Eran las horas más tristes del día, el frío amanecer. Tiras de nubes rojas estriaban el cielo, mientras los primeros cafés abrían sus puertas poco a poco, dejando ver sillas volcadas sobre las mesas, oscuros interiores solitarios, expresiones pálidas de madrugadores hastiados. El hombre que fumaba se sentó en otro banco, en la plaza vacía, entre los árboles apostados a su alrededor como soldados-fantasma. Temblaba su mano al encender el fósforo para prender su enésimo cigarro, pero su mirada era resolutiva. Unos minutos más tarde se levantó, avanzó deprisa hacia uno de esos bares tristes de la calle lateral, entró y pidió un aguardiente. Luego otro. Era pronto, pero tenía ya el calor metido en el cuerpo gracias a esos tragos. Salió otra vez a la plaza, ahora teñida de un naranja pálido por los rayos del sol y, atravesándola con pasos largos, se dirigió hacia el portal que tanto había observado a lo largo de la noche. Era un portal corriente, pero durante la noche se había convertido en una boca misteriosa que le enviaba mensajes confusos, oscuros. Entró en la penumbra húmeda. A su derecha, una fila de buzones marrones. En ellos estaban escritos los nombres de los inquilinos, y en ellos buscó el hombre que fumaba un nombre que llevaba masticando toda la noche. Cuando lo encontró, un latido fuerte inició una serie retumbante en su pecho, que poco a poco se fue calmando mientras apretaba los puños y mordía el filtro del cigarro. Sí, era él. Era ese nombre maldito que le rondaba por las noches entre las sombras, por el día entre los rostros grises, el nombre que escuchó pronunciar en susurros una tarde brumosa a través de las puertas cerradas de su casa, cuando sin avisar regresó antes de lo habitual. Era ese nombre, en el mismo portal donde hace ya tantas horas la vio entrar a ella, furtiva. Ese portal por donde tendría que volver a salir, esas escaleras que no tardaría en volver a pisar para correr a la calle, regresar a un hogar hoy vacío, y mancharlo con toda la culpabilidad obscena que llevaría encima.
Se sentó en el segundo escalón, justo en medio, sacó una pistola nueva de su bolsillo y se voló la tapa de los sesos.
José Juan Faces
LO NUEVO SI VIEJO, DOS VECES VIEJO
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En cada cultura y en cada época hay palabras que gozan de más prestigio que
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el...
Hace 9 años
Creo que la elección del tiempo, el espacio, el material narrativo e incluso el final es correcta. Sin embargo, el abuso de adjetivos ("oscuros interiores solitarios, expresiones pálidas de madrugadores hastiados") y del lenguaje enfático ("un latido fuerte inició una serie retumbante en su pecho, que poco a poco se fue calmando mientras apretaba los puños y mordía el filtro del cigarro") estropean el microrrelato. El lenguaje expresivo tiene como misión fundamental la visibilidad de las acciones y los personajes. El lenguaje enfático, aunque lo pretenda, no cumple esa misión; por el contrario, oscurece el texto, y el lector, lejos de "ver, sentir y vivir" lo que pasa, se ve cegado por los excesos gesticulatorios del lenguaje. Salud, Ramón.
ResponderEliminarOkay, master. Acertadas observaciones, las tendré en cuenta para las próximas entregas, si me dan permiso.
ResponderEliminarAgradecimientos.