hubiera podido escucharlo, ni respirarlo, ni imaginarlo.

Un día más, el padre desplegó su servilleta sobre las rodillas, y la de Manuel sobre las suyas. Se sirvió un café en el vaso del termo, y ofreció a Manuel su bocadillo de chorizo. Manuel empezó a morder sin hablar, pensando lo de todos los días. Bocadillo de chorizo para desayunar, patatas con chorizo para comer, choricillos fritos para cenar. Sin querer, se le fue la vista hacia el barranco.

Algo nuevo, vivo y sonrosado se recortaba contra la montaña de basura, entre la mancha blanca de pájaros y el negro fugaz de las ratas grandes como gatos. Puede que fueran más de cien cerdos adultos, gordos, lustrosos y todavía felices, correteando con alegría entre los montones humeantes de desperdicios. Frutas descompuestas, espinas de pescado con sus cabezas, calcetines, aceites requemados en infinitas frituras, esqueletos de pollo, libros que ya nadie leería, lo que quedaba de ciertos perros y gatos arrojados allí por sus dueños, algún cochecito de bebé, masas de despojos carbonizados procedentes de la Fábrica, todo cubierto por un tenue velo de plumas de gaviota.

Dicen que lo que no mata engorda, insinuó Manuel pensativo, y se atragantó al decirlo con un trozo de bocadillo.

Tú come y calla, niño, contestó el padre preparando la petaca para echar el primer trago de coñac de la mañana. Esta gente sabe lo que se hace.

En ese momento se escuchó la sirena de la Fábrica. Había que prepararse para entrar. Manuel envolvió lo que le quedaba de bocadillo en el pañuelo y se lo metió en el bolsillo. Recogió el hule y el termo y se levantó con desgana, mirando a su padre a la cara como si esperase algo de él.

Toma un poco de esto, anda, fue la única respuesta. Ya sabes que ahí dentro hace un frío de muerte. Y le ofreció la petaca.



Isabel O.


miércoles, 27 de enero de 2010

EL CAFÉ

Se apoyó en la barra y pidió un café. El bar calentito con su olor a tostadas turruscantes y señoras perfumadas le resultó acogedor. Un café, ¡qué ganas!, para quitar el frío y degustarlo con calma. Vio venir al camarero con su café en la mano y la jarrita humeante de leche en la otra, y el espectáculo le hacía relamerse y darse cuenta de lo feliz que era. A mitad de camino, otro cliente, de voz chillona y aspecto dicharachero, interpeló al camarero que como un ángel se acercaba: “Arturo, ¡dichosos los ojos!” Un oscuro presagio se cernió sobre el inocente café que permanecía inerme sobre el platito. El camarero Arturo y el cliente dicharachero hablaban animadamente, mientras el café hacía las veces de banderín, o de estandarte, en las manos del camarero que lo balanceaba con sus ademanes expresivos: lo subía, lo bajaba, lo utilizaba para señalar... El paradisíaco bar empezó a no tener el mismo encanto. El olor a tostada crujiente se le clavaba en las mucosas con saña, el perfume de las señoras le hacía renegar de todo el género femenino… Un gran interrogante empezó a formarse dentro de él: “¿Le llamaré la atención? ¿Le avisaré amablemente? ¿O más bien me acerco y le espeto un insulto?” Arturo, el camarero, iba cambiando de aspecto. Ya no era un ángel que traía un maravilloso café como ofrenda. Empezaba a convertirse en un despreciable diablo de tercera que agitaba en el aire un café cada vez más tibio, más espeso, más insípido. Y el cliente dicharachero entre la bruma maligna de la barra adquiría la apariencia de un Satanás manipulador. Crecía su malestar interior a medida que el café, abandonando en esas inconscientes manos, perdía todo su atractivo. Y finalmente, cuando Arturo, el ángel caído, lo colocó delante de él sobre la barra, su sistema digestivo, inundado ya de bilis, le hizo decir:
-Mejor dejemos el café. Tráigame una manzanilla.

lunes, 25 de enero de 2010

¡VAYA USTED A SABER POR QUÉ!

Excepto sábados y domingos, hacía mil metros diarios. Como la piscina era olímpica, iba y venía veinte veces. Nadaba alternando los cuatros estilos, aunque el mariposa no se le daba muy bien. No es que le gustase de forma especial la natación, de hecho le aburría un tanto, pero consideraba que era bueno para su espalda. Porque tenía problemas de espalda. En el trabajo pasaba la mayor parte del tiempo sentada frente al ordenador y esto le cargaba las lumbares y las cervicales. Además, la tensión en el cuello le producía frecuentes dolores de cabeza. Por eso evitaba conducir, aunque se veía obligada a coger el coche para traer y llevar a sus dos vástagos al colegio. Gracias a Dios y a un buen pico de su sueldo, tenía una chica ecuatoriana que hacía la comida, limpiaba la casa y cuidaba de los niños hasta que ella volvía al hogar a eso de las nueve de la noche. Esto le permitía ciertas libertades y así, después de la natación, iba los lunes a clases de inglés, los martes a cerámica, los miércoles a tai-chi, los jueves al cine o al teatro con las amigas y los viernes a cenar y ayuntar con su amante. Todo ello, más algún canguro y las clases particulares de sus hijos, le llevaba otro buen pico de su sueldo. Las clases de guitarra y kárate para el niño y las de piano y danza para la niña eran cosas del padre. Los sábados los dedicaba a lavar la ropa, ordenar armarios, hacer la gran compra en el hipermercado y educar con gran empeño y desesperación a sus asilvestrados vástagos. Eso sí, los domingos, después de comer, su ex-marido se llevaba a los niños y ella quedaba libre por completo en el hogar, dulce hogar. Entonces se dedicaba a su verdadera pasión: la lectura de novelas. Se preparaba un té verde sin azúcar, encendía una vela aromática, ponía una música suave, se arrellanaba en el sillón ergonómico y abría el libro. A los diez minutos, ¡vaya usted a saber por qué!, dormía profundamente. Y seguía durmiendo hasta que sus hijos volvían a la noche, alborotados y atiborrados de los mil caprichos que les había dado su papá.

