miércoles, 30 de diciembre de 2009

NI POR ESAS

Su sombra murió de noche. Fue de repente, ante sus ojos, después de pasar junto a una farola. Un resto de humanidad le empujó a reanimarla. Aplicó la boca al suelo, en el sitio donde suponía estaban sus labios; golpeó las baldosas con los puños a la altura en que se dibujaba el pecho; incluso, zapateó sobre ella. Nada de nada. La sombra seguía allí, tendida en la acera, con las piernas y brazos abiertos como aspas. Entonces se asustó y pensó en salir corriendo, pero otro resto de humanidad le impidió darse a la fuga. Trató de levantarla en brazos, de arrastrarla tomándola de las piernas, hasta probó a quitarse los cordones de los zapatos y atársela a los tobillos. De nuevo, nada de nada: pegada como una calcomanía, era imposible arrancar la sombra de la acera. Viendo que eran inútiles los esfuerzos y agotados sus restos de humanidad, se dio la media vuelta y se encaminó a su casa. No había andado cien metros, cuando empezaron a revelarse sus verdaderos sentimientos. Iba con la cabeza alzada, la espalda derecha, balanceando rítmicamente hombros y brazos. Su caminar era ágil, ligero y, de vez en cuando, daba un brinco, ensayaba un paso de baile o correteaba un buen tramo como un niño tras un balón. La odiaba, esa era la verdad. La había odiado toda su vida; la había odiado cuando, vigilante, arrastrándose a sus espaldas, le perseguía adonde quiera que fuese; la había odiado cuando se estiraba frente a él, y le marcaba el camino y la meta; la había odiado cuando a los costados, se quebraba y alzaba por fachadas y muros, mostrándole las habilidades y alturas que nunca alcanzaría; la había odiado cuando se emboscaba en la oscuridad, agazapada y presta a saltar sobre sus talones al menor destello. Sí, la había odiado toda la vida, incluso cuando se ovillaba a sus pies como un perro traicionero que fingiera de pronto fidelidad y cariño. Por eso la noche en que murió su sombra fue la más feliz de su existencia.
La policía tardó apenas una semana en detenerlo. Fue fácil: era el único que no tenía sombra. Acusado y juzgado, le condenaron a treinta años de prisión por sombricidio, nocturnidad, alevosía y falta de humanidad. No sólo le condenó el juez, también fue condenado por la sociedad en pleno. Medios de comunicación, instituciones y organizaciones, personalidades famosas, ciudadanos medios, medianos y mediocres, manifestaron su horror y desprecio. Sin embargo, durante un tiempo y de forma confidencial, recibió muchas visitas de personajes importantes que le ofrecían el indulto y grandes cantidades de dinero si les revelaba cómo había logrado librarse de su sombra. Él siempre les decía lo mismo: que no había ningún método secreto, que simplemente su sombra había muerto una noche, de repente, después de pasar junto a una farola. Por supuesto, no lo creían, y a las ofertas seguían las amenazas; y a las amenazas, su cumplimiento. Pasó el resto de sus días en un calabozo en penumbras, para que siempre estuviese rodeado de sombras. Cuando murió, la Autoridad tuvo buen cuidado de enterrarlo en el mismo nicho donde reposaba su sombra. Llevaba veinte años esperándolo, estirada y tendida cuan larga era.

Ricardo Uriarte

domingo, 27 de diciembre de 2009

Llamada a un detective


Tuvo una corazonada. El retrato estaba perdido entre otros muchos en un rincón del anticuario, pero él lo encontró rápidamente: algo le había hecho acercarse a esa esquina llena de lienzos enrollados. Quizá un olor con su poder evocativo, quizá una llamada desde otro mundo. Lo sacó con cuidado, sujetándolo con las puntas de los dedos como se sujeta una fotografía aún húmeda. Al desplegarlo poco a poco fueron apareciendo primero una barbilla ligeramente sombreada, después unos labios con un ángulo especial en las comisuras, más arriba unos pómulos que avanzaban hacia fuera con aire salvaje, y por fin unos ojos de color petróleo, profundos y burlones. Sí, era exacto, pero mucho más joven. Buscó una vitrina, algún cristal que reflejara su propio rostro. Entre joyas de formas grotescas analizó esos rasgos tenuemente plasmados en la superficie brillante. Encontró los mismos ojos burlones color petróleo, los mismos pómulos apuntados, la misma barbilla.
-¿Cuánto?
El anticuario le miró extrañado por encima de los lentes, frunciendo ligeramente el ceño.
-¿Cuánto está dispuesto a pagar?
-Lo que me pida.
-Deme cien. Bastará.
Con su tesoro debajo del gabán se enfrentó a la lluvia, las luces y la gente. Corría lleno de excitación. Varios años de búsquedas habían dado sus frutos, y la clave para resolver el enigma descansaba entre su pecho y su mano, junto a la bufanda de lana gris. Su tentación era apretarlo, como se aprieta el brazo de alguien querido, o una moneda ganada con esfuerzo, o una piedra preciosa, aunque sabía que tenía que tratarlo con la misma delicadeza que si estuviera hecho de azúcar, como aquellas figuras que compraba de niño. Al llegar a su casa levantó el auricular y marcó un número de teléfono.
-Pérez. Por fin tengo algo para usted. Podrá encontrarlo frente a mi puerta, mañana por la mañana. Busque a esa persona. Cuando sepa quién es, llámeme. Le ingresaré la cantidad convenida.
Se sentó frente a la ventana de su salón, desde la que veía día tras día la calle más concurrida de la ciudad sin reconocer jamás un rostro. El retrato permanecía sobre la mesa, junto a él. Lo desplegó de nuevo y se vio a sí mismo en ese tiempo antiguo en que era alguien con un nombre que desconocía, en ese tiempo perdido que había huido de su mente. Pensó que quizás ahora supiera de una vez quién era esa persona que había habitado en él tantos años, desde ese niño que se recordaba comprando figuras de azúcar hasta este viejo solitario que hoy intentaba reencontrarse a sí mismo.

