domingo, 13 de diciembre de 2009

El hijo

El hombre levantó el visillo como todas las mañanas. Fuera llovía, pero algo menos que el día anterior. A través de una niebla espesa pudo distinguir a las dos o tres vacas de siempre, que parecían dirigirse solas y sin titubear demasiado a un lugar conocido y cercano.
Lo primero que hizo fue encender el fuego. Prendió con decisión un par de hojas de periódico, las acercó al montón de astillas que había situado al fondo de la lumbre, sopló sobre ellas, y cuando empezaron a arder, las rodeó por detrás con parte de los troncos que almacenaba debajo de la pila. Después, tapó el fogón con el gancho.
El hombre preparaba la leña todos los años al comienzo del invierno. Recogía del monte los troncos que le correspondían como vecino del pueblo. Los cortaba con la motosierra que le había prestado el cura y los apilaba delante de la cuadra. Pero aunque no hubiera tenido la motosierra del cura, hubiera podido hacerlo con el hacha. Con su hacha de toda la vida, que mantenía limpia y afilada.
El hombre tenía ya ochenta años o más. Pero era capaz de ocuparse de calentar la casa, de preparar la comida de cada día, y de cuidar él sólo de su único hijo.
Cuando acababa de poner a hervir el cazo de la leche, escuchó ladrar a los perros. El viejo salió a abrir de mala gana.
- ¿Qué tal se ha levantado hoy?, preguntó la mujer, también vieja pero no tanto como el hombre.
- Bien. Ahora mismo iba a prepararle el desayuno, contestó el viejo sin mirar a la cara a la vieja y sin separarse de la puerta.
- ¿Quieres que te ayude a bañarlo?
- Ya le bañé ayer. No hay por qué estar bañando a nadie todos los días, respondió el hombre de mal humor. - Y no sé cómo tengo que decirte que me basto y me sobro yo solo para bañarlo cuando haga falta - , y esta vez sí clavó su mirada desafiante en la mirada de ella.
- Bueno, hombre, tampoco hace falta que te pongas así. El cura nos ha dicho que te echemos una mano cuando podamos.
- Maldito sea el cura y su santa madre, gritó el viejo cerrando de golpe la puerta en la cara de la mujer.
No tendrá uno bastante con lo que tiene para tener que aguantar encima al maldito cura y a esas brujas beatas, pensó mientras atrancaba la puerta con el cerrojo y cerraba los postigos de la ventana.
Cuando sintió la oscuridad o el golpe de la puerta, o el ladrido de los perros o el grito de su padre, el hijo empezó con los gemidos. Al principio muy suavemente, como siempre. Siempre al principio parecían más los gemidos de un animalillo enfermo que el quejido de un hombre. Siempre gemía durante mucho tiempo, y cuando parecía que ni él ni nadie podría seguir manteniendo ese gemido durante más tiempo, que se había agotado de tanto gemir o que ya no le quedaban resuellos para continuar gimiendo, que aquello se había acabado de verdad, empezaba a gemir con más fuerza. No eran exactamente gemidos como los de cualquier ser humano, eran ruidos que brotaban en ese momento de lo más profundo de su garganta, pero que parecían haber surgido mucho antes de un lugar muy oscuro de su cerebro. Su cerebro era incapaz de expresar nada que no fuera su desesperación mediante aquellos sonidos, desesperación por no poder decirles a todos lo desesperado que estaba y que había estado toda su vida. Porque todos sabían en el pueblo que aquel pobre hijo, para su propia desgracia, era perfectamente capaz de sentir y de pensar como cualquiera de ellos. Y cada vez que escuchaba aquellos gemidos, el cura, que vivía puerta con puerta con el padre y con el hijo, sentía que su fe no era inquebrantable. Y las vecinas beatas preferían no hacerse preguntas sobre la justicia divina, y se limitaban a santiguarse y a pedirle a Dios en sus oraciones que se acordara de una vez de aquel pobrecillo.

FIN

Me doy cuenta de que el relatillo no es todo lo optimista que cabría esperar de cara a las navidades. En realidad intentaba escribir un microcuento desenfadado de menos de cien palabras para el blog, pero me ha salido ésto. Espero que sepaís perdonarme.
Un beso para todos, hasta el martes.
Isabel O.

1 comentario:

  1. Ese escribir que tienes de forma desenfadada, que aparenta paz,da miedo. Genera una tensión contenida que no se sabe bien por donde va a estallar. Y en este relato, no estalla hacia fuera, estalla hacia dentro, te explota una víscera. Uff...que habilidad tienes.
    No hay nada que perdonar.

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