Ricardo Uriarte

domingo, 24 de enero de 2010

MONTE PERDIDO


“Tambaleándose fuera, en lo abierto… Como si ya no necesitara un nombre para estar perdido. Escucha pacientemente la luz volviendo a él. Pacientemente la luz le absuelve”
(Jaques Dupin, Canciones del Rescate)


“Los hechos que voy a relatar acontecieron en julio de 1953, durante una de las grandes marchas que la Escuela Militar de Montaña realizaba todos los años durante el verano. Tenían un mes de duración, y en ellas los aspirantes a mandos a tropas de montaña se ejercitaban para poder conseguir su título de profesores de montaña, escalada, y esquí posteriormente.”
El joven cabo primero de la Compañía de esquiadores y escaladores forma parte del pelotón que acompaña a un grupo de alumnos de los cursos. Han dormido en una campa cerca de la ermita de Pineta. Su objetivo, llevar a los alumnos al circo de Marboré.
“La noche había sido plácida: cielo azul marino, estrellas a millares y una gran sensación de paz allá arriba por encima de los murallones de piedra, que subían hasta el cielo para sujetar a los altos colosos de hielo y su potente belleza. (…) Amaneció con una explosión de luces una mañana limpia y luminosa; arriba y a la izquierda, la cadena de Monte Perdido, y enfrente la gran muralla del fondo del valle, por donde discurría la fantástica senda que nos conduciría al circo de Marboré y Tuca Roya.”
Es día de descanso para el pelotón y los alumnos, y durante la mañana, mientras hacen planes sentados en la hierba, cuatro oficiales –dos capitanes de la Compañía y dos tenientes, todos bien conocidos por ellos-, equipados como para una gran escalada, pasan por el campamento. Van a hacer la cara norte del Monte Perdido, y ésta es su ruta de aproximación. El corazón del cabo primero se llena de deseo y admiración, está tentado de pedir que les dejen acompañarles, a él y a su compañero de cordada, pero no se decide ¡Hay demasiada distancia jerárquica! Con ellos parte, en cambio, un grupo de oficiales de los cursos como acompañantes visuales y de posible ayuda.
Sigue un día tranquilo en aquel lugar que se le antoja un paraíso. “…El río tenía el fresco aroma de los torrentes de montaña y la alegría del sol jugando entre la fronda formaba una paleta de luminosos verdes, maravillosos.” El cabo primero no deja de pensar en esa magnífica escalada en el glaciar del Monte Perdido que sueña con hacer algún día.
A la mañana siguiente la columna se pone en marcha. El paisaje, nuevo para él, le hace sentir una gran alegría “aunque estaba encajado en una unidad de combate me sentía libre y absorto, como encantado y disfrutando del sol, el cielo azul y el paisaje lleno de luz y de colores que hacían que mi alma volara en una romántica libertad”. Pasan junto al torrente que cae desde más de mil metros de altura por el muro de fondo del valle. Ruido atronador y agua pulverizada llena de fuerza. Van ascendiendo por el camino que trepa por la montaña, que se enturbia a veces con nieblas transparentes. Se siente feliz.
De pronto, unos tramos más arriba, unos alumnos de los cursos aparecen bajando tan precipitadamente que a cada momento tropiezan, incluso alguno rueda varios metros. Gritan que la cordada de los oficiales ha caído con un alud al derrumbarse la cascada de serac, y que dos de ellos han quedado colgando a media pared. Alarmado, el cabo primero envía a dos soldados en busca de material de escalada a la compañía de esquiadores que sube cercana a ellos, y después corre durante mucho tiempo, junto a sus compañeros, hasta que llegan a la gran extensión glacial a los pies del Monte Perdido, jadeando, agotados. “…el lugar del accidente, la cara norte de Monte Perdido, con su gigantesco desplome, estaba a la vista. No era bella como la había imaginado, su cascada de hielo era como una visera oscura que sobresalía varios metros de la vertical. A medida que nos acercábamos su altura crecía y crecía, y se escuchaba un impresionante crujido del coloso de hielo. Caían bloques continuamente y sus estallidos al chocar entre sí eran espeluznantes, llegando a ahogar el ruido del agua que corría en el interior del glaciar”
Suben deprisa hacia la pendiente de hielo, y escuchan, apagados por el tremendo rumor, los gritos estremecedores de uno de los capitanes, que cuelga muy arriba, cabeza abajo, dejando un reguero de sangre por la pared blanca. Al pie de la pendiente, semienterrados en la nieve, están los dos tenientes, a poca distancia uno de otro. Uno de ellos con la frente partida y la cara llena de sangre, que tiñe su anorak blanco. El otro, enterrado en la nieve hasta las caderas y también ensangrentado. Del otro capitán no hay ni rastro. Sólo un extremo de la cuerda, que se pierde en el informe montón de nieve y bloques, puede dar una esperanza de encontrarlo. El cabo primero y uno de los tenientes de la compañía, amigo suyo, forman cordada y salen dispuestos a sacar de allá arriba al capitán accidentado. Saben que tardarán mucho en llegar. Abajo quedan los demás para ocuparse de los heridos. El cabo primero, montañero más experimentado, abre marcha. El teniente le sigue y asegura. Bien equipados con material traído por los cursillistas, se calzan los crampones, empuñan sus piolets y emprenden la escalada. El cabo primero se lanza en cabeza por una fisura entre la piedra y el hielo, sobre una gigantesca laja de agua congelada adherida a la roca. Quieren llegar al gran desplome y hacer un paso horizontal hacia la izquierda, por debajo de la enorme visera bajo la que está el capitán. Quizás aún esté vivo cuando sean capaces de llegar hasta él. Avanzan durante mucho tiempo clavando el piolet, mordiendo con los crampones, arañando con las manos desnudas, adentrándose debajo del gran techo crujiente, azulado y lleno de grietas. El agua del deshielo les empapa, cayendo como una lluvia desde el feo y tétrico techo de hielo que tienen encima y convirtiendo su ligero uniforme de verano -camisa y pantalón corto- en una mortaja helada que merma sus facultades. Luce el sol con fuerza, pero no llega hasta la tenebrosa cara norte del Monte Perdido, donde se encuentran. “Continuamente caían bloques de todos los tamaños rebotando por todas partes, chocando con todo y partiéndose en mil pedazos, creando un ambiente surrealista, aterrador. Pero había que subir a toda costa pese a todos los peligros evidentes, porque allí estaba nuestro capitán necesitando nuestra ayuda. Y como música de fondo de aquel infierno, el crujido del glaciar que parecía se fuera a derrumbar de un momento a otro”.