José Juan Faces

miércoles, 23 de diciembre de 2009

El terremoto


El oído humano prácticamente es sordo, cualquier especie animal lo supera en ese sentido. Ocurrió una noche que Frank dormía y sus ojos se abrieron de golpe. Pero, ¿y sus oídos? ¿Dónde estaban sus oídos cuando los de su perro -Ron- hacía media hora que le habían hecho poner pies en polvorosa, y se situaba alerta bajo la viga maestra de la puerta del baño?: el sitio más seguro de la casa.
Pero Frank... Frank, mientras, gozaba del placer que le proporcionaba una señorita confundiendo el crujir de los cimientos con el sonido burbujeante de un jacuzzi, inmerso en las etéreas fantasías que para los tímidos como él solo se hacen patentes en ciertas fases del sueño. Y, que en su caso, creyó que cobraban realidad cuando empezó a vibrar el lecho donde yacía semiinconsciente y babeante. Aún se tuvo que caer la lámpara del techo entre sus pies y quebrarse sin cautela las patas del somier para que Frank creyéndose en el clímax, abriese los ojos de golpe al sentir el golpe de su cuerpo contra el suelo. Entonces gritó: ¡Ron! ¡Ron! Más que para auxiliarle, pidiéndole auxilio. Ron respondió: ¡¡guau!!! Así, Frank, guiado por el consiguiente guau corrió tambaleándose y a trompicones hacia el baño con la idea de llegar antes de que por una debilidad estructural fuese transferido al piso de abajo, más que nada porque no eran horas de molestar a la vecina.
Ron, con las orejas erguidas, no se movió. Frank no llegó a tiempo de reunirse con su amo, y de esa manera tan azarosa cayó en la cama de la señorita e hizo realidad su fantasía.

Mamen

martes, 22 de diciembre de 2009

COMUNICADO INTERNO

Lo primero es cazar a uno. Pero cuidado, esos cerdos suelen ir en bandas como los lobos y no conviene enfrentarse a ellos cuando están juntos. Por lo tanto, vigiladlos, estudiad sus rutinas: cuándo salen, cuándo entran, a dónde van, de dónde vienen, por dónde pasan. Una vez que conozcáis sus recorridos habituales, seguidlos sin que os adviertan, esperad a que se separen y continuad tras la pista del que veáis más débil. Escoged una noche oscura, un barrio alejado, una calle solitaria. Desplegaros de tal forma que cerréis cualquier vía de escape. Comprobad que no haya testigos. A un gesto de vuestro jefe, os abalanzáis todos a una. Si la pieza se resiste golpeadla, pero teniendo buen cuidado de que no pierda el conocimiento, ¡debe saber lo que le pasa! Cuando lo tengáis inmovilizado, le comunicáis la sentencia, pero sin insultos ni gritos, ecuánimes y serios, como lo que realmente somos, los legítimos ejecutores de lo que todo el mundo piensa: que estamos hartos de que nos quiten nuestros trabajos, de que asalten nuestras viviendas, de que ensucien nuestras calles, de que no sigan nuestras costumbres, de que amenacen nuestra civilización, de que miren a nuestras mujeres… Después rociadlo bien. Esto es muy importante: sin empaparlo a conciencia de gasolina es difícil que prenda. Luego le dais fuego, sacáis unas fotos y salís corriendo. Por ahora somos pocos y no conviene que nos detengan. El valor se nos supone, no tenemos que demostrarlo, sino ser eficaces. Buena suerte.

