domingo, 27 de diciembre de 2009

Llamada a un detective


Tuvo una corazonada. El retrato estaba perdido entre otros muchos en un rincón del anticuario, pero él lo encontró rápidamente: algo le había hecho acercarse a esa esquina llena de lienzos enrollados. Quizá un olor con su poder evocativo, quizá una llamada desde otro mundo. Lo sacó con cuidado, sujetándolo con las puntas de los dedos como se sujeta una fotografía aún húmeda. Al desplegarlo poco a poco fueron apareciendo primero una barbilla ligeramente sombreada, después unos labios con un ángulo especial en las comisuras, más arriba unos pómulos que avanzaban hacia fuera con aire salvaje, y por fin unos ojos de color petróleo, profundos y burlones. Sí, era exacto, pero mucho más joven. Buscó una vitrina, algún cristal que reflejara su propio rostro. Entre joyas de formas grotescas analizó esos rasgos tenuemente plasmados en la superficie brillante. Encontró los mismos ojos burlones color petróleo, los mismos pómulos apuntados, la misma barbilla.
-¿Cuánto?
El anticuario le miró extrañado por encima de los lentes, frunciendo ligeramente el ceño.
-¿Cuánto está dispuesto a pagar?
-Lo que me pida.
-Deme cien. Bastará.
Con su tesoro debajo del gabán se enfrentó a la lluvia, las luces y la gente. Corría lleno de excitación. Varios años de búsquedas habían dado sus frutos, y la clave para resolver el enigma descansaba entre su pecho y su mano, junto a la bufanda de lana gris. Su tentación era apretarlo, como se aprieta el brazo de alguien querido, o una moneda ganada con esfuerzo, o una piedra preciosa, aunque sabía que tenía que tratarlo con la misma delicadeza que si estuviera hecho de azúcar, como aquellas figuras que compraba de niño. Al llegar a su casa levantó el auricular y marcó un número de teléfono.
-Pérez. Por fin tengo algo para usted. Podrá encontrarlo frente a mi puerta, mañana por la mañana. Busque a esa persona. Cuando sepa quién es, llámeme. Le ingresaré la cantidad convenida.
Se sentó frente a la ventana de su salón, desde la que veía día tras día la calle más concurrida de la ciudad sin reconocer jamás un rostro. El retrato permanecía sobre la mesa, junto a él. Lo desplegó de nuevo y se vio a sí mismo en ese tiempo antiguo en que era alguien con un nombre que desconocía, en ese tiempo perdido que había huido de su mente. Pensó que quizás ahora supiera de una vez quién era esa persona que había habitado en él tantos años, desde ese niño que se recordaba comprando figuras de azúcar hasta este viejo solitario que hoy intentaba reencontrarse a sí mismo.

José Juan Faces

3 comentarios:

  1. Me parece que el relato se sigue con interés, que suena muy bien al leerlo en voz alta, que tiene un final interesante, quizás habría que dar alguna pista acerca de por qué el hombre ha perdido su identidad, si es que alguna vez la ha tenido. Pero en conjunto me gusta.

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  2. Gracias, amig@. Considero un honor que alguien tenga la gentileza de comentarme. Creo que la pérdida de sí mismo puede ser una alegoría de nuestro pasar por la vida dejando atrás inevitablemente lo que fuimos y lo que quisimos ser, y el desarraigo que esto provoca. Otra vez, gracias.
    José Juan

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  3. Aunque yo no he sido el autor del comentario de más arriba, quisiera darte las gracias a ti, Jose Juan, por tus colaboraciones. Espero que nos conozcamos algún día. Salud, Ramón.

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