Muy arriba, después de varios largos de cuerda y tras detenerse a poner una clavija para asegurar la subida del teniente hasta él, al inclinarse para recoger la cuerda, el cabo primero hace un macabro descubrimiento: a unos metros por debajo de él, fuera de la diagonal por donde ha subido, ve la espalda y el brazo del otro capitán, que está encajado en la pared de hielo cara hacia dentro y rodeado de sangre. Desciende hasta él en un precipitado rápel, y, al liberarlo con el piolet del hielo que lo rodea, descubre que todos los huesos de su cuerpo están triturados: el alud lo ha machacado contra una pequeña repisa. Pasa con cuidado una cuerda alrededor del cuerpo destrozado y lo hace descender hasta su compañero. Los demás oficiales escaladores llegan enseguida a ese punto, y el comandante capellán, despreciando el rugido del glaciar, le da los últimos auxilios. “Este fue un momento emocionante que se me quedó grabado para siempre y aún hoy me llena los ojos de lágrimas.”
En mitad de la vertical, los oficiales recién llegados y la cordada del cabo primero intercambian impresiones para decidir lo que procede hacer en esos momentos. Cabe aún la esperanza de que el otro capitán esté vivo, es imprescindible continuar, de modo que en muy pocos minutos la cordada del cabo primero y su compañero reemprende su ascensión en diagonal hacia él, a pesar del inminente derrumbe de la visera de hielo. Se les ha incorporado un teniente de los alpinos italianos, y les sigue otra cordada compuesta por oficiales de su compañía, pero uno de los sargentos cae, hace un gran péndulo en el aire lesionándose fieramente, y la cordada entera tiene que abandonar. Siguen los tres ahora solos. El teniente italiano, de mayor graduación aunque parecida experiencia en escalada en hielo, ha desplazado al cabo primero en la cabeza de la ascensión. Él lo acepta decepcionado, sabe que es perfectamente capaz de realizar la labor de guía debido a su gran experiencia, pero “una orden es una orden, y más en aquellas circunstancias.” Siguen avanzando hacia su objetivo, dispuestos a todo. Tras un lomo de hielo con bastante pendiente, situado a su derecha mirando al abismo, y que parece sujetar todo el techo de hielo sobre sus cabezas, está el capitán. Aseguran al teniente italiano fijando los piolets en la gran grieta bajo el techo, y aquel empieza a pasar clavando las puntas de los crampones en la pendiente helada para llegar hasta el capitán. Mientras, el cabo primero y el teniente español van montando un pasamanos para traer hacia ellos al accidentado. En mitad de su montaje, de repente, la gran masa de hielo acumulada sobre el muro de roca a su izquierda se desploma con un terrorífico estruendo: el lugar donde hace tan poco tiempo se han reunido con los demás oficiales es barrido sin piedad. Durante unos segundos se encogen aterrados, pero rápidamente reemprenden el rescate. Sobre ellos, otro monstruo vertical, extraplomado y crujiendo sin cesar, amenaza con caer también. Corren peligro de morir arrastrados por otro alud, y eso les hace trabajar aún bajo más presión. Van recogiendo cuerda cara al vacío hasta ver aparecer el cuerpo del capitán, muerto ya hace varias horas. “…No podía creer que ese cuerpo desmadejado que estábamos atrayendo hacia nosotros fuera nuestro capitán, amigo de todos, fuerte y valiente, amable; ahora no tenía vida, ni siquiera sangraba por las numerosas heridas, tal como había visto por la mañana al llegar al lugar del suceso.”
El italiano regresa y, temblando los tres de frio y congoja, bajan el cuerpo encordado hasta el pie de la pared, donde esperan sus compañeros. Han logrado su objetivo, rescatar a los capitanes, pero no han podido sacarlos de allí vivos, y la tristeza, la tensión y el terror contenidos durante tantas horas acometen de golpe al cabo primero y al teniente italiano, que sollozan sin poderlo remediar. El teniente español, más entero, les apresura suavemente: no es momento para demorarse. Montan las cuerdas y salen lo más rápido posible de aquel infierno de hielo amenazado de desplome descendiendo en rápel, hasta llegar a la pendiente de rocas y nieve. Corren cuesta abajo, arrastrando el peso de las cuerdas empapadas, hasta que por fin caen rendidos cerca de los compañeros que les esperan. “… Según bajaba corriendo me di cuenta de que no me había quitado los crampones, así que me senté en el suelo para quitármelos pero me fue imposible, mis manos estaban tan heladas que no podían soltar las cintas, me quedé sentado en el suelo con la cabeza entre las rodillas, estaba agotado. Al momento apareció un capitán amigo, que me soltó los crampones y me prestó un jersey de teniente y unas palabras de aliento. (…) Oía voces a mi alrededor pero seguía viendo como en sombras la película del día, el cuerpo destrozado de uno de los capitanes y allá arriba el otro capitán, pendiendo de la cuerda como un muñeco desvalido mientras le bajábamos del hielo. (…) Antes de abordar el camino para bajar al valle de Pineta dirigí una mirada al colgante glaciar siniestro y feo con la luz declinante de la tarde; todavía era de día pero ya no había sol. Era como un monstruo agazapado que miraba con ansia a los que tuvimos la suerte de salir vivos aquel día.”
Un terrible camino de bajada -mil metros de desnivel-, plagado aún de peligros, heridos a los que transportar y agotamiento, les espera. El cabo primero lleva casi a cuestas todo el trayecto de regreso a un alumno herido en la cadera por uno de los bloques de hielo que han llovido continuamente sobre todos ellos durante el inacabable día. Cree alcanzar el límite de sus fuerzas. No obstante, la noche es otra vez maravillosa, llena de estrellas, cuando llegan por fin al campamento. Él la mira, y, entre nebulosas negras que el cansancio y la pena acumulan en sus ojos, piensa en los dos montañeros que han muerto ese día. Muchas noches tan hermosas como ésa le aguardan en su vida, ¿podrá dejar de recordarlos alguna de ellas?
A la mañana siguiente, la caravana emprende el camino hacia Jaca. La penosa, peligrosa operación bajo el glaciar rugiente ha terminado. Los tenientes accidentados están ya a salvo, los capitanes quizá les observan desde lo alto mientras sus cuerpos martirizados son transportados hacia sus tumbas.
“He escalado la cara norte del Monte Perdido años después, aunque no llegué hasta allí por la misma ruta.
Pero todo ha cambiado, hoy apenas queda nada de aquel glaciar infernal en el que sucedió todo aquello.
Quisiera volver a recorrer aquella ruta algún día.
Sé que hay en el balcón de Pineta una gran cruz metálica dedicada a ellos, que llaman La cruz de los Capitanes.
Quisiera subir por el camino desde el valle, abrazarla y rezar por ellos.
No se si podré reprimir un sollozo cuando esto ocurra.