Ricardo Uriarte

domingo, 20 de diciembre de 2009

Ese nombre (microrrelato)

Eran las horas más tristes del día, el frío amanecer. Tiras de nubes rojas estriaban el cielo, mientras los primeros cafés abrían sus puertas poco a poco, dejando ver sillas volcadas sobre las mesas, oscuros interiores solitarios, expresiones pálidas de madrugadores hastiados. El hombre que fumaba se sentó en otro banco, en la plaza vacía, entre los árboles apostados a su alrededor como soldados-fantasma. Temblaba su mano al encender el fósforo para prender su enésimo cigarro, pero su mirada era resolutiva. Unos minutos más tarde se levantó, avanzó deprisa hacia uno de esos bares tristes de la calle lateral, entró y pidió un aguardiente. Luego otro. Era pronto, pero tenía ya el calor metido en el cuerpo gracias a esos tragos. Salió otra vez a la plaza, ahora teñida de un naranja pálido por los rayos del sol y, atravesándola con pasos largos, se dirigió hacia el portal que tanto había observado a lo largo de la noche. Era un portal corriente, pero durante la noche se había convertido en una boca misteriosa que le enviaba mensajes confusos, oscuros. Entró en la penumbra húmeda. A su derecha, una fila de buzones marrones. En ellos estaban escritos los nombres de los inquilinos, y en ellos buscó el hombre que fumaba un nombre que llevaba masticando toda la noche. Cuando lo encontró, un latido fuerte inició una serie retumbante en su pecho, que poco a poco se fue calmando mientras apretaba los puños y mordía el filtro del cigarro. Sí, era él. Era ese nombre maldito que le rondaba por las noches entre las sombras, por el día entre los rostros grises, el nombre que escuchó pronunciar en susurros una tarde brumosa a través de las puertas cerradas de su casa, cuando sin avisar regresó antes de lo habitual. Era ese nombre, en el mismo portal donde hace ya tantas horas la vio entrar a ella, furtiva. Ese portal por donde tendría que volver a salir, esas escaleras que no tardaría en volver a pisar para correr a la calle, regresar a un hogar hoy vacío, y mancharlo con toda la culpabilidad obscena que llevaría encima.

Se sentó en el segundo escalón, justo en medio, sacó una pistola nueva de su bolsillo y se voló la tapa de los sesos.


José Juan Faces

jueves, 17 de diciembre de 2009

"Un reloj corriente"

