domingo, 6 de diciembre de 2009

AÚN NO HABÍA ANOCHECIDO DEL TODO

Aún no había anochecido del todo. A pesar de la lluvia, que caía lenta e incansablemente sobre la vieja ciudad, el frío era insoportable.
La plaza era tan vieja como la misma ciudad. Todavía quedaban algunos edificios derruidos por las bombas. Por detrás de los soportales, la mole negra de la catedral, con sus agujas doradas y sus vidrieras multicolores, permanecía milagrosamente intacta. A su alrededor, los cafés y comercios de toda condición, escasamente iluminados, se veían sin embargo llenos de vida. En el suelo, empedrado y resbaladizo, quedaban todavía algunos restos de cucuruchos de papel de periódico arrugados, pieles de castañas asadas, plumas de gallina, hojas de col y naranjas podridas, vestigios del mercadillo que se celebraba todos y cada uno de los viernes del año en aquella plaza, que no en vano era conocida por los habitantes de la ciudad como la Plaza del Mercado.
En ese momento, un hombre atravesó el puente de hierro sobre el río a punto de desbordarse, cruzó los adoquines mojados de la plaza con pasos rápidos y largos, y sin dudarlo un instante, accedió al Café de Occidente a través de la puerta giratoria de madera. El hombre, de mediana estatura, facciones finas y labios apretados, vestía una gabardina oscura y cubría parte de su rostro con un sombrero de ala negro.
Desde la plaza, a través del cristal empañado del café, y entre los escasos huecos que dejaban las cabezas de los numerosos clientes que se guarecían del frío de la calle y el de sus propias casas hasta el momento de ir a dormir, podía verse el perfil del hombre del sombrero. Yendo y viniendo del servicio de caballeros hasta la barra, de la barra a la centralita telefónica, fumando sin parar, apurando una copa tras otra, pendiente de su reloj y del reloj de la pared, buscando continuamente a alguien con la mirada, aunque absolutamente nadie parecía percatarse de su presencia en aquel café tan concurrido.
Por fin, el hombre consiguió hablar por teléfono con quien deseaba hablar. Demudado y con la cara muy pálida, pero sin perder un ápice de su aplomo al caminar, tomó asiento en una esquina de la barra, y pidió al camarero una última copa.
En ese mismo momento, otros dos hombres bastante menos elegantes que el hombre del sombrero llegaban a la Plaza del Mercado, dispuestos a cumplir con la tarea que les había sido encomendada. Nadie desde la plaza hubiera podido distinguir aquel par de rostros inexpresivos y silenciosos a través de las ventanas empañadas de su coche negro. Pero los dos hombres sabían perfectamente lo que tenían que hacer, porque era su trabajo y porque lo habían hecho ya muchas veces.
El hombre del sombrero también lo sabía. Había intentado evitarlo desesperadamente hasta el final, pero no había podido conseguirlo. También sabía que sería mucho mejor para él quedarse sentado de espaldas en aquel taburete de madera del café de Occidente. Así, todo sería menos complicado para los dos hombres, y por lo tanto, más rápido y más fácil también para él. Al hombre le temblaba ligeramente la mano cada vez que se acercaba el vaso de ginebra a los bien perfilados labios. Pero por fin, a través del espejo, pudo ver el reflejo de los dos hombres que protegidos con gabardinas oscuras como la suya, y medio ocultos los rostros por sombreros de fieltro casi iguales al que él llevaba puesto, traspasaban la puerta giratoria de madera sin dudar un momento, atravesaban las baldosas de piedra del café con paso rápido, y buscaban instintivamente su nuca con mirada decidida.
Al menos, al hombre del sombrero le dio tiempo a apurar su ginebra de un solo trago.



Ahí os va mi segunda piedra. Esta vez no pongo título para que luego no digaís que titulo mal. A ver si os animaís los demás. Un beso para todos (incluído el ya entrañable Ricardo Uriarte). Nos vemos el otro martes.
Isabel O.

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