R. A. G., cabo primero de infantería, diplomado por la Escuela Militar de Montaña como profesor de esquí, escalada y alta montaña.”


(A partir del relato autobiográfico titulado “Tragedia en Monte Perdido” firmado por Rodolfo Amorrortu García)

Mar

jueves, 21 de enero de 2010

“El amanuense”

Se sentía vacío. Era un amanuense devoto y extenuado. Desde que nació fue manos, llevaba casi toda la vida escribiendo. Los dedos jorobados y doloridos se lo recordaban constantemente. Apenas podía enderezar, ya, su caligrafía y fue expulsado. Sin piedad ni agradecimiento.
Se sintió morir. Sus manos palidecían a la vez que el resto de él. Las odió con todas sus fuerzas, creyó que le habían robado la vida. Se convenció a sí mismo que para enderezarse debía regresar al punto de partida, al punto en el que aprendió a escribir. “Perdí mi conciencia a manos de mis propias manos, tendrán que ser ellas quienes me la devuelvan antes de que mueran, si no quiero morir con ellas” -sentenció. Acto seguido se empeñó en recordar como empezó su devoción: ...de una forma mecánica los dedos aprendieron a bordar palabras con las más finas plumas, pero copiaban y copiaban y no le dieron opción siquiera a leer lo qué decían esos textos... un día tras otro... hasta la extenuación. Insistió en que tenían que ser esos dedos, los que le apartaron de su más venerada profesión y artífices de ella, los que se la devolvieran... o no... quizá hubiesen tomado un camino equivocado... toda una vida equivocada, qué sería de él en tal caso
–se preguntó. Así, hizo un esfuerzo por abandonar las manos, por no sentir el dolor de sus huesos, por no hacer caso a sus caprichos... por matarlas, sí, estaba harto de que le hurtaran la vida, concluyó que eso era lo que habían estado haciendo. A partir de ahora las mutilaría. Entonces, aprendió a leer como si fuese un niño. A comprender lo que leía como si fuese adolescente, a pensar sobre ello como si fuese adulto. Pero necesitó las manos para pasar las hojas de los libros, para apoyar la barbilla cuando se quedaba anonadado, parar rascarse la coronilla en momentos de duda... y llegó a perdonarlas con la condición de que ahora estuviesen a merced de sus necesidades, consideró que no podía vivir sin ellas después de todo... Decidió que buscaría un nuevo empleo en el que tener pulso no fuese imprescindible, aún era joven y sus brazos eran fuertes. Uhmm... contable, encofrador, arqueólogo, pescador, panadero, barbero... Dejaría de ser amanuense para ponerse en manos de qué, a manos de qué... Al cabo de un tiempo sus dedos deformados fueron enderezando su conciencia. Por fin, identificó su verdadera debilidad: escribir sus propias historias... pero eran las manos las que siguieron escribiendo a su camino de vuelta.. Sus palabras aparecían torcidas, se caían de los renglones, ocupaban los márgenes, las eses se resbalaban de los plurales y se hacían singulares, las o rara vez lo eran, las manchas de tinta estiraban las letras o la misma pluma se las comía, hermosos garabatos que bien podían ser letras de alguna lengua aún no inventada; y sorprendentemente para él, todo ello le pareció divertidísimo, sus ideas parecían volverse locas, sus pensamientos perdían el equilibrio a cada instante, comenzó a reírse muchísimo con sus dedos, con su mano entera, con sus muñecas que realmente ahora sí eran muñecas... de trapo, eran como marionetas temblando colgadas de los hilos de su pensamiento sin ningún control, y se sintió feliz, tan feliz que, ahora, se dedicó a cuidarlas: las masajeaba, les daba baños calientes y de sal, las acostaba entre algodones e incluso les llegó a cantar nanas. Y ellas agradecidas continuaron regalándole con innumerables filigranas las ocurrencias rectas de su pensamiento.
Se sintió lleno con unas manos torpes y que parecían vacías.

~~
μμ ^^~ m
a

lunes, 18 de enero de 2010

Los otros caminos


Desandar el camino desde el trabajo a mi vivienda, repetir el trayecto al día siguiente por la mañana, volver a desandar ese camino... Después de varios años de hacer lo mismo, cada baldosa, cada bordillo, árbol, fuente, vitrina, me gritaba a la cara para que no volviera a pasar por allí. Al principio ni los veía, solía ir enfrascado en pensamientos propios de principiante, preocupaciones acerca del trabajo. Pero a medida que pasaba el tiempo mi mente iba más despejada, y tenía tiempo de observar esos recodos y vericuetos que recorría cada día. Una mañana de sol se me ocurrió: buscaría otros itinerarios, conocería otros mundos paralelos a este mundo pequeño que me sabía ya de corrido. No me importaba tener que salir del departamento un rato antes, o regresar más tarde. Pues ¿qué me aguardaba allí?
El primer día me perdí. Pero más adelante tenía ya establecidos seis o siete recorridos alternativos que me daban muchas satisfacciones. Unos se acercaban a la rivera del río y la chopera, otros se internaban en las callejuelas que parecían un laberinto, uno atravesaba incluso el pequeño túnel que pasaba por debajo de la vía, etc. Cuando ya conocía bien esos primeros trayectos, busqué otros nuevos, progresivamente más largos a medida que crecía el número de recorridos fijados. Iba a la caza de nuevos caminos. Día a día iban aumentando, y poco a poco fui creando un gran mapa que iba elaborando a lo largo de las semanas, los meses, los años. Toda la pared del living que recibía frontalmente la luz de la veranda estaba ocupada por ese mapa. Cada jalón, cada singladura, tenían un nombre y un código de referencia. La ciudad se iba cubriendo de una red multicolor que representaba mis trayectos desde mi departamento a mi trabajo, desde mi trabajo a mi departamento. A un costado y otro, las listas de referencias con su numeración que reflejaba las pequeñas cifras dibujadas sobre los puntos referidos. Por encima del marco superior del mapa, la clasificación esquemática de todas las rutas. Por debajo del marco inferior, los comentarios particulares correspondientes a las llamadas necesarias grafiadas en lugares conflictivos. Una auténtica obra de arte se iba construyendo a medida que el panel iba siendo rellenado con mis nuevos trayectos. Lo observaba y pensaba que el gran Pollock habría vendido su mera alma por acumular una masa de líneas con aspecto tan caótico y a la vez tan minuciosamente organizada.
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Sin embargo, a veces me parecía que las líneas se entrecruzaban en lugares diferentes a los del día anterior, o que los puntos de referencia de pronto eran incorrectos, o que la llamada “x” no correspondía a la glosa del mismo grafismo. Alguna noche incluso me parecía que las líneas ya no estaban siempre dentro del panel, que a veces se deslizaban por el suelo para incursionar en el resto de mi vivienda. Más adelante estas impresiones pasaron a ser certezas cuando una vez desperté en medio de la noche por culpa del rumor de una línea, una línea púrpura, que colgaba del mapa y caía hasta mi alcoba. Episodios similares empezaron a sucederse con una frecuencia cada vez mayor. De noche, en ocasiones no podía distinguir el color de la línea que me visitaba, o el número exacto de la referencia que se acercaba y me rozaba la oreja como plumón. Sin embargo, sabía que su deserción no era una operación bien planificada, no seguía un criterio. Mi mapa iba derivando hacia el caos. No siempre. Por las mañanas generalmente estaba como debía estar, lo observaba cada día antes de irme. Solía tener un aspecto inocente bajo la luz del sol. Sin embargo, al caer la tarde su apariencia había cambiado, a veces imperceptiblemente, otras de manera escalofriante. Como un retrato de Dorian Grey veleidoso, solía mostrar intermitentemente una faz degenerada, decadente, amorfa. Cada vez más. Finalmente la invasión de componentes cartográficos se convirtió en algo insuperable, las sábanas mismas eran superficies llenas de paralelepípedos irregulares que representaban edificios, plazas, calles. Me he visto obligado tomar una habitación en un hotel para poder dormir. Sin embargo, creo que las líneas, los números, los cruces, han aprendido a rastrearme, me buscan, me inventan, me recorren, me organizan, me aprisionan. Incluso en este desconocido alojamiento, el más distante que he podido encontrar en la ciudad, empiezo a percibir líneas en el aire que se acercan, cifras, referencias. Mis otros caminos me han ido descubriendo, en un contraataque inexorable. Y vienen a por mí. Sé que no puedo huir. Estoy definitivamente perdido.
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José Juan Faces