Una Nochevieja, Sophie, dejó de cumplir años. Quedó presa del tiempo. El caso de Sophie, se podría tildar de extraordinario, extravagante o... absurdamente cotidiano. En el escenario: una mujer y un reloj. Mejor, una mujer en un reloj.
Una mujer de carne y hueso, de raza blanca y de cuarenta años de edad. Inteligente, soltera y ansiosa por no haber tenido, a su edad, la oportunidad de ser madre.
El reloj, un reloj corriente, que durante un siglo, con un tic-tac inalterable, pasó por cuatro generaciones de una misma familia colgado de la misma pared del comedor. Nadie se desprendió de él en todo ese tiempo. Nunca se paró, porque en todo momento hubo alguien presto a darle cuerda. Un relojero suizo -Hermann- lo construyó con precisión y esmero, y un día antes de su desaparición lo vendió por teléfono a una señora, sin intermediarios. Un treinta y uno de Diciembre. La señora que lo compró era la tatarabuela de Sophie. Cuando a los pocos días se acercó a recogerlo, la relojería estaba abierta, pero por mucho que llamó al dueño, no apareció nadie. El reloj estaba encima del mostrador junto a una nota con su nombre; la señora dejó el dinero acordado sobre la mesa y se llevó el reloj.
Es Nochevieja, Sophie se encontraba sola en casa, miró al reloj nerviosa, marcaba las doce menos cuarto. Se supone que mientras suceden las doce campanadas la gente pide un deseo para el nuevo año. Y algunos lo piden desde dentro, con verdadero anhelo, mirando frente a frente las manecillas, con la esperanza de que se cumpla de inmediato. Sophie, como ya dije, estaba sola con el reloj delante, esperando oír sus campanadas. Apenas sonó la primera, desplegó su deseo por todo su pensamiento e incluso más allá de su cuerpo -no cumplir más años mientras no tuviese un hijo- y así se mantuvo con los ojos cerrados hasta que el reloj silenció su canto y reanudó el susurro de su tic-tac.
La sorpresa llegó cuando abrió los ojos y sintió que algo tiraba de su largo vestido de fiesta, era la rueda de transmisión, que con fuerza luchaba contra él para proseguir su marcha. Sophie se zafó como pudo desgarrando el vestido; asombrada miró a su alrededor, y muy asustada gritó: ¿Hay alguien aquí?, ¿dónde estoy!, ¿qué broma es ésta!
Entre el armonioso ruido de goznes, oyó una voz grave que contestaba: ¡No temas!¡Voy a tu encuentro! Era la voz de Hermann, el relojero.
Hermann era un tipo enamorado de su oficio, con un profundo deseo: tener un hijo para que lo perpetuase. Pero con un tremendo handicap: la edad. Le preocupaba no tener suficiente tiempo para criarle y enseñarle todo lo que sabía sobre el negocio y la construcción de relojes cuándo, a los cincuenta años, aún no había encontrado a la madre adecuada.
Y, en contra de toda lógica, el reloj corriente seguía funcionando; el tiempo transcurría para el resto de los mortales, pero no para los secuestrados, para los que no podían mirar sus horas frente a frente. Para los que desearon, un día, darle la espalda al tiempo en favor de sus incumplidos sueños.
Herman terminó de construir el reloj un día de Nochevieja, por la tarde lo vendió, y por la noche comprobó cómo daba sus primeras doce campanadas... con los ojos cerrados... desplegando su deseo. A continuación, abrió los ojos, y no envejeció más. A veces, los deseos tardan en cumplirse del todo, pues las circunstancias del azar no coinciden en el tiempo. Eso le pasó a Hermann. Un siglo de espera, que para él fue un día de cien años; pero la espera no fue vana, pues Sophie había llegado para completarlo.
La dicha para Sophie, se convirtió en desdicha una vez embarazada, pues no imaginaba el momento de dar a luz si las horas no corrían. Herman y Sophie que ahora lo tenían todo, desearon fervientemente poder envejecer, salir de la cárcel del tiempo. Cavilando, Herman, decidió invertir la situación; con habilidad de relojero soltó la esfera y la giró hacia dentro. Un treinta y uno de Diciembre. De nuevo y felizmente, ahora, los segundos, los minutos y las horas les restaban vida. Restar para sumar -contradicción humana.
El estado de gestación avanzaba y, en el mismo momento del alumbramiento, las dos tapas del reloj se abrieron; Sophie y Herman tuvieron que cubrirse los ojos con las manos, cegados, al sentir la intensa luz que entraba por la ventana del comedor.
Nadie sabe cómo ocurrió. Ni ellos mismos. Cosas más raras y, por ello, no menos creíbles han sucedido en el transcurso de la existencia humana –pensó Hermann. Mientras Sophie abrazaba con auténtico amor a su hijo, Hermann se afanó en reconstruir el reloj. La vida -dijo- ha de continuar.

Mamen

¡¡Feliz Navidad!!

martes, 15 de diciembre de 2009

CUESTIÓN DE AÑOS

Tendría unos veintitantos años al cumplir los cincuenta. Delgado, fibroso, pelo abundante y negro, estaba fuerte como un toro y se cuidaba como un pura sangre. Daba gusto verlo en las marchas campestres galopar monte arriba, llegar el primero, volverse fresco como una lechuga y lanzar desde lo alto un comentario jocoso al resto de los excursionistas que aún se esforzaban a mitad de la pendiente. “La juventud está en el corazón, amigos míos” les explicaba cuando entre jadeos llegaban a la cima. En tales ocasiones, su mujer solía menear la cabeza.
Tendría unos treinta y tantos al llegar a los sesenta. Aún delgado, empezaba a resultar gracioso cuando, entre toses y colorado como un tomate, trataba de emular sus pasadas hazañas montañeras. Sí, empezaba a resultar gracioso y quizás hasta un poco ridículo, pero en las fiestas seguía siendo el rey y no cejaba en el empeño de divertirse hasta que los primeros rayos de sol despuntaban en el horizonte y coronaban su cabeza de pelo ya un tanto escaso. “Cuestión mental, creedme, cuestión mental” decía entonces a sus amigos que se desparramaban pálidos y silenciosos por los sillones, mientras su mujer contemplaba ensimismada algún punto perdido de algún perdido pasado.
Tendría unos cuarenta y tantos al traspasar la barrera de los setenta. Fue entonces cuando empezó lo malo. Ya no era plato de buen gusto para nadie reparar en su delgadez, en su fortaleza en ruinas, en las muecas que pretendían ser risas y, sobre todo, en esos ruidos que a veces le salían del pecho y que parecían llenar de babas sus palabras. Sí, entonces empezó lo malo; pero lo peor llegó más tarde, sólo un poco más tarde, justo cuando cumplió los ochenta. Apenas un bulto bajo las mantas, el rostro amarillento, los ojos hundidos, la mirada aterrada, murió musitando perplejo que todavía le quedaba media vida por delante.
Dicen que su ex-mujer, al conocer la noticia, meneó la cabeza y contempló entre lágrimas algún punto perdido de algún perdido pasado.

