martes, 8 de diciembre de 2009

" El latido"

A Edgar no le quedó más remedio que volver a la casa donde pasó su infancia, esperaba terminar en un día los trámites con el comprador y olvidarse de ella para siempre.
Todo el viaje lo pasó con una opresión en el pecho, sentía que no le llegaba el aire a los pulmones; en seis horas de traqueteo continuo del tren, no consiguió dar ni una cabezada, y ese latido... ese latido se acentuaba cada segundo que pasaba. Después de treinta años volvía a sentir que el oído le palpitaba como si tuviese pegado un corazón.
Llegó a la casa y la encontró medio en ruinas, el jardín parecía un bosque, nadie se había ocupado desde que sus padres decidieran, al morir su hermano pequeño, mudarse a la ciudad.
El recuerdo le atenazaba, Edgard daba vueltas alrededor de la casa sin atreverse a entrar. Cuando la noche se le vino encima decidió enfrentarse al pasado. Prendió un quinqué y subió -lento, alerta, con los ojos puestos en todos los rincones- al dormitorio que había compartido con su hermano. Aún guardados en un cajón encontró algunos juguetes y un guante de lana desparejado. Cogió el guante. Al insinuar los dedos en él, por el cristal roto de la ventana entró una ráfaga de aire helado que se le pegó a la piel. Edgard tiritaba. Afuera, el murmullo de las hojas crecía y se dejaba sentir dentro. Era como si un árbol anunciase a otro de su llegada y así, uno a uno, saliese de su letargo. El silbido del viento entre las ramas llegó a hacerse atronador hasta despertar el latido. Ese latido que, ahora, tomó fuerza y con un martilleo constante sintió que le horadaba poco a poco la razón.
Edgard retrocedía despacio hacia la puerta cuando la corriente de aire la cerró de golpe y apagó el quinqué. Sintió como un vahído en lo invisible de la oscuridad; los brazos le pesaban, le costaba respirar, tenía la boca seca, quería salir de allí cuanto antes, pero sus pies eran plomo. A duras penas consiguió cambiar en su bolsillo el guante por los fósforos. Cuando atinó a encender otra vez la llama, abrió la puerta con sigilo y permaneció inmóvil: un instante de puro silencio que fue capaz de apretarle el pecho hasta dolerle; entonces, alumbró el pasillo y bajó al jardín.
En el jardín, el latido se recrudeció, le retumbaba más y más a medida que se aproximaba al viejo olmo, hasta el punto de soltar el quinqué y apretarse con fuerza la cabeza entre las manos cuando, dentro de ella, el latido dio paso a la voz de un niño que repetía: ¡No me obligues a saltar, tengo miedo!
Edgard pálido y bañado en sudor, temblaba, giraba el cuello hacia todos los lados; con los dedos taponaba sus oídos y con los ojos, al borde de las órbitas, no dejaba de buscar al dueño de la voz.
Cuando creyó que le iba a estallar el cerebro, le estalló la garganta:¡¡Perdóname, perdóname...!! –suplicó.
Las hojas en la arboleda quedaban quietas. La tenue luz del quinqué se proyectaba en el olmo y alargaba su sombra hasta tocar a Edgard, de forma que pareció consolarle cuando agachado, lloraba como un niño arrepentido mientras se decía en voz baja una y mil veces: “Tu corazón latía y te abandoné”.

A la mañana siguiente Edgard vendía la casa y subía al tren. En el camino de vuelta por primera vez en mucho tiempo sintió calma. El corazón que latía en su oído le pareció que había pasado a fundirse con su corazón. Sacó el guante del bolsillo y lo estrechó entre las manos.

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