sábado, 16 de enero de 2010

“Sólo un paso”


Era verano y el intenso calor hacía más insoportable, si cabe, el infierno en el que vivía. Delante de una botella de puro alcohol hice planes. Saltar la doble alambrada no era fácil. Que los guardias no me detuvieran, casi imposible. La duda, sobre intentarlo o no, me asaltaba, cuando se presentó él como una aparición. No te esperaba hoy -le dije. En silencio me observaba como bebía un trago tras otro; al fin, le oí decir: “Sólo un paso”.
Sí, del infierno al cielo sólo un paso –seguí yo: una alta y doble alambrada, ancha y espesa, de espinas afiladas que relucen como centellas en la noche, custodiada por cientos de demonios que no quieren que abandones tu alma del averno.
- Te ayudaré, no temas, me interrumpió mi amigo. Mañana a las cinco de la madrugada espérame escondido a unos metros de ella.
- Está bien, confío en ti. A este lado no tengo nada, al otro me queda la esperanza de conseguir algo más que la locura ¿Qué puedo perder? Allí estaré -concluí.
Dicho esto, mi amigo se esfumó.
Yo seguí bebiendo aquél vino de noventa y seis grados, que me abrasaba la garganta y diluía mi desesperación, con la firme idea de huir de mi condena.
Llegado el momento, cogí impulso y di un gran salto, entonces, extendí los brazos y las manos y me agarré con fuerza a sus pies como acordamos, cuando sobrevolábamos la primera barrera, los guardianes de aquel maldito infierno nos descubrieron y empezaron a ametrallarnos con sus mangueras balas de agua a toda presión. Mis manos resbalaban de sus pies, a él le pesaban cada vez más las alas, que empapadas e incapaces de sostenernos, hizo que cayésemos arrastrados uno del otro a las llamas que asomaban entre los dos muros de alambre. Mientras los demonios se ocupaban de mí, él escapó como una exhalación...
... En la habitación de la enfermería, cercado por rejas candentes, mi fiel amigo me visita a diario y, en silencio, le veo cómo me observa mientras bebo unos tragos de la botella de alcohol si esquivo los ojos del tridente. Luego, urdimos la manera de intentarlo de nuevo, cuando yo me recupere de las quemaduras y él, mi ángel de la guarda, termine de secar sus benditas alas. Quizás en otoño...