Ricardo Uriarte

domingo, 13 de diciembre de 2009

El hijo

El hombre levantó el visillo como todas las mañanas. Fuera llovía, pero algo menos que el día anterior. A través de una niebla espesa pudo distinguir a las dos o tres vacas de siempre, que parecían dirigirse solas y sin titubear demasiado a un lugar conocido y cercano.
Lo primero que hizo fue encender el fuego. Prendió con decisión un par de hojas de periódico, las acercó al montón de astillas que había situado al fondo de la lumbre, sopló sobre ellas, y cuando empezaron a arder, las rodeó por detrás con parte de los troncos que almacenaba debajo de la pila. Después, tapó el fogón con el gancho.
El hombre preparaba la leña todos los años al comienzo del invierno. Recogía del monte los troncos que le correspondían como vecino del pueblo. Los cortaba con la motosierra que le había prestado el cura y los apilaba delante de la cuadra. Pero aunque no hubiera tenido la motosierra del cura, hubiera podido hacerlo con el hacha. Con su hacha de toda la vida, que mantenía limpia y afilada.
El hombre tenía ya ochenta años o más. Pero era capaz de ocuparse de calentar la casa, de preparar la comida de cada día, y de cuidar él sólo de su único hijo.
Cuando acababa de poner a hervir el cazo de la leche, escuchó ladrar a los perros. El viejo salió a abrir de mala gana.
- ¿Qué tal se ha levantado hoy?, preguntó la mujer, también vieja pero no tanto como el hombre.
- Bien. Ahora mismo iba a prepararle el desayuno, contestó el viejo sin mirar a la cara a la vieja y sin separarse de la puerta.
- ¿Quieres que te ayude a bañarlo?
- Ya le bañé ayer. No hay por qué estar bañando a nadie todos los días, respondió el hombre de mal humor. - Y no sé cómo tengo que decirte que me basto y me sobro yo solo para bañarlo cuando haga falta - , y esta vez sí clavó su mirada desafiante en la mirada de ella.
- Bueno, hombre, tampoco hace falta que te pongas así. El cura nos ha dicho que te echemos una mano cuando podamos.
- Maldito sea el cura y su santa madre, gritó el viejo cerrando de golpe la puerta en la cara de la mujer.
No tendrá uno bastante con lo que tiene para tener que aguantar encima al maldito cura y a esas brujas beatas, pensó mientras atrancaba la puerta con el cerrojo y cerraba los postigos de la ventana.
Cuando sintió la oscuridad o el golpe de la puerta, o el ladrido de los perros o el grito de su padre, el hijo empezó con los gemidos. Al principio muy suavemente, como siempre. Siempre al principio parecían más los gemidos de un animalillo enfermo que el quejido de un hombre. Siempre gemía durante mucho tiempo, y cuando parecía que ni él ni nadie podría seguir manteniendo ese gemido durante más tiempo, que se había agotado de tanto gemir o que ya no le quedaban resuellos para continuar gimiendo, que aquello se había acabado de verdad, empezaba a gemir con más fuerza. No eran exactamente gemidos como los de cualquier ser humano, eran ruidos que brotaban en ese momento de lo más profundo de su garganta, pero que parecían haber surgido mucho antes de un lugar muy oscuro de su cerebro. Su cerebro era incapaz de expresar nada que no fuera su desesperación mediante aquellos sonidos, desesperación por no poder decirles a todos lo desesperado que estaba y que había estado toda su vida. Porque todos sabían en el pueblo que aquel pobre hijo, para su propia desgracia, era perfectamente capaz de sentir y de pensar como cualquiera de ellos. Y cada vez que escuchaba aquellos gemidos, el cura, que vivía puerta con puerta con el padre y con el hijo, sentía que su fe no era inquebrantable. Y las vecinas beatas preferían no hacerse preguntas sobre la justicia divina, y se limitaban a santiguarse y a pedirle a Dios en sus oraciones que se acordara de una vez de aquel pobrecillo.

FIN

Me doy cuenta de que el relatillo no es todo lo optimista que cabría esperar de cara a las navidades. En realidad intentaba escribir un microcuento desenfadado de menos de cien palabras para el blog, pero me ha salido ésto. Espero que sepaís perdonarme.
Un beso para todos, hasta el martes.
Isabel O.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Cuentos paranoicos: " Burra"

Cuentos paranoicos

“BURRA”

Soy tipo decidido y con las ideas claras. Había leído de forma casual al principio y enfebrecida después las “Enseñanazas de D.Juan” y el resto de libros de Carlos Castaneda. Aquello cambió mi vida, entendí lo que era un guerrero del conocimiento y lo que es más importante las técnicas para avanzar en los caminos que nos convierten en seres distintos y singulares. Soy hombre metódico y apunté las características y técnicas más importantes a seguir. Destaco de forma desordenada, porque aunque metódico soy también vago, las siguientes:

- Las marchas de poder.
- Los trabajos inútiles para eliminar la importancia personal.
- El contacto con la Naturaleza.
- El tener a la muerte como compañera detrás del hombro izquierdo.
- La transgresión del yo en situaciones límites.
- La importancia de los compañeros en el viaje.
- La obediencia a D.Juan en todo tipo de situaciones de vida o muerte.
- La importancia del guerrero.
- La despersonalización.
- Los gritos y el sonido como forma de autotransporte a otras realidades.
- Perder la forma humana.
- Los linajes de guerreros.

Y un largo etcétera de consejos sabios y percepciones sutiles sobre la Naturaleza humana. Solo me faltaba en mi soledad encontrar sitio donde iniciar semejante andadura. Tuve suerte por mi situación geográfica, vivía al lado de la ciudad de Ronda. No lo dudé, entendí el mensaje, soy hombre decidido, me apunté en La Legión.
Y allí no hizo falta mucho tiempo para iniciarme en estos secretos. Me despersonalizaron nada más llegar, fue visto y no visto, me cortaron el pelo al cero y me uniformaron, adiós a mi importancia personal. Se exigía obediencia ciega al mando, siempre sabio e inescrutable en sus decisiones. Largas marchas me acompañaron esos días inolvidables, llenos de trabajos inútiles como aquellos kilómetros también inolvidables cavando zanjas y más zanjas para luego volver a taparlas. Cantando el hermoso himno de la legión que empezaba con aquellas iniciáticas palabras. “Soy el novio de la muerte...”. Era más que llevarla detrás del hombro izquierdo, era ennoviarse, aquello era demasiado. Aquí la importancia del guerrero era total, éramos seres privilegiados que vivíamos aventuras extraordinarias siempre acompañados de los linajes de guerreros que nos antecedieron y que de forma tan bella se nos exponían en los cuadros que vestían las paredes del cuartel. El compañerismo, el encuentro con el otro, convenientemente despersonalizado eran profundos, amores de camaradas en veladas acampados al descubierto donde ingeríamos si no peyote, todo lo que encontrábamos y teníamos a mano, que era abundante, muy abundante, de calidad y siempre de contrabando. Que al final no había vegetal que no hubiera pasado por nuestras pipas en nuestra busca inagotable de experiencias. Los gritos y las meditaciones eran continuas, el pensamiento se detenía ante el poder de aquellos mantras que aún no se me han borrado: “!Un, dos!, ¡Un, dos!, ¡Un ,dos!..., millones de veces repetidos hasta el agotamiento. !Un, dos!, !Un, dos!, !Un, dos!, !Un, dos!..., y que decir de la transgresión, eran continuas, la forma humana de la que hablaba Castaneda, desaparecía, vaya que si desaparecía, cagábamos y meábamos como los mulos, en cualquier sitio, y follábamos como los mulos, o sea en cualquier prostíbulo y si estaba lejos como los mulos, cogíamos a la burra que ya por aquel entonces en nuestra andadura no diferenciábamos bien, tal era nuestra capacidad de navegar por todo tipo de realidades nada ordinarias. Y bastaba con decir en una situación comprometida ¡A mi la legión! Y vaya que si se armaba. Eramos capaces entonces de pasar a toda una población a otra realidad, vaya que si pasaban. Me lo pasé de puta madre, nadie sabe lo agradecido que le estoy a Castaneda que pusiera luz a mi vida y a mi espíritu, puro espíritu legionario.

Juan G.I.

jueves, 10 de diciembre de 2009

LoMalo

Nacho Kaikías

Había Uno que veía todo LML y se enfadaba muchísimo. Se desesperaba cada vez que LML surgía en una conversación. Alzaba la voz indignado, indignadísimo, con una indignación que nadie ponía en duda y que le hacía subirse por las paredes –como a Fred Astaire, pero sin arte-. Se indignaba porque LML le parecía indignante y no podía evitarlo. Acaparaba las conversaciones y las agotaba a base de frases lapidarias, de esas que se ponen sobre las tumbas o sobre los monumentos para que quede para siempre jamás clarísimo lo que tenía que ser dicho y para que ya a nadie nunca jamás se le ocurra añadir ni una sola palabra sobre lo ya dicho.
Es verdad que perdía un poco los papeles con sus diatribas, aunque lo justificaba por lo indignante que llegaba a ser siempre LML. Escribió artículos en los periódicos, libros enteros, produjo películas, dio conferencias, creó hasta una asociación para la gente que, como él, no soportaba LML, con su espacio en Internet y todo, y así fue como acabó relacionándose sólo con gente como él, dedicadas plenamente a LML.
Con tantas energías empleadas en indignarse contra LML, apenas disponía de las pocas que le sobraban para disfrutar de LBN. El espacio mental que ocupaban todas sus poderosas razones para indignarse contra LML, apenas dejaban un pequeño y apartado rincón para LBN y el tiempo destinado a estar profundamente indignado con LML fue consumiendo el de su propia vida, por lo que apenas disponía de un corto e incierto futuro para LBN, lo que acabó por hacerle reflexionar.
Puesto que Uno podía elegir –menudo poder- entre LML y LBN, así lo hizo y tomó la decisión de fijarse más en LBN, dejando un poco de lado LML. No cambió de repente, claro, porque en todo lo relacionado con la costumbre los humanos no caminamos, nos arrastramos como gusanos y tropezamos cuando dudamos, pero a medida que su interés fue inclinándose por LBN, a pesar de LML, y en la misma proporción en que fue destinando sus energías a LBN, a pesar de LML y, aunque parezca mentira, del mismo modo que su tiempo lo iba pasando cada vez más y más con LBN, a pesar de LML, como no podía ser de otra manera, su vida fue cambiando paulatinamente de LML a LBN.