Mamen

martes, 12 de enero de 2010

DE PELÍCULA

Dicen que cuando morimos vemos la película completa de nuestra vida. Eso dicen y eso fue lo que le pasó a nuestro héroe… Bueno, no del todo. Cierto que en el momento en que su coche se estrelló contra el árbol, pudo contemplar toda su existencia; pero no es menos cierto que matarse no se mató. Quedó bastante maltrecho y salvó la vida gracias a la rápida intervención de los servicios sanitarios. Sin embargo, cuando despertó en la cama del hospital, no pareció dar mucha importancia al hecho milagroso de seguir vivo. Vendado como una momia, con las piernas colgando de unas pesas, los brazos asaeteados de agujas epicraneales y rodeado por enigmáticos aparatos, únicamente tenía pensamientos para una cosa: aunque sólo había durado un instante, no podía sino admitir que la película de su vida le había aburrido de forma soberana. Con un argumento pobre, una trama deshilvanada, unos personajes ramplones, unas peripecias sin interés y ni un solo efecto especial, carecía por completo de tensión y ritmo, y resultaba plana y monótona hasta la extremaunción. Morirse era inevitable, pero no lo era tener que hacerlo entre bostezos. Nuestro héroe decidió cambiar la película de su vida.
Nada más salir del hospital después de una larga convalecencia, puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue transformar el aspecto del protagonista, o sea, de él mismo. Se peinó el pelo hacia atrás, se dejó unas patillas largas y finas, y en vez de los trajes de corte clásico que siempre había llevado, comenzó a vestir ropas juveniles, siendo sus preferidas los pantalones y chaquetas de cuero negro. Su mujer, amigos y compañeros de trabajo achacaron estos cambios a unas comprensibles, aunque algo extravagantes, ganas de vivir, nacidas de haber estado tan cerca de la muerte. Más difícil les resultó dar explicación a las otras nuevas peculiaridades de nuestro héroe. Ahora, era un gesto muy suyo mirar todo a través de la ventana que simulaba formar ante sí uniendo, con la punta de los pulgares extendidos, las palmas de las manos abiertas; también se había vuelto muy típico en él cambiar el lugar o la postura de la gente, aunque para ello tuviese que emplear empujones o descruzar brazos y piernas ajenos con sus propias manos; a veces, se empeñaba en modificar las conversaciones, y si alguien, por ejemplo, decía: “Tengo sueño”, no cejaba hasta que ese mismo alguien rectificaba y sentenciaba: “Toda la vida es sueño; y los sueños, sueños son”. Se empezó a hablar de shock post-traumático y de traumatismo craneal.
Nuestro héroe, conocedor de estos rumores, disimulaba y se reía para sus adentros. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que, salvo por las redobladas atenciones de su mujer y la actitud conmiserativa de los amigos, todo seguía igual. Su vida continuaba siendo plana, monótona y aburrida. Se dijo, entonces, que para hacer una buena película de su vida, no bastaba con cambiar el aspecto del protagonista, perfeccionar los encuadres o mejorar la forma de actuar y decir del reparto, sino que era necesario una buena historia, un argumento bien construido, lleno de conflictos, enredos, giros y golpes inesperados. Durante una larga temporada vio centenares de películas y leyó centenares de guiones. Cuando consideró que estaba bien documentado, se puso manos a la obra. Tuvo su primera gran ocasión con la muerte repentina del socio del jefe de la empresa para la que trabajaba. Ni corto, ni perezoso decidió aprovechar la oportunidad dramática. Fue un verdadero clímax, un plano cargado de intensidad y tensión, cuando, en el momento en que el silencio era más recogido y el pesar llenaba todos los corazones, nuestro héroe, señalando con un índice el ataúd y con el otro al jefe, acusó a éste de haber asesinado a su socio para quedarse con toda la empresa. ¡Qué gritos!, ¡qué miradas!, ¡qué gestos!, ¡qué caras de sorpresa e indignación! Sí, fue una escena realmente conseguida, tan bien realizada que sólo tuvo que gritar media docena de veces “¡corten!”, cambiar de posición a tres enlutados asistentes y rectificar apenas un par de líneas de diálogo. Todo un éxito, por más que fuera expulsado de malas maneras del camposanto y del trabajo.
No le duró mucho la alegría a nuestro héroe por este logro. Pasadas unas semanas, tuvo que reconocer que su vida había caído de nuevo en el tedio y la monotonía. Todo el día en casa y sin nada que hacer, sus días transcurrían iguales, repitiéndose los unos a los otros de forma cada vez más apagada, como un eco que se extingue. Entonces volvió a ver los mismos centenares de películas, volvió a leer los mismos centenares de guiones y, documentado, volvió a poner manos a la obra. Con gran sentido de la ambigüedad y el equívoco, fue sembrando indicios ante su esposa que parecían indicar una probable infidelidad por su parte. La mujer, al principio incrédula, más tarde suspicaz y al cabo celosa, terminó por descubrir una apasionada carta de amor que nuestro héroe había olvidado de forma astuta en el bolsillo de la chaqueta. En esta ocasión no tuvo que realizar ningún corte, ni cambiar ninguna línea de diálogo. Todo salió redondo, perfecto, en tiempo real, en plano secuencia. Fue en la cena como mandan los cánones. Ella actuó y habló como si nada supiese, él actuó y habló como si nada temiera; ella le tendió en los postres la trampa adecuada, él cayó en la celada de la forma exigida; ella entonces acusó, él entonces negó; ella esgrimió la carta, él balbuceó; ella se puso en pie, él se encogió en el asiento; ella gritó, él rogó; ella le exigió el divorcio, él se lo concedió; ella salió dando un portazo, él se quedó en la cocina con la satisfacción del artista que alcanza su obra cumbre.
Sin trabajo y sin esposa, recurrió a los amigos. Ya tenía pensada una emocionante historia: Juan, íntimo amigo de Luis, intentaría asesinar a éste por ser amante de su esposa. La escena cumbre se produciría en el domicilio de Luis. La atmósfera sería tensa, la iluminación dura, los diálogos broncos, los silencios cargados; Juan, mascando la rabia, sacaría una pistola ante el rostro demudado de Luis; Juan, vengativo e inmisericorde, apuntaría a Luis que, indigno y cobarde, imploraría por su vida; Juan soltaría una carcajada sardónica, Luis un lastimero gemido; ya aprieta el gatillo Juan cuando, de improviso, nuestro héroe aparece en el plano y, arrojándose sobre el hombre armado, logra desviar el disparo en el postrero instante; la bala haría añicos el costoso jarrón de porcelana china favorito de la mujer de Luis… Sin embargo, nuestro héroe no tuvo oportunidad de dar realidad a tan magnífica escena. No sólo Juan y Luis, sino la totalidad de amigos y conocidos huían nada más verlo, hartos de tener que salir o entrar, sentarse o levantarse, hablar o callar, según ordenara nuestro héroe con su particular sentido del ritmo y la tensión. Dolido por este fracaso, durante un tiempo se dedicó a hacer exteriores. Era frecuente verlo en la calle deteniendo el tráfico, reordenando a su gusto el deambular de la gente o tratando de persuadir a un orondo carnicero de que cambiase tanto de naturaleza como de negocio, pues lo que él en verdad necesitaba para su escena, allí y precisamente allí, no era una carnicería sino un restaurante italiano y un cocinero con aspecto y ademanes de prima ballerina.
Cierto día, se le acercaron dos individuos. Con gran pompa le dijeron que eran de “jólivud” y deseaban proponerle un “gud bisnis”. Todo orgulloso se subió con los dos individuos a la ambulancia. Pasó el resto de sus días en un psiquiátrico. Fue bastante feliz, y era digno de ver el entusiasmo, la seriedad y el empeño que ponían el resto de los pacientes en seguir sus sabias instrucciones de director experimentado. Lo malo fue cuando trató de hacer una versión de “Rebelión en la granja”. El entusiasmo, la seriedad y el empeño que pusieron entonces los pacientes en el proyecto alcanzaron tal grado que los médicos, alarmados, recluyeron en total aislamiento a nuestro héroe por una larga temporada.
Falleció a los ochenta años. Dicen que murió diciendo: “Éste es el comienzo de una gran amistad”