martes, 8 de diciembre de 2009

" El latido"

A Edgar no le quedó más remedio que volver a la casa donde pasó su infancia, esperaba terminar en un día los trámites con el comprador y olvidarse de ella para siempre.
Todo el viaje lo pasó con una opresión en el pecho, sentía que no le llegaba el aire a los pulmones; en seis horas de traqueteo continuo del tren, no consiguió dar ni una cabezada, y ese latido... ese latido se acentuaba cada segundo que pasaba. Después de treinta años volvía a sentir que el oído le palpitaba como si tuviese pegado un corazón.
Llegó a la casa y la encontró medio en ruinas, el jardín parecía un bosque, nadie se había ocupado desde que sus padres decidieran, al morir su hermano pequeño, mudarse a la ciudad.
El recuerdo le atenazaba, Edgard daba vueltas alrededor de la casa sin atreverse a entrar. Cuando la noche se le vino encima decidió enfrentarse al pasado. Prendió un quinqué y subió -lento, alerta, con los ojos puestos en todos los rincones- al dormitorio que había compartido con su hermano. Aún guardados en un cajón encontró algunos juguetes y un guante de lana desparejado. Cogió el guante. Al insinuar los dedos en él, por el cristal roto de la ventana entró una ráfaga de aire helado que se le pegó a la piel. Edgard tiritaba. Afuera, el murmullo de las hojas crecía y se dejaba sentir dentro. Era como si un árbol anunciase a otro de su llegada y así, uno a uno, saliese de su letargo. El silbido del viento entre las ramas llegó a hacerse atronador hasta despertar el latido. Ese latido que, ahora, tomó fuerza y con un martilleo constante sintió que le horadaba poco a poco la razón.
Edgard retrocedía despacio hacia la puerta cuando la corriente de aire la cerró de golpe y apagó el quinqué. Sintió como un vahído en lo invisible de la oscuridad; los brazos le pesaban, le costaba respirar, tenía la boca seca, quería salir de allí cuanto antes, pero sus pies eran plomo. A duras penas consiguió cambiar en su bolsillo el guante por los fósforos. Cuando atinó a encender otra vez la llama, abrió la puerta con sigilo y permaneció inmóvil: un instante de puro silencio que fue capaz de apretarle el pecho hasta dolerle; entonces, alumbró el pasillo y bajó al jardín.
En el jardín, el latido se recrudeció, le retumbaba más y más a medida que se aproximaba al viejo olmo, hasta el punto de soltar el quinqué y apretarse con fuerza la cabeza entre las manos cuando, dentro de ella, el latido dio paso a la voz de un niño que repetía: ¡No me obligues a saltar, tengo miedo!
Edgard pálido y bañado en sudor, temblaba, giraba el cuello hacia todos los lados; con los dedos taponaba sus oídos y con los ojos, al borde de las órbitas, no dejaba de buscar al dueño de la voz.
Cuando creyó que le iba a estallar el cerebro, le estalló la garganta:¡¡Perdóname, perdóname...!! –suplicó.
Las hojas en la arboleda quedaban quietas. La tenue luz del quinqué se proyectaba en el olmo y alargaba su sombra hasta tocar a Edgard, de forma que pareció consolarle cuando agachado, lloraba como un niño arrepentido mientras se decía en voz baja una y mil veces: “Tu corazón latía y te abandoné”.

A la mañana siguiente Edgard vendía la casa y subía al tren. En el camino de vuelta por primera vez en mucho tiempo sintió calma. El corazón que latía en su oído le pareció que había pasado a fundirse con su corazón. Sacó el guante del bolsillo y lo estrechó entre las manos.

domingo, 6 de diciembre de 2009

AÚN NO HABÍA ANOCHECIDO DEL TODO

Aún no había anochecido del todo. A pesar de la lluvia, que caía lenta e incansablemente sobre la vieja ciudad, el frío era insoportable.
La plaza era tan vieja como la misma ciudad. Todavía quedaban algunos edificios derruidos por las bombas. Por detrás de los soportales, la mole negra de la catedral, con sus agujas doradas y sus vidrieras multicolores, permanecía milagrosamente intacta. A su alrededor, los cafés y comercios de toda condición, escasamente iluminados, se veían sin embargo llenos de vida. En el suelo, empedrado y resbaladizo, quedaban todavía algunos restos de cucuruchos de papel de periódico arrugados, pieles de castañas asadas, plumas de gallina, hojas de col y naranjas podridas, vestigios del mercadillo que se celebraba todos y cada uno de los viernes del año en aquella plaza, que no en vano era conocida por los habitantes de la ciudad como la Plaza del Mercado.
En ese momento, un hombre atravesó el puente de hierro sobre el río a punto de desbordarse, cruzó los adoquines mojados de la plaza con pasos rápidos y largos, y sin dudarlo un instante, accedió al Café de Occidente a través de la puerta giratoria de madera. El hombre, de mediana estatura, facciones finas y labios apretados, vestía una gabardina oscura y cubría parte de su rostro con un sombrero de ala negro.
Desde la plaza, a través del cristal empañado del café, y entre los escasos huecos que dejaban las cabezas de los numerosos clientes que se guarecían del frío de la calle y el de sus propias casas hasta el momento de ir a dormir, podía verse el perfil del hombre del sombrero. Yendo y viniendo del servicio de caballeros hasta la barra, de la barra a la centralita telefónica, fumando sin parar, apurando una copa tras otra, pendiente de su reloj y del reloj de la pared, buscando continuamente a alguien con la mirada, aunque absolutamente nadie parecía percatarse de su presencia en aquel café tan concurrido.
Por fin, el hombre consiguió hablar por teléfono con quien deseaba hablar. Demudado y con la cara muy pálida, pero sin perder un ápice de su aplomo al caminar, tomó asiento en una esquina de la barra, y pidió al camarero una última copa.
En ese mismo momento, otros dos hombres bastante menos elegantes que el hombre del sombrero llegaban a la Plaza del Mercado, dispuestos a cumplir con la tarea que les había sido encomendada. Nadie desde la plaza hubiera podido distinguir aquel par de rostros inexpresivos y silenciosos a través de las ventanas empañadas de su coche negro. Pero los dos hombres sabían perfectamente lo que tenían que hacer, porque era su trabajo y porque lo habían hecho ya muchas veces.
El hombre del sombrero también lo sabía. Había intentado evitarlo desesperadamente hasta el final, pero no había podido conseguirlo. También sabía que sería mucho mejor para él quedarse sentado de espaldas en aquel taburete de madera del café de Occidente. Así, todo sería menos complicado para los dos hombres, y por lo tanto, más rápido y más fácil también para él. Al hombre le temblaba ligeramente la mano cada vez que se acercaba el vaso de ginebra a los bien perfilados labios. Pero por fin, a través del espejo, pudo ver el reflejo de los dos hombres que protegidos con gabardinas oscuras como la suya, y medio ocultos los rostros por sombreros de fieltro casi iguales al que él llevaba puesto, traspasaban la puerta giratoria de madera sin dudar un momento, atravesaban las baldosas de piedra del café con paso rápido, y buscaban instintivamente su nuca con mirada decidida.
Al menos, al hombre del sombrero le dio tiempo a apurar su ginebra de un solo trago.



Ahí os va mi segunda piedra. Esta vez no pongo título para que luego no digaís que titulo mal. A ver si os animaís los demás. Un beso para todos (incluído el ya entrañable Ricardo Uriarte). Nos vemos el otro martes.
Isabel O.

martes, 1 de diciembre de 2009

COMO POR ARTE DE MAGIA

Es difícil de creer, pero fue un cambio rápido, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Al principio, tenía una hoja larga y limpia, y un puño y un brazo y un pecho henchido sobre el que se alzaba una cabeza de pelo encrespado. Pero eso fue al principio, durante unos segundos que parecieron hacer eternos la respiración de la olla y el goteo del grifo en el fregadero; luego, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, sesgó el aire al encuentro del grito. Ahora ya no tenía el puño, ni el brazo, ni el rostro afilado con barba de unos días; ahora tenía la hoja sucia y hundida, y la empuñadura al aire, entre dos pechos pequeños, redondos, todavía duros, a un palmo de una melena negra desparramada por el suelo y de un bonito lunar en una mejilla carnosa, cada vez más pálida. Es difícil de creer; lo sé. Pero fue así, tal y como os lo cuento, mientras del patio llegaban los ecos de las charlas de los tendales: un cambio rápido, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, como por arte de magia.

Ricardo Uriarte