Ricardo Uriarte

sábado, 9 de enero de 2010

La Voz de su Amo tercer intento

La primera llamada se produjo durante el cambio de turno de guardia en el hospital, y fue su propia compañera, Verónica, quien le entregó con expresión de extrañeza el auricular del teléfono, entre las cinco y las seis de la madrugada de un sábado de invierno.
Dejó que Verónica ocupara su puesto, se levantó y se alejó en dirección al otro extremo del pasillo, y una vez sola, se decidió a responder. Cuando escuchó aquella voz masculina de timbre grave, con fuerte acento extranjero, pronunciando su nombre a hora tan intempestiva, ni siquiera pudo contestar.
La voz dejó pasar algún tiempo, el suficiente como para tener la seguridad de haber provocado la duda, el desconcierto, la excitación necesarios; de que ella estaría empezando a preguntarse si de verdad acababa de escuchar susurrar su nombre de madrugada, durante su turno de guardia en el hospital, no una, sino tres veces seguidas. Después, volvió a nombrarla, esta vez de forma diferente, como se nombra a alguien a quien se conoce desde siempre, a quien se espera desde hace mucho tiempo. ¿Quién eres?, pudo por fin preguntar ella entonces, ¿Y qué quieres de mí?, se atrevió a insistir todavía, justo antes de escuchar, estremecida, colgar definitivamente el teléfono al otro lado de la línea.
También ella acabó por abandonar el auricular en cualquier sitio, pero después de unos segundos en los que permaneció con él en la mano, mirándolo detenidamente, como si esperara de aquel aparato que pudiera devolverle la calma, concederle alguna explicación, volver a transportar otra vez hasta su oído al propietario de aquella voz que había sido capaz de desposeerla de su tranquilidad en algo menos de medio minuto.
Se dirigió temblorosa hacia la máquina de café, y se sirvió uno bien cargado. Lo tomó de pie, allí mismo, sola, muy despacio, sintiendo como el calor atravesaba el vaso de plástico y llegaba hasta sus manos, apoyada de espaldas contra el radiador, con el cuerpo encogido por la inquietud y por el frío de la noche.
Sin poder dejar de darle vueltas al mismo pensamiento, apuró el café y regresó a su puesto de trabajo; su turno había terminado. Su compañera la interrogó con la mirada. Verónica nunca le había interesado demasiado, le parecía apenas una niña, alguien que aún sabía muy poco de casi todo, que sólo hablaba de encontrar al hombre de su vida, nunca hubiera podido entender lo que ella estaba sintiendo. Me encontraba mal y he tenido que ir al baño, pero ya estoy mucho mejor, fue toda la explicación que consideró necesario concederle.
Cogió su abrigo, su bufanda y su bolso, se despidió brevemente de ella, y salió del hospital cuando faltaba muy poco para que empezara a amanecer. Recorrió su camino a pie, caminando deprisa, con la mirada baja, intentando protegerse del viento del mar que azotaba las esquinas de las calles que atravesaba.
Se encontró muy pronto en el dormitorio congelado del piso en el que vivía desde hacía más de veinte años. Cerró la puerta, tiritando, deseando sólo dormir. Cogió del cajón del armario el comprimido de siempre, dejó la lámpara de la mesilla encendida como siempre, se desnudó y se acostó, sintiendo que su deseo era urgente, que necesitaba dormir profundamente, olvidarse aunque sólo fuera durante un par de horas de aquella voz, y de lo que la repentina aparición de aquella voz podía llegar a significar para ella. Pero a pesar de sus esfuerzos para dejarse vencer por el cansancio, para intentar caer de una vez en lo más profundo de un sueño muy largo, en ningún momento consiguió borrar de su pensamiento el sonido de aquella voz pronunciando su nombre, invadiendo su vida, sintiéndola vulnerable aunque no pudiera verla, sabiéndola, todavía, sola.
Pasó unas cuantas horas escuchando la lluvia que golpeaba la ventana, hasta que pensó que sería mejor levantarse. Entonces se produjo la segunda llamada. Supo que era él; por desgracia, nadie más podía ser. Tenía el teléfono muy cerca, encima de la mesilla, junto a la lámpara encendida. Dejó que el teléfono sonara, apagó la lamparilla, se acercó hasta la persiana y la bajó todo lo que pudo, forzándola para impedir que la más mínima rendija de luz se filtrara hacia la calle.
Habían transcurrido sólo cinco minutos cuando a oscuras, temblando, escuchó la tercera llamada. Dudó, se decidió a descolgar, creyó arrepentirse, por fin cogió el auricular entre las manos y respondió. Volvió a escucharle otra vez pronunciar su nombre, repetirlo una y otra vez, con esa cadencia perezosa que había querido dejarse reconocer desde el principio en la primera llamada al hospital. Después, el mismo silencio calculado. Por fin, aquellas palabras que siempre había sabido que acabaría por volver a escuchar. Palabras murmuradas muy suavemente, en un idioma extranjero, unas palabras que no eran su nombre, que no comprendía, pero que no pudo dejar de reconocer. Palabras que él pronunció una vez solamente para ella, la única muestra de deseo que alguien le había regalado, palabras que se había repetido a si misma cada una de las noches de los últimos veinte años en su dormitorio congelado. Palabras que de pronto le recordaban que el poseedor de aquella voz podría volver a sentir la necesidad de murmurar en su oído, aunque ella no lo quisiera. O que en cualquier momento podría desear calentar su cuerpo contra el suyo, aunque ella no tuviera frío. Como aquella madrugada de la que también él recordaría cada detalle, a la salida de su primera guardia en el hospital, cuando ella era todavía apenas una niña, que no sabía nada de casi nada, que sólo hablaba de encontrar al hombre de su vida, que no tenía miedo a enfrentarse al viento y al frío de la noche para regresar a su casa recién estrenada.
Esta vez no preguntó quien la llamaba, hubiera sido inútil preguntarlo. Tampoco colgó el teléfono; supo que si lo colgaba, sentiría más miedo todavía. Estrechó el auricular contra su cuerpo, y le dejó que siguiera hablando para ella. Encogida sobre si misma, con la cabeza bajo las sábanas, intentó no pensar. Poco a poco fue entrando en calor, queriendo olvidarse del día siguiente, dejarse arrullar por las palabras del extranjero.

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Después de algunos días(pocos)sin poder visitar estas páginas, entro y me encuentro con un nivelazo impresionante, tanto en poetas como en narradores. Felicidades a todos. Por mi parte, vuelvo a reintentar publicar este relato que tanto se me está resistiendo. Seguramente tendré que volver a corregirlo, pero mientras tanto, espero que disfruteís con las vicisitudes de mi infortunada celadora. Besos para todos.
Isabel O.

jueves, 7 de enero de 2010

"Con el mismo dedo que disparo"

Nacho Kaikías

Me acerco y escribo sus nombres en la sangre fresca sobre el mármol blanco. Blanco sobre rojo, apenas duran un instante, mientras mi dedo salta para escribir el siguiente. Acabo, me incorporo, me alejo, los olvido.

PUNTOS DE VISTA

Desde cierto punto de vista, se los podía considerar parecidos. Los dos tenían veintitrés años, y eran altos, fuertes y de tez morena. También cabría contar entre las semejanzas el que ambos tuviesen una madre que cocinaba muy bien y una novia de ojos grandes y negros. Algo bravucones y a veces un tanto pendencieros, quizás el rasgo más llamativo que poseían en común fuese una sonrisa amplia, fácil, contagiosa, que llenaba su rostro como de juegos infantiles. Sin embargo, desde la práctica totalidad de los puntos de vista, se los debía considerar muy diferentes. Sus orígenes, educación y costumbres eran tan distintas como distantes. En realidad, lo verdaderamente extraño fue que sus vidas se cruzaran. Pero, más allá de semejanzas y diferencias, el caso es que aquel día los dos se levantaron a la misma hora en la madrugada y ambos dedicaron la mañana a cumplir sus respectivas y diversas tareas, con esa laboriosidad y simpatía que los caracterizaba. Empezaba a caer la tarde cuando, sin saberlo, el transcurrir cotidiano los condujo al encuentro. Ocurrió a la salida de una de las aldeas pobres y polvorientas de aquel mundo polvoriento y pobre. El uno iba en una bicicleta desvencijada; el otro en un carro de combate ligero. El uno se llamaba Hamid Sayebi, civil; el otro se llamaba Juan González, soldado. Desde la torreta, Juan González vio venir a Hamid Sayebi en la bicicleta. Le dio el alto una, dos veces… Quizás Juan no gritó lo suficiente, o quizás Hamid pedaleaba distraído; o quizás ambos estaban nerviosos o fuesen algo pendencieros y un tanto bravucones. Tampoco sabemos si hubo o no un tercer aviso, lo único que podemos asegurar es que Juan disparó y Hamid fue arrancado de cuajo de la bicicleta. Murió en el aire, cayó de espaldas con los brazos abiertos, donde antes jugara su sonrisa ahora sólo había un gran vacío sanguinolento. Juan siguió y siguió disparando a la tarde que caía, aún durante un buen rato.
Los mandos lamentaron el error, pero justificaron la acción del soldado Juan González: sólo había cumplido con el protocolo establecido por las fuerzas internacionales en misión de paz; sus compañeros no cesaron de animarlo; él, silencioso, se limitaba a sonreír. Una semana después volvió de permiso a su pueblo. Los vecinos le recibieron con grandes muestras de alegría. Él respondía a los agasajos sin decir una palabra y sonriente. Todos opinaron que volvía igual de simpático, pero con algo más de hombre. Tan sólo la madre y la novia, ya desde el primer beso, supieron que abrazaban una sonrisa vacía.

Ricardo Uriarte

“La procesionaria” ( o metamorfosis de Jonás ante el bullying)

Conoce qué recibo y

sabrás por qué me

convierto”

Allá, uno. Acá, otro. Ahí y... allí... Cientos.

Un día de primavera, Jonás a los once años, cambió de escuela. Una madrugada de invierno, con catorce años, Jonás entró en la cocina, se sentó en la silla, apoyó la cabeza sobre la mesa y presionó la frente contra la superficie de mármol: fría y dura. Con las manos apretó su estómago -doblado el espinazo- podía sentir cómo los dedos, dúctiles, desde el mismo estómago se amoldaban a las vértebras.

El ácido seguía su curso. Imparable, como su inquina. Sabía de su transformación. Y de su feroz resistencia. Lo próximo serían los huesos. El odio lo corroía.

Se incorporó de la silla, y a duras penas se plantó frente al espejo del baño. No le quedaba demasiado tiempo.

Después de los huesos, brazos y piernas se fundirían en un cuerpo blando, viscoso, reptante y peludo. Pero los pelos serían minúsculas púas que, infestadas de veneno, eyacularían rápidas ante cualquier amenaza. El ácido seguía imparable. Lo último en desaparecer... los recuerdos. Antes, la furia impenitente consumaría la venganza.

Delante del espejo vio a un viejo atormentado.

Principio del fin: el ácido comenzó a deshacer, lenta y trabajosamente la pared del estómago, que se opuso heroica; pero el rencor era más fuerte y constante. Célula a célula buscó -deslizándose corrosivo- el recoveco, la puerta de entrada que le permitiera excavar el túnel de la venganza. Un túnel largo donde esconder la cobardía y la impotencia, y, a la vez, una salida por donde rezumar odio. El odio al de al lado, al de todos los lados. Loco de ira, locos de ira. Aquellos que escupieron sus frustraciones de forma certera en el centro de la diana -allá dónde los sentimientos se forjan, dónde el amor fetal se incuba- serían los primeros. Deshacer círculos y esquivar dardos. Lanzar dardos para crear círculos. Atracción primaria: el color. Un color fosforescente, embriagador, sugestivo, inevitable para los ojos... Se acercaron con valentía de grupo -tan ignorante- hasta la mínima distancia a la que, él, rápido y atinado, les escupía el fulgurante veneno. Entre gritos negros, la oscura victoria. Venganza que va y vuelve. Muerte como respuesta a la muerte. Tres... Dos... Quizá uno. Mereció la pena: uno nada más.

Ensortijado, se dobló alrededor del espinazo. Sin palabras. Sin aliento...

La mano apretaba su estómago, la frente presionada sobre la mesa de mármol: fría y dura. Jonás hasta los once años fue un niño feúcho, gordito y feliz.

Allá, uno. Acá, otro. Ahí y... allí... Cientos.

En procesión, continuó el devastador camino.

Mamen

viernes, 1 de enero de 2010

El zarpazo


Mar

“La pantera negra no se movió. Sus ojos eran dorados, dorados… Su cuerpo estaba quieto, como suspendido entre la carrera y el salto. Sólo su cola se desplazaba despacio de un lado a otro como una gran cobra, podía notar su brillo mate oscilando en la negrura. Oí un grito agudo, no muy lejos. Junto a mí la hoguera crepitaba. El grito dejó un aroma a hogar, a falda de seda, a vapor de la cena: era mi madre. Un zarpazo rápido me alcanzó, sentí las garras entrando en mi brazo como a cámara lenta, la piel rasgándose muy despacio, la sangre que comenzaba a brotar, el tirón hacia abajo que me hacía caer. Todo el universo y el tiempo se concentraron en ese zarpazo y no existía nada más, sólo las cuatro uñas separando mi piel, sin dimensiones, gigantes o ínfimas, un hecho físico sin más significado. El dolor no apareció hasta mucho más tarde, siglos más tarde. La pantera relajó su cuerpo, se dio media vuelta y se alejó, tranquila. La miré desde el suelo mientras agarraba mi brazo con la otra mano para mitigar el dolor y el calor líquido la empapaba. La piel rasgada en cuatro parecía una sonrisa sangrienta mostrando los dientes por encima de mis pulseras. Pero la vida seguía en mí, mi madre lloró y bendijo a los dioses. Aún tengo la cicatriz con forma de sonrisa mostrando los dientes por encima de mis pulseras, y sueño con los ojos dorados todas las mañanas justo antes de despertar. La pantera negra es desde entonces mi espíritu protector, y esta cicatriz mi fetiche.
Ah, sí, sí, Corto Maltés, así fue... Yo tenía unos siete años. Sucedió en 1904.
Me gusta hacerme llamar Boca Dorada.”

Arundhati